Un carácter duradero

En 1924 la pareja de sociólogos que formaban Robert y Helen Lynd llegó a una pequeña ciudad del Medio Oeste a la que llamaron Middletown (en realidad, era Muncie, estado de Indiana) para estudiar el lugar. Su obra clásica, Middletown, de 550 páginas, describía a una comunidad abruptamente dividida entre una «clase trabajadora» (los obreros de las fábricas y los jornaleros suponían el 71% de la población) y una «clase empresarial» (los propietarios, directivos y profesionales, que constituían el 29% restante). Esta división, escribieron los Lynd, era la «grieta pendiente» de Middletown e influía sobre el trabajo, sobre el matrimonio, sobre la religión, sobre el ocio; prácticamente sobre todas las cosas.

Ahora, LOS LYND tienen un descendiente provocador en la persona de Charles Murray, del Instituto de Empresa Americano, cuyo nuevo libro Coming Apart: the State of White America, 1960-2010 (Separándonos: el estado de la América blanca 1960-2010) sostiene que las diferencias de clase actuales amenazan la mismísima esencia de EEUU. Por una parte, hay una clase inferior cada vez más numerosa que se caracteriza por no tener un trabajo asegurado, por las familias inestables y por una mayor delincuencia. Por la otra, hay una élite bien educada que ostenta el poder en nuestras organizaciones políticas, económicas y sociales, pero que está cada vez más aislada del resto de Estados Unidos, particularmente de las clases bajas.

Nótese que Murray está describiendo la América blanca. En su tesis principal, omite a los latinos y a los afroamericanos con el objeto de desmentir la idea de que los problemas sociales más graves del país son simplemente consecuencia de la inmigración o del legado de la esclavitud y el racismo, que se resiste a desaparecer. Murray entiende que la evolución de la estructura de clases en EEUU resulta una amenaza en dos sentidos. Primero, es mala para la gente que se ve afectada. La clase baja pierde capacidad de valerse por sí misma y la élite poderosa aparece desconectada del resto. En segundo lugar, las nuevas clases subvierten la cohesión social al debilitar los valores compartidos, lo que Murray llama «las virtudes fundacionales» de América: la laboriosidad, el compromiso matrimonial, la honestidad y la religión.

A diferencia de los Lynd, Murray no personifica su análisis en una ciudad representativa. En su lugar, construye comunidades artificiales a partir de lo que reflejan los estudios socioeconómicos disponibles, que son mucho más amplios que los que había en la época de los Lynd: una compuesta por las clases medias-altas y otra por la clase trabajadora. Luego, de nuevo sirviéndose de los estudios publicados, registra cómo los patrones de comportamiento han cambiado desde 1960. Los individuos de su comunidad de clase media alta tenían que obtener un grado universitario y desempeñar trabajos de gestión o profesiones liberales. Los de la clase obrera no tienen más que la escuela secundaria y son trabajadores manuales o asalariados mal pagados. Desde 1960 han cambiado bastantes cosas, especialmente para los trabajadores manuales. «El matrimonio se ha convertido en la línea divisoria que separa a las clases americanas», escribe Murray. Entre los trabajadores de cuello azul que tienen entre 30 y 49 años, en 1960 se había casado el 84% y en 2010 sólo el 49%. En 1962, el 96% de los niños vivían con sus dos padres biológicos; a la altura de 2004, la proporción había descendido al 37%. Mientras tanto, el porcentaje de familias en las que alguno de sus miembros trabaja al menos 40 horas a la semana ha bajado del 81% en 1960 al 60% en 2008.

Hasta cierto punto, el análisis de Murray parece cierto. «Las madres solteras ahora son mayoría entre las menores de 30 años», titulaba el otro día The New York Times su noticia de portada, confirmando que los nacimientos fuera del matrimonio se concentran entre las mujeres que carecen de título universitario. No puede ser bueno que ser padre sea algo opcional. La ética del trabajo y el amor propio de los hombres se ven menoscabados. Seguro que muchos matrimonios están llenos de problemas y que algunos son hasta destructivos, pero generalmente constituyen un factor de estabilidad en la sociedad y son beneficiosos para los hijos.

De un modo similar, las consecuencias políticas y sociales de la estratificación de clase se antojan evidentes. Los movimientos del Tea Party y Occupy Wall Sreet no son sólo una reacción a la crisis económica. También reflejan un resentimiento contra las élites que parecen demasiado acomodadas y ejercer un excesivo control. Lo que se echa de menos en el relato de Murray es algo de historia. Reconoce que las diferencias de clase no son nuevas, pero afirma que el «grado de separación» que se vive hoy es más exagerado que «ningún otro que la nación haya conocido antes». Esto es dudoso. Leamos Middletown: los contrastes entre las clases empresarial y trabajadora parecen igual de grandes, si no mayores. Nuestro pasado muestra no sólo diferencias de clase sino también odios sociales. El de los blancos conra los negros, el de unos grupos étnicos contra otros, el de los sindicalistas contra los propietarios de las empresas. En comparación con ellas, las tensiones de hoy son más bien suaves.

Murray dice que las creencias y los valores distintivos de América están decayendo. Puede ser. Pero nuestra historia demuestra que los valores sobre los que se edifica nuestra cultura (la fe en la libertad y el individuo, la confianza en nosotros mismos, una moralidad arraigada en la religión) permanecen a pesar de todas las dificultades. Han sobrevivido a las depresiones económicas, a las oleadas de inmigrantes, a las guerras y a los escándalos políticos. Hay una cosa que es el carácter americano y que, aunque no sea inmutable, es duradero. En 2011, sólo el 36% de los estadounidenses creían que «el éxito en la vida viene determinado por fuerzas exteriores», según recoge el informe Pew sobre Actitudes Mundiales. En Francia y Alemania, dieron esta respuesta el 57 y el 72% de los encuestados, respectivamente. Estados Unidos es diferente, aun diría excepcional, y lo más probable es que continúe siéndolo.

Robert J. Samuelson es columnista del 'Washington Post' y de 'Newsweek'.

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