Un bicentenario con otra conciencia colectiva

Doscientos años nos separan de 1810, año en el que se sucedieron acontecimientos importantes de la Historia de España. El 29 de enero la Junta Central Suprema convocó Cortes Generales y Extraordinarias que habrían de reunirse en Cádiz. Después del levantamiento popular del 2 de mayo de 1808, que inició la Guerra de Independencia nacional «para rechazar al enemigo que tan pérfidamente ha invadido España», el poder fue asumido por Juntas Populares espontáneas, hasta que, luego de un proceso conflictivo, se formó la Junta Central Suprema.

En el verano de 1810 se celebraron elecciones para diputados en las provincias no ocupadas por los franceses. El 24 de septiembre del mismo 1810 se promulgó el primer decreto de las Cortes de Cádiz, con la siguiente afirmación inicial: «Los diputados que componen este Congreso, y que representan la Nación española, se declaran legítimamente constituidos en Cortes Generales y Extraordinarias, y que reside en ellas la soberanía nacional». Esta doble asunción de la representación nacional y de la soberanía nacional les confería suficiente potestad para redactar un texto constitucional.

Melchor Fernández Almagro puntualiza que las Cortes estaban compuestas por 97 eclesiásticos (algunos de mentalidad absolutista, otros de ideología liberal), 60 abogados, 55 funcionarios públicos, 37 militares, 16 catedráticos, 15 propietarios, nueve marinos, ocho títulos del reino, cinco comerciantes, cuatro escritores y dos médicos. A esta relación el profesor Tomás y Valiente apostilla: «Ausencia de clases populares, minoría de nobles y de eclesiásticos absolutistas y predominio de gentes de oficio, beneficio y mentalidad burguesa».

En este bicentenario de los hechos que precedieron a la elaboración de la Constitución de 1812 -la famosa Pepa, pues fue promulgada el 19 de marzo, festividad de San José-, oportuno es recordar la diversidad de valoraciones que se han efectuado sobre la tarea de aquellos representantes de la Nación española.

Todavía en nuestros días, en 1955, pudimos leer, en una publicación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, que en las Cortes de Cádiz se había producido «la invasión del espíritu irreligioso, patentizado en los discursos de los diputados y sobre todo en la prensa enciclopedista y jacobina tolerada, si no favorecida, por las mismas Cortes». Firmó esta opinión Fr. Isidoro de Villapadierna, O.F.M. Cap.

Semejante descalificación de los diputados doceañistas, considerados jacobinos e irreligiosos, había sido ya refutada por Menéndez Pelayo: era uno de tantos dislates que sobre este tema se han dicho y escrito. Como ha explicado ampliamente Ramón Solís, en su libro El Cádiz de las Cortes, no puede hacerse una crítica formal a aquellos diputados en materia religiosa: «Eran fieles exponentes de la España de sus días, cumplidores en los preceptos y de ideas absolutamente ortodoxas».

He aquí datos de difícil contestación. Los diputados iniciaban su labor con una misa del Espíritu Santo, juraban defender las verdades de la Religión ante el obispo de Orense y sus reuniones estaban presididas por un crucifijo. A esto hay que añadir que durante todo el tiempo que el Congreso se reunió en San Felipe Neri, se dijo diariamente misa en el mismo palacio de las Cortes y siempre por un diputado: misa que oían con devoción casi todos los miembros de la Asamblea. Son hechos recordados por los historiadores solventes.

Más aún: cuando Villanueva se incorporó, leyó una moción en la que pidió a S.M. que mandase por Real Decreto que «en todas las provincias libres se haga penitencia general y pública...». Se levantó luego el vocal secular y leyó otro papel en que hacía igual petición, proponiendo que las Cortes hiciesen, para aplacar a Dios, enojado por los pecados de nuestra Patria, tres días de rogativas públicas, comulgando en cada uno de ellos los señores diputados.

Ya antes, en la sesión del día 26 de octubre de 1810, el mismo Villanueva había afirmado: «Señor: Vamos a tratar de un negocio que por ventura es el más grave de la Nación [se refiere a la elección del nuevo Consejo de Regencia], y el que tiene mayor influencia en su libertad y felicidad. Somos católicos y debemos dar muestras de ello: antes de proceder a la elección, invoquemos brevemente al Espíritu Santo, rezando el himno Veni Creador con su versículo y oración». La propuesta fue aprobada por aclamación. Un Consejo entonando el Veni Creador era algo especialmente original y nuevo. «Ningún precedente puede señalarse en la Asamblea francesa, de la que muchos han dicho que la de Cádiz era mera copia. Justo es, pues, reconocer a los hombres del 12 su buena intención y la fe, que aún se les niega», concluye la evocación de aquellos acontecimientos el citado Ramón Solís.

Este mismo ánimo de reivindicación fue manifestado, el año 1912, por A. Cases Casaña en una extraordinaria conferencia pronunciada en el Ateneo Científico de la ciudad de Valencia: «Fueron calificados de anticatólicos los legisladores de las Cortes más famosas de España. Y no es así, puesto que fueron católicos hasta con exceso; todas sus leyes, y muy esencialmente la abolicionista de la Inquisición, en el fondo y en el propósito, no tendían más que a salvaguardar los intereses de la religión, a poner de relieve la autoridad de los jerarcas, a introducir una razonada disciplina, quizá más que razonada, en los procedimientos».

Acaso el precepto más comentado fue el artículo 12 de la Constitución, en el que se afirmó: «La Religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra».

No es posible reprochar a la conciencia colectiva de la época una actitud hostil frente a la religión. Sin embargo, una lectura atenta de la Constitución de 1812 nos lleva a concluir que entonces se sentía la religión de otra forma. Por ejemplo, admitir en el artículo 5 sólo como españoles a los «hombres libres», con lo que se toleraba la esclavitud, o establecer en el artículo 25 que el ejercicio de los derechos se suspende «por el estado de sirviente doméstico», son normas de un derecho constitucional para nosotros extraño.

La tolerancia de la esclavitud nos causa especial asombro. Pero se explica por el papel importante que tenía en Ultramar, donde la economía era en gran parte esclavista. Y la Nación española -según declaración formal en el texto de 1812- era «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios».

La conciencia colectiva de 1810, con sus varias manifestaciones escritas, hasta culminar en la Constitución de Cádiz, el año 1812, era efectivamente «un conjunto de creencias y sentimientos, comunes al término medio de los miembros de una sociedad». Esta definición, que Durkheim propone para la conciencia colectiva, sirve para convencernos de que aquel era otro mundo.

Manuel Jiménez de Parga, catedrático de Derecho Constitucional y ex presidente del Tribunal Constitucional.