Un ‘Brexit’ más suave y amable

¡Un Brexit duro! ¡Se van a enterar! Ese es el mensaje que recorre la Unión Europea. Es fácil comprender la frustración de la UE con Reino Unido, el enfado por su decisión, tan perjudicial para todos e incluso el deseo apenas disimulado de “castigarlos”. No obstante, este es el momento de ser racionales y no dejarse arrastrar por las emociones.

Es evidente que, tras el Brexit, a la Unión le interesará tener una relación lo más amistosa, abierta y cooperadora posible con Reino Unido, por motivos económicos, estratégicos (incluida la seguridad) y también sociales. No podemos alarmarnos y criticar los vientos proteccionistas que llegan de la Casa Blanca y, al mismo tiempo, no aceptar que nos conviene mantener un mercado abierto y una relación cordial con un país tan importante como Reino Unido, aunque se haya ido de la UE. Y, aparte de los aspectos económicos, Reino Unido debe seguir siendo un firme aliado en la defensa de la democracia liberal ante los ataques actuales.

¿De dónde procede, pues, toda esa belicosidad? Se justifica con dos argumentos. El primero es que no podemos poner en peligro la coherencia del mercado único, y la libre circulación de trabajadores es un elemento indispensable y no negociable de él.

El segundo argumento es que hay que “disuadir a otros”. Si Reino Unido obtiene unas condiciones muy cómodas, quizá otros Estados miembros sientan la tentación de hacer lo mismo.

En mi opinión, el primer argumento se basa en un malentendido y el segundo es contraproducente para la Unión.

Está claro que si Reino Unido deja la UE y rechaza la libre circulación, no podrá participar plenamente en el mercado único. Pero hay que distinguir, las veces que haga falta, entre formar parte del mercado único y tener acceso a él.

Hace muchos años que la UE tiene la política de permitir el acceso al mercado único a socios comerciales de todo el mundo porque es beneficioso para todas las partes. El acuerdo con Canadá es el ejemplo más reciente, pero la Unión tiene numerosos pactos de ese tipo, y todos ellos tienen en común que otorgan el acceso al mercado único no solo sin exigir la libre circulación de trabajadores sino excluyéndola específicamente. Es cierto que la mayoría de los acuerdos se refieren más a bienes que a servicios, pero conceden un amplio acceso. Los pactos tienen sus propios mecanismos para resolver disputas, por lo que no necesitan remitirse al Tribunal Europeo.

La UE debería anunciar unilateralmente que le gustaría un acuerdo que conceda Reino Unido, como mínimo, un acceso al mercado único en condiciones tan favorables como los de otros países. Esa medida, sin comprometer ningún interés europeo, apaciguaría la beligerancia actual, que no favorece un divorcio amistoso, y permitiría que los tecnócratas se encargaran de esos aspectos y los políticos se ocuparan de cuestiones más delicadas como los servicios financieros, los pasaportes y otras.

Asimismo, debería haber una declaración unilateral sobre la voluntad de principio de otorgar la residencia a todos los británicos que vivan en la Unión, con la condición de que sea recíproca: una combinación de magnanimidad e interés.

La estrategia actual de establecer los términos del divorcio (cuánto debe Reino Unido, etcétera) antes de empezar ninguna negociación comercial, en vez de hacer las dos cosas de forma simultánea, recibiría un suspenso en cualquier clase de negociaciones. Es una estrategia condenada al fracaso, porque hace que el interlocutor se sienta chantajeado, impide que haya un “toma y daca” entre las dos vías —con lo que se reducen las posibilidades de buenos resultados—, y los resultados de la primera negociación no son verdaderamente definitivos, puesto que hay que revisarlos después de concluir la segunda. Y, sobre todo, aumenta el peligro de fracaso general, algo que no interesa a nadie.

¿Y qué pasa con el argumento de “disuadir a otros”?

El verdadero daño que ha hecho el Brexit a la Unión ha sido poner mucho más difícil su lenta transformación de ser una comunidad de conveniencia a ser una comunidad de destino. Los Estados miembros son comunidades de destino, incluso los que tienen poblaciones con múltiples nacionalidades. Quizá tienen profundas divisiones sociales y políticas, pero suele darse por sentado que las soluciones surgirán en el marco de la nación y el Estado. Ahora, la táctica del miedo empleada por la campaña del Brexit se ha contagiado a toda Europa y ha hecho que la UE vuelva a ser un proyecto contingente e inacabado, que puede ponerse en duda en cualquier momento, en función de un equilibrio material de costes y beneficios. De manera inconsciente, casi en un reflejo provocado por el pánico, Europa ha emprendido el discurso de “tenemos que proponer proyectos que demuestren a nuestros pueblos que les interesa conservar la Unión”. Aunque encuentren esos proyectos, es una estrategia contraproducente, porque hace depender el futuro de la Unión de esa lógica de costes y beneficios.

¿De verdad queremos que el futuro de la integración europea dependa del apoyo de unos ciudadanos a los que se ha asustado con el ejemplo de Reino Unido y el destino que aguarda a los herejes?

Imaginemos, en cambio, algo impensable, una estrategia que concediera a Reino Unido una posición lo más cómoda posible, quizá incluso un estatus de miembro asociado o algo así.

Si hay algún otro Estado miembro que decide que quiere tener ese mismo estatus, que lo tenga. De todos modos, esos miembros no serían muy útiles en una Unión que necesita medidas audaces y decisivas para arreglar su estructura y sus procesos, en el ámbito fiscal y en el de la gobernanza, entre otros. Para los que se queden, o al menos para la mayoría de ellos, será un momento de reafirmación del compromiso, no de inercia atemorizada, coaccionada, condicionada y resentida.

Para cambiar la atmósfera desagradable y belicosa en la que van a comenzar las negociaciones del Brexit hace falta que alguien ejerza el liderazgo. Y ese alguien no va a salir de Francia, Italia ni Alemania, en cada caso por distintos motivos. De modo que queda España, la niña prodigio actual de Europa. Con un nuevo ministro de Exteriores que es un profesional de su oficio y un momento de relativa estabilidad política y económica, con humildad pero con seguridad y decisión, España puede contribuir a determinar el futuro de Europa. ¡Carpe diem!

Joseph H. H. Weiler es presidente del Instituto Universitario Europeo en Florencia. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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