Un buen Gobierno ¡ya!

El 20-D, tras largos años de crisis, los ciudadanos acudimos a las urnas con la esperanza de regenerar un sistema político enmohecido; con la expectativa de abrir cauces a otras fuerzas políticas para abordar los grandes problemas que en la fase anterior habían venido afectando —y fracturando— a la sociedad y al Estado. Problemas bien conocidos: Cataluña, la recuperación de la confianza en las instituciones y los actores políticos, dar continuidad a la recuperación económica y resarcir en lo posible las consecuencias de la brecha social provocada por la recesión y el desempleo.

Como era de esperar, el resultado se correspondió con el nuevo pluralismo de la sociedad española y con sus ansias de cambio. El ciclo electoral que comenzó con las elecciones europeas, continuó con las locales y autonómicas, las catalanas después y, finalmente, las generales, ha dado lugar en todos los casos a Ayuntamientos o Parlamentos más plurales, con equilibrios múltiples: entre la izquierda y la derecha, entre los separatistas y los unionistas, entre la vieja y la nueva política. El resultado es que no ha habido vencedores claros, ya que todos han quedado por debajo (en ocasiones muy por debajo) de sus previsiones. Singularmente, los partidos tradicionales, el PP y el PSOE, han cedido bastante terreno en favor de los nuevos.

Repitámoslo: Ayuntamientos y Parlamentos más heterogéneos muestran la diversidad de la nación española y ello fuerza a pactos, acuerdos y coaliciones. Las democracias maduras presentan a veces tales resultados. En esta ocasión, no es que no haya alternativa, es que la “preferencia revelada” de los electores ha dicho no a una mayoría absoluta, y sí a pactos y acuerdos. Decir, a estas alturas, que se desea un Gobierno que represente solo a una parte de esos varios empates (un Gobierno para la “desconexión”, un Gobierno “de progreso”, un Gobierno “de ruptura”, un Gobierno “de estabilidad”) implica no haber entendido ese nítido mensaje.

Pues bien, más de dos meses después de las elecciones generales, la ilusión que movilizó a los españoles a la hora de acudir a las urnas se ha tornado en perplejidad, cuando no en impaciencia, por el impasse político. Más que moverse para buscar pactos, algunos de los principales actores políticos parecen aprovechar este interregno para posicionarse con ventaja ante unas próximas elecciones. Desgraciadamente, las fuerzas políticas tienden a dividirse entre aquellos que apuestan por el frentismo y la lógica binaria, y quienes buscan tender puentes para comenzar la inaplazable tarea de alcanzar la investidura y favorecer la gobernabilidad.

Todo este proceso se ha visto oscurecido, además, por la reaparición de nuevos casos graves de corrupción que propician un rebrote del desánimo cívico y hacen más perentoria, si cabe, la necesidad de rehabilitar al sistema institucional como un todo para ahuyentar los fantasmas de los que ya casi nos habíamos visto emancipados. Pero es preciso recordar que, contrariamente a lo que algunos afirman, no estamos ante una nueva Transición porque no hace falta instaurar un nuevo régimen. El objetivo ahora es recuperar el espíritu que animó a aquella para adaptar la vida política del país a las nuevas condiciones de la España del presente. Y ello, entre otras cosas, significa el abandono de las veleidades del discurso binario de las dos Españas que se esconde en ese intento de colocar a un bloque político frente al otro.

Pues si hay algo que ha sido rechazado en las urnas es trazar líneas rojas, y menos cordones sanitarios contra/frente representantes elegidos por el pueblo español, y menos aún cuando estos conforman minorías mayoritarias. Menospreciar otras formaciones cuando representan a millones de votantes es despreciar a millones de españoles. Que haya buena o mala química entre los líderes, que se aprecien o se menosprecien entre ellos, no es lo relevante, su obligación y su trabajo es entenderse.

Urge avanzar, pues, hacia una solución pactada. La alternativa a la falta de entendimiento exigiría la repetición de las elecciones, aumentando con ello la incertidumbre. Primero, por lo que supone toda demora en afrontar un desafío de enorme magnitud como es la decisión del Gobierno catalán de desconectar con España. Problema que hace irrenunciable el mantenimiento de la legalidad, pero también la búsqueda urgente de un nuevo pacto territorial consensuado en todo el país, para que pueda encontrar cabida una Cataluña renovada en una España renovada.

Segundo, por la urgencia de cuestiones que no admiten espera, como es el calendario para la refinanciación de los altos niveles de endeudamiento que nos siguen hipotecando, el ajuste del déficit y otras medidas de carácter económico y social que no está en condiciones de encarar un Gobierno en funciones. Y que la incertidumbre política afecta a la recuperación económica no es ya una hipótesis sino una constatable realidad.

Tercero, porque estaríamos en precario para participar como actor relevante en la actual encrucijada de Europa —crisis de los refugiados, terrorismo yihadista, Brexit—, en plena revisión de sus funciones y políticas. No cabe esperar de Europa la solución a nuestros problemas, y es urgente que cancelemos nuestro ensimismamiento para contribuir a fortalecerla. España, además, está perdiendo posiciones importantes en todo el escenario internacional que un Gobierno en funciones no puede cubrir con toda la energía necesaria.

Cuarto, porque es del todo probable que el resultado de unas nuevas elecciones, a celebrarse ya entrado el verano, no garantice un cambio sustancial en la representación de las distintas fuerzas políticas, sin facilitar tampoco mejores condiciones para un pacto de gobierno. De seguirse las pautas actuales, no conseguiríamos alcanzarlo hasta el próximo otoño.

Y quinto, por las indeseables consecuencias que tendría para el prestigio y la legitimidad de las fuerzas políticas, como un todo, y de la misma reputación internacional de España.

Es perentorio, por tanto, que salgamos de este impasse apelando a la responsabilidad que compete a las distintas formaciones políticas para que faciliten la instauración de un Gobierno. Pero no cualquier Gobierno, sino uno que tenga la capacidad de aunar y sumar voluntades, y no el propósito de seguir abundando en la confrontación.

Es urgente la formación de un buen Gobierno, con la estabilidad y determinación suficiente para abordar las numerosas reformas que demandan la sociedad y la política españolas.

Este artículo lo firman Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política, y José Luis García Delgado, catedrático de Economía, en nombre del Círculo Cívico de Opinión, del que son socios fundadores.

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