Un candelero de Azofar

Las grandes obras literarias se dividen en dos grupos: las que han sido escritas de noche a la luz de un candil y las que han sido escritas de día; las redactadas con muchos medios e instrumentos y las que han sido engendradas en soledad y pobreza. Ante los problemas que la educación plantea hoy, una de las situaciones más complejas y, por ello, más sinuosas a la hora de decidir es la proporción que debe existir entre acción personal por un lado y los instrumentos materiales por otro. Hay que enseñar y educar, hay que trasmitir saberes y suscitar vocaciones, hay que cualificar potencias y hay que forjar personas, en interacción entre lo que desde fuera el profesor ofrece y lo que desde dentro el alumno pone, entre lo que deriva de las instituciones y lo que sólo puede brotar de una ejercitación de la propia libertad. Los protagonistas de la educación son múltiples: la sociedad en medio de la que se nace y crece, las instituciones escolares con los poderes legislativos y ejecutivos que las conforman, las personas que las rigen, los que desde dentro del aula cada día profieren una palabra verdadera o falsa, rigurosa o aproximada. Todos educamos y todos nos educamos unos con otros. Luego queda ese enigma de cada sujeto, al que todo le debe ser ofrecido y que lo puede aprovechar con diligencia o rechazar con menosprecio. A todos esos aspectos hay que atender: ninguno por sí solo es suficiente y entre todos se logra el admirable milagro de que niños y jóvenes se abran al mundo, en un acrecentamiento de inteligencia, decisión y alegría.

Yo sólo me fijo en un aspecto: la proporción que debe existir en la escuela entre persona e instrumento. La cuestión ha vuelto a aparecer ahora ante la oferta del poder político de ofrecer a cada alumno un ordenador desde sus primeros años. ¿Qué necesita un niño al entrar y perdurar durante horas cada día en una clase? Ante todo la presencia personal acogedora y animadora, guía y límite, que encarna primordialmente el profesor y a la que se unen todos los demás compañeros de la clase. Presencia que oscila entre la acentuación de lo paternal y amistoso, lo autoritativo y lo cariñoso, lo que incita y lo que limita. Pero el profesor no lo es todo, ya que él remite a tres realidades objetivas: el alumno en su mundo individual, los conocimientos reales que hay que poner en juego, los instrumentos por medio de los cuales aquellos se trasmiten y descubren, estos se aprenden y ejercitan.

¿Es sustituible el profesor por el ordenador? ¿Puede el profesor prescindir del ordenador? Tales alternativas casi nunca hacen justicia a la complejidad de la realidad. Aquí aparecerán los acentos y preferencias: los que tienden a una educación personalista (la persona no es reducible a ninguna ley general, dicen) y los que tienden a una formación técnica (los hechos, datos, materia y sociedad lo son todo y el sujeto debe acoplarse a ellas, dicen). Tres son las preguntas esenciales: quién trasmite, hace descubrir y nacer en cada alumno los conocimientos; qué conocimientos, valores y esperanzas hay que transmitir; con qué mediaciones técnicas o instrumentales los transmitimos. En este campo nadie puede ser ingenuo y reclamar objetividad absoluta.

Hace años un libro mío llevaba por título: «Memorial para un educador con un epílogo para japoneses», que suscitó broma y sorna entre lectores amigos. ¿Qué hacían allí los japoneses? Eran los tiempos en que se repetía que la escuela había dejado de tener sentido, porque bastaría que a cada ser humano se le diera un transistor, en ciudad o aldea, en fábrica o en montaña. El oyente sólo necesitaba oír, atender y obedecer. El instrumento lo era todo. Pero ¿quién emitiría los mensajes y qué mensajes se emitirían? ¿Desde qué centros de poder, con qué fines y criterios, se enviarían los contenidos a ese hombre así reducido a oyente y obediente, a votante y consumidor? Maravilla era la onda radiofónica que le llegaba ensanchando su mundo y superando su soledad. Pero, ¿a merced de quién quedaba la persona, quién la guiaba para liberarla en gratuidad o para apropiársela en servidumbre? Este posibilidad-peligro se reduplicó cuando se puso un televisor en cada casa o en cada habitación de cada casa.

He ahí la cuestión clave: el instrumento está a merced de quien lo usa, pudiendo acrecentar la capacidad creadora despertando la iniciativa o frenarla y anestesiarla. Por ello a toda oferta de mayor ayuda instrumental tiene que corresponder una mayor ayuda personal. Un ordenador, el acceso a la red, la conexión con todas las bibliotecas del mundo, con todas las cumbres y abismos de la información humana, reclaman una mayor cualificación del sujeto, para que no sea esclavo de su instrumento sino su señor, permaneciendo libre y discerniendo frente a él. Él debe ser siempre soberano de su propia vida, con y sin esos medios técnicos, ya que las cuestiones radicales de la vida humana no son resolubles sólo por instrumentos exteriores sino sobre todo con la luz que reciben desde la inteligencia y libertad interiores. La cultura moderna incita cada vez más a la pasividad, a la recepción obediente y acrítica en todos los órdenes: desde el deporte a la lectura, desde el protagonismo político a la integración eclesial. ¿No nos estamos quedando en receptores pasivos, lenta e inconscientemente dominados? El imperativo de la educación hoy es acrecentar lo personal -y eso es lo difícil- en proporción al acrecentamiento técnico -eso es lo fácil- para que el sujeto sea señor siempre de las cosas y sobre todo de sí mismo, porque la suprema esclavitud es la pasión dominadora.

Muchas de las grandes obras literarias han sido realizadas con medios mínimos. Los ejemplos no son repetibles pero sí deben quedar como ejemplares de la relación entre persona e instrumento. Desde la cárcel de Valladolid el 31 de marzo de 1572 Fray Luis de León pedía a su Padre Prior, «que avise a Ana de Espinosa, monja en el monasterio de Madrigal, que envíe una caja de unos polvos que ella solía hacer y enviarme para mis melancolías y pasiones de corazón, y nunca tuve de ellos más necesidad que agora; y sobre todo que me encomiende a Dios sin cansarse. También proveerá el dicho Padre Prior un candelero de azófar y unas tijeras de despabilar». Con la ayuda de tales polvos y a la luz de ese candil nocturno, en soledad y desamparo, Fray Luis escribió en la prisión algunas de sus obras y poemas inmortales. Candiles de latón, candilejas alimentadas con aceite, candeleros colgados de un clavo en las vigas del techo, que ya no nos alumbran y a los que no podemos volver, porque tenemos otras luminarias y porque nosotros no somos Fray Luis de León ni estamos en la cárcel. Pero, ¿quién ofrece hoy los correspondientes polvos de consuelo, los candiles para iluminar y las tijeras para despabilar el pabilo consumido por la llama nocturna?

Una reforma educativa debe pensar los medios y las personas. ¿Cómo superar las situaciones de abandono de los cursos, la violencia en la clase, la profunda crisis de no pocos profesores de secundaria, la minusvaloración de los estudios, la obsesión por el dinero fácil, la voluntad de triunfo inmediato, la utilización política de la enseñanza? Esas cuestiones reclaman el rigor moral de toda la sociedad, el empeño de los padres, la generosidad de los partidos renunciando a apoderarse de la enseñanza como correa de trasmisión de sus ideologías, los profesores que pongan en juego sus conocimientos técnicos y sus capacidades de ánimo y alumbramiento. Con pocos medios, pero con el empuje personal que nace de dentro y el que llega de fuera, se pueden hacer grandes cosas, mientras que sin ese empeño de vida personal, aun cuando haya muchos instrumentos, -¡sean bienvenidos y dominados todos!- no se lograrán los objetivos de ilustración, liberación y personalización que la escuela está llamada a ofrecer.

Al necesario pacto político debe preceder y acompañar la convergencia moral y la decisión social sobre estos problemas fundamentales.

Olegario González de Cardenal