Un bodrio

Por Fernando Fernández Méndez de Andés, Universidad Antonio de Nebrija (ABC, 25/02/05):

«Destroza sobre todo al lector, quien, harto de adquirir bodrios a treinta duros la unidad, termina por no creerse nada», escribe el profesor Manuel Seco en su diccionario de uso del español actual. Con todo respeto para sus autores, de cuya autoridad y conocimiento de múltiples materias no cabe dudar, el Informe para la Reforma de los Medios de Comunicación de Titularidad del Estado es un bodrio. Probablemente porque la llamada Comisión de Sabios está mal concebida desde su origen. Ni el procedimiento para nombrar a sus miembros reúne los mínimos requisitos democráticos, sino que responde a un capricho personal del presidente; ni la trayectoria profesional y vital de los mismos permitía hacerse ilusiones sobre su competencia para el encargo, como reconoce su presidente en el preámbulo; ni los objetivos del mandato recibido quedaron definidos con precisión, como resulta evidente del propio contenido. No puede sorprender por tanto que el resultado haya sido un fiasco, como lo calificó acertadamente este periódico.

Parte de un prejuicio muy extendido, pero no por ello más cierto. El prejuicio de cristiano viejo de que los intereses económicos lo contaminan todo y de que existen intereses democráticos, de rango superior, que corresponde interpretar a los servidores públicos. Como dice el propio informe en su página 84, «la consideración de la audiencia no como consumidor sino como ciudadano, libre por tanto de las derivaciones que implica una presión comercial dominante». Es el mismo prejuicio que lleva a los países islámicos a prohibir el interés en la banca. Qué pronto hemos olvidado al mejor Ortega, aquél que animaba a los intelectuales españoles a interesarse por la cuestión económica.

Sólo desde esta falta de aprecio por las consideraciones económicas puede entenderse que el informe dé por resueltas las dos cuestiones más acuciantes: la justificación de una televisión pública en la era digital y la función y dimensión de la misma, caso de entenderse conveniente. La necesidad de una televisión pública no se discute, se asume por derecho natural, como un acto de fe democrática. Si acaso, se justifica en la práctica habitual de nuestro entorno económico y cultural europeo.

Pero no es evidente. En primer lugar, podría matizarse que la televisión sea un servicio público. Desde luego, no lo es en el mismo sentido que la educación, la sanidad o las pensiones. Salvo que, como dice el informe, el ciudadano español se pasa tantas horas ante el televisor como en la escuela, que la caja tonta es el principal mecanismo de socialización y transmisión de conocimientos de la sociedad moderna. Pero entonces el fútbol sería el servicio público por excelencia para los varones españoles y estaría plenamente justificada la intención de nacionalizarlo que tantas críticas le valió a un ministro anterior.

El informe ignora toda la literatura económica sobre los bienes públicos. Quizás ello, y no despreciables consideraciones mercantilistas, sea lo que explique el voto particular del único sabio con deformación profesional de economista y la discrepancia del experto en temas de financiación. Porque la información, la educación o el entretenimiento pueden ser bienes públicos, pero eso no justifica que hayan de proveerse por una empresa pública. Salvo que pretendamos volver a los tiempos del teleclub, del parte nacional o la prensa del Movimiento. No hay argumentos de exclusión social, porque existen cadenas privadas gratuitas de cobertura generalizada, y no hay más porque las públicas, incluidas las autonómicas, copan deliberadamente el espacio radioeléctrico. Además, el Gobierno se apresura a conceder otra.

No hay tampoco argumentos de madurez democrática. Y no los hay porque la práctica de veinticinco años de televisiones públicas en la España constitucional nos ha enseñado a ser profundamente escépticos de los intentos regeneracionistas. Pero es que además no los puede haber, porque sólo un iluminado, un absolutista, un déspota ilustrado, o un dictador benevolente, en afortunada expresión del Premio Nobel de Economía Gary Becker, puede creer seriamente que existen la verdad y la objetividad en el hecho informativo. Existen tantas verdades como reporteros, tantas opiniones como locutores, tantas perspectivas como cámaras. Los hechos no existen sin teorías afirmaba Américo Castro, y la pluralidad está en la raíz de la libertad de expresión. No es, por tanto, la salud democrática la que justifica una televisión pública.

Los autores dedican enormes esfuerzos a denunciar los comportamientos perversos que se derivan de la persecución de la rentabilidad económica, a la que contraponen una presunta rentabilidad social. Peligroso camino ese, que seguro los autores no pretenden, pero que ha llevado a justificar tremendos excesos. Mal camino para la estabilidad presupuestaria, porque si de rentabilidad social se trata, habrá que ponerse a construir viviendas, regalar ordenadores, hacer más gratuita la universidad y demás dádivas.

Es precisamente esa presunta rentabilidad social, nunca definida ni cuantificada, la que se relaciona directamente con la existencia de RTVE tal y como es, con todas sus cadenas de televisión, radio y añadidos. Lo que constituye un tremendo salto en el vacío, un salto proustiano a la búsqueda del tiempo perdido cuando la hegemonía de RTVE era total. Pero la historia ha cambiado el mapa audiovisual y la radiotelevisión pública no es líder en audiencia, ni en creatividad, ni en tecnología. Y no tiene por qué volver a serlo.

Llegamos así a la excepción cultural, el verdadero sustrato ideológico del informe: la comunicación no puede ser una mercancía; hay que proteger a la industria audiovisual nacional. Confieso que nunca he entendido estos argumentos proteccionistas que evocan sectores estratégicos e industrias nacientes y que tantas pérdidas, más de 7.000 millones de euros concretamente en este caso, han ocasionado a nuestra economía. Lástima me da el pobre Solbes empeñado en evitar derivas de gasto cuando hay razones de índole superior que le obligan a multiplicar por diez la subvención a una empresa concreta, y con el riesgo de meternos en otro Izar si a Bruselas no le gusta la solución propuesta.

Más allá de consideraciones de ideología económica, las limitadas funciones que le podrían corresponder a una televisión pública en competencia con cadenas privadas no justifican en absoluto el mantenimiento de dos cadenas generalistas. Ni la garantía de calidad, ni el fomento de la producción nacional, ni el ejercicio del derecho de acceso, ni la promoción cultural y educativa requieren una empresa de las dimensiones de la actual radiotelevisión pública. Como bien ha dicho el vicepresidente Solbes, los españoles tendrán que elegir si quieren que sus impuestos se dediquen a mantener el empleo en la actual RTVE o a garantizar las pensiones, la sanidad o la educación. Porque olvidan los autores que los recursos son limitados.

Había otro camino posible, pero más comprometido. Privatizar, por concurso público y con todas las garantías procesales necesarias, TVE-1 y convertir La 2 en una televisión dimensionada adecuadamente al logro de unos modestos objetivos de servicio público, definidos con precisión y economía de medios y palabras. Ese es el camino que está siguiendo Europa. Pero probablemente para ello harían falta otra comisión y otros sabios. No más sabios, sino con otros conocimientos y otras deformaciones profesionales. Esa es la responsabilidad del presidente Zapatero. Él los nombró y prometió hacerles caso. Ahora tiene ante sí un problema mayor. Un informe que avala que RTVE siga siendo una máquina de gastar con financiación garantizada en los Presupuestos.