Los continuos escándalos de corrupción nos abruman, nos aturden. Las actitudes indignadas chocan con un ambiente confuso, resulta difícil recordar quién es quién y quién hizo qué en una maraña de casos judiciales y de noticias a cada cual más asombrosa, protagonizadas a menudo por tipos pintorescos. Que algunas de las principales denuncias hayan sido interpuestas por una especie de mafia que se dedicaba a extorsionar a los denunciados aún emborrona más un fenómeno ya complejo. La rueda no deja de girar, unas fechorías tapan a las anteriores y parece no haber sentido ni fin. Por eso conviene parar un momento y reflexionar sobre la cuestión.
Los escándalos son, para empezar, termómetros de corrientes profundas, indicadores de la enorme extensión que han alcanzado en España las prácticas corruptas. Bajo la superficie late una cultura política clientelar, una manera de relacionarse con el Estado que prima el beneficio particularista, en interés propio y de los amigos o seguidores, frente al general. Sus raíces pueden rastrearse en tiempos anteriores a la revolución liberal y hubo épocas caciquiles en las que el escarnio de las leyes era sistemático y casi inevitable. Pese al evidente desarrollo económico y a los avances europeizadores, la recomendación y el favor siguen impregnando muchas decisiones públicas. Lo cual produce un cierto pesimismo de raigambre noventayochista, entre dolorido y resignado: ese que obliga a exclamar, como los personajes de Forges, “¡qué país!”. Los españoles, se afirma con frecuencia, no tenemos remedio. Como si hubiera una suerte de psicología colectiva castiza, meridional y hasta latina, que nos hermana con otros pueblos condenados a soportar los mismos males.
Pero la mera existencia de esos escándalos también significa que en España hay mecanismos institucionales que procuran que la ley se cumpla, con una justicia que, aunque lentamente, funciona y llega a conclusiones, que castiga e incluso encarcela a algunos culpables. Los escándalos que nos sacuden todos los días implican la existencia de jueces independientes —que se atreven a procesar a una infanta o a un exmandatario autonómico—, de prensa libre y de una opinión pública atenta que no se conforma con la situación. Es decir, confirman que vivimos en democracia, pues en las dictaduras, corruptas por definición, puesto que carecen de garantías, controles y contrapesos equivalentes, sería imposible algo así. Habría que recordar que estos comportamientos reprobables no se dan tan sólo allí donde aparecen escándalos, sino que proliferan en casi todas partes y en numerosos países se mantienen en silencio. Es decir, la acumulación de informaciones escandalosas también admite lecturas positivas.
Además, los escándalos pavimentan a veces el camino del cambio político. Uno de sus efectos más frecuentes consiste en deslegitimar regímenes, sistemas y partidos, no siempre para bien. Se convierten en poderosas cargas explosivas capaces de desarbolar entramados constitucionales y de abrir paso a soluciones populistas e incluso autoritarias. Bastaría con recordar algunos ejemplos históricos para comprobarlo. En España, las diatribas regeneracionistas socavaron el edificio liberal de la Restauración a comienzos del siglo XX y justificaron la aceptación de una dictadura militar; y unos sobornos que hoy serían irrisorios sirvieron para acabar en la Segunda República con el Partido Radical, una fuerza centrista que podía atemperar la escena parlamentaria en vísperas de la Guerra Civil. En la Italia de hace unos años, el derrumbe de la partitocracia condujo a la emergencia de formaciones y complicidades no menos corruptoras, a eso que llamamos berlusconismo. La búsqueda de la pureza a toda costa puede llevar al desastre.
Tras las revelaciones de desmanes gubernamentales asoma de modo insoslayable la lucha por el poder, como demostró entre nosotros el politólogo Fernando Jiménez. Nadie puede evitar que sus rivales hagan públicos y utilicen contra él sus manejos ilegales. Incluso en entornos dictatoriales, los ocasionales casos de corrupción revelan pugnas entre facciones enemigas, como ocurrió bajo el franquismo con el de MATESA, que enfrentó a falangistas y tecnócratas; o en la revolución cultural china con las campañas violentas de los jóvenes guardias rojos que atizaba el propio Mao Zedong contra los responsables locales comunistas, sometidos a escarnio callejero. Los escándalos se erigen, pues, en armas de grueso calibre que los partidos emplean sin rubor, todavía más en una campaña electoral como la que nos vuelve a ocupar estos días, el célebre “y tú más” que, se quiera o no, es consustancial a la competencia política.
Por último, los escándalos constituyen oportunidades para la reforma. La corrupción, se ha dicho muchas veces, no afecta a todos los organismos del Estado en la misma medida, sino que está vinculada a algunos ámbitos concretos. Como las recalificaciones urbanísticas, las actividades sin control de empresas politizadas y las adjudicaciones de obras y servicios públicos, ligadas sobre todo a la financiación de los partidos y a los niveles administrativos municipal y autonómico. No abundan en España, que se sepa, funcionarios en venta o mordidas para agilizar un expediente o evitar una multa; sino más bien servidores públicos dispuestos a cumplir con sus obligaciones a poco que se les proporcionen recursos suficientes y no se haga depender su trabajo de la arbitrariedad política. Localizados los focos de inmoralidad, procede no acumular medidas sin ton ni son, sino diseñar mejores marcos institucionales que, como advierte el economista Carlos Sebastián, impidan el reinado del clientelismo y la consiguiente ineficacia crónica.
Para que esta salida resulte verosímil, quizá la clave fundamental resida en la rendición de cuentas de los gobernantes ante los ciudadanos. Que el ruido no desanime la constante exigencia de responsabilidades, no sólo judiciales, sino también políticas, de modo que a ningún partido le compense mantener estrategias, cargos y candidatos sospechosos. A estos efectos, no parece una buena señal que encabece las encuestas una formación minada por toda clase de corrupciones, empeñada en hacernos creer que su tesorero se enriquecía por su cuenta y alérgica al retiro de sus dirigentes. O que siga en activo la expresidenta de Madrid que amparó una de las redes corruptas más extendidas y descaradas que se han conocido. Sin embargo, hay margen para la esperanza, pues las turbulencias de los últimos años han hecho a los españoles mucho más intolerantes ante la corrupción, que hoy por hoy consideran uno de sus problemas más graves. Llevados al extremo, los escándalos pueden barrer elementos imprescindibles para la convivencia, como la libertad o la división de poderes; pero, combinados con una ciudadanía consciente de sus derechos, también tienen efectos benéficos para el sistema democrático. En estas condiciones, no hay nada como un buen escándalo.
Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.