Un castillo de naipes

El gobierno español ha planteado, siquiera sea dialécticamente, su estrategia contra el coronavirus como una campaña militar. En su virtud, se ha encastillado en una fortaleza simbólica y desde ella pretende dirigir, con mando único, la campaña contra el virus. Esto estaría muy bien si no fuera por un pequeño detalle que da al traste con la validez de todo el símil bélico: la tal fortaleza es un castillo de naipes, una construcción artificial que se encuentra en un equilibrio extremadamente frágil, de modo que sus eficacias defensiva y ofensiva se encuentran en entredicho. Veamos por qué.

Este Gobierno es el producto de una tortuosa negociación que se prolongó desde las elecciones del 10 de noviembre hasta la primera semana de enero, cuando Pedro Sánchez fue investido por mayoría simple en las Cortes. Es un Gobierno que reúne peculiaridades que lo hacen único en muchos aspectos, como su tamaño y su heterogeneidad. El número de ministerios es el mayor de todo el período democrático, nada menos que 22, cuando la media desde 1978 ha estado en torno a 15. Ya el anterior Gobierno Sánchez, el que siguió a la moción de censura, tenía 18 carteras ministeriales, número desusadamente alto. ¿A qué obedece este número enorme de ministerios? ¿Asumió el Ejecutivo misiones tan extraordinarias que justificaran esta hipertrofia ministerial? No lo parece: lo que tiene el presente Gobierno son varias carteras palmariamente superfluas, como la de Consumo, materia para la que una dirección general sería más que suficiente, y tres ministerios, de Educación, Universidades e Investigación, campos donde más que planes serios de reforma hay una descoordinación evidente y varias ocurrencias a cual más chusca por parte de sus titulares; a estos tres últimos se añade un Ministerio de Cultura y Deporte, que seguro que no quita el sueño a su titular. En varios gobiernos anteriores, estos cuatro últimos ministerios estaban englobados en uno: Educación, Cultura y Deporte, con lo que el ciudadano obtenía más o menos los mismos servicios que ahora con la cuarta parte del dispendio. Cuenta también este Gobierno con un Ministerio de Igualdad, Guadiana político que aparece y desaparece en los distintos gobiernos sin que se noten mucho sus ausencias. Luego hay dos ministerios de contenido arcano, el que corresponde al flamante vicepresidente segundo (Derechos Sociales y Agenda 2030) y el de Transición Ecológica y Reto Demográfico. No estaría de más que los ministros titulares comparecieran en las Cortes y explicaran sus cometidos. El objeto de la Agenda 2030 debe de ser cavilar cómo podría conseguirse que este Gobierno se mantuviera en el poder 10 años más. Hay tres ministerios tradicionales (Educación, Universidades, y Sanidad) que están casi totalmente desprovistos de agenda, porque sus competencias están cedidas a las Comunidades autónomas y a ellos sólo les queda una vaga misión coordinadora, excepto que la pandemia ha otorgado al de Sanidad un protagonismo del que inicialmente carecía; de eso hablaremos luego. En resumen, un Gobierno hipertrofiado que también bate el récord en materia de vicepresidencias: cuatro, nada menos.

No parece que ni el primero ni el segundo de los gobiernos de Sánchez nacieran con designios que justificaran su gigantismo. Al contrario, ciñéndonos al actual, su heterogeneidad es un firme obstáculo a cualquier visión amplia, porque los objetivos de sus componentes y aliados son demasiado dispares como para suscitar ambiciosos objetivos comunes. Y es este factor de heterogeneidad, esta naturaleza frankensteiniana, la que explica su tamaño desproporcionado: Sánchez ha tenido que crear un número exagerado de ministerios para ofrecer puestos y cargos que contenten a los distintos miembros de la abigarrada coalición que lo integra. Es el precio que ha (hemos) pagado para mantener unida esta disforme coalición de socialistas, comunistas, separatistas y ex terroristas que lo forman o sostienen. Aparece así un conjunto de intereses contrapuestos que se equilibran y contrarrestan unos a otros por medio de un complejo entramado de concesiones que forman lo que en economía se conoce como un óptimo paretiano (que en este caso sería más bien un pésimo): cualquier cambio perjudica a alguien y deshace el delicado balance de intereses. Este Gobierno es una combinación de afanes en equilibrio inestable, una suerte de castillo de naipes. Si se mueve una carta, todo se viene abajo.

Así se explica la rigidez sorprendente de este equipo, su incapacidad para adaptarse bien a una situación imprevista de la magnitud de esta pandemia. La razón es clara: un Gobierno tan abigarrado y complejo tarda mucho en tomar decisiones, y para hacer frente con éxito a la pandemia la celeridad y la decisión han sido cruciales en otros países. Aquí, mientras el poderoso lobby feminista imponía un ciego optimismo con vistas a la malhadada manifestación del 8-M, el separatismo catalán también olvidaba la amenaza del virus y fomentaba el absurdo viaje a Perpiñán de 1 de marzo para vitorear a Puigdemont; el contingente de Igualada, ya se sabe, fue especialmente numeroso. La triste consecuencia fue que Madrid y Cataluña ostentaran las mayores tasas de contagio y de muertes. Es cierto que otras entidades también cometieron imprudencias fatales en esos días, por las cuales alguna pidió perdón. Pero es que en materia de salud pública el Gobierno tiene la responsabilidad última y la obligación de tomar medidas, de dar ejemplo y de marcar pautas; no vale escudarse en que otros le imitaron. Y aún esperamos una muestra de contrición por parte de los responsables de aquellas imprudencias con resultado de muertes.

Pero no paran ahí los problemas constitutivos del Gabinete Sánchez. Es bien sabido que la ejecutoria del Ministerio de Sanidad ha sido, y sigue siendo, desastrosa. No es sorprendente, dado el triste currículum del ministro Illa, y quizá toda la culpa no sea suya, sino más bien de quien le mantiene en un puesto que le viene muy grande. Cierto que no es requisito indispensable para ser ministro de Sanidad profesar la medicina, pero sí conviene al menos estar familiarizado con el sector, aprendizaje que a Illa parece estar llevándole mucho tiempo. Ante su incapacidad (llamémosle así caritativamente) para procurar el material indispensable al personal sanitario (con un alto coste en salud y vidas humanas) y para procurar un sistema de tests que permitiera la detección de casos, y la confección de un mapa fiable de la distribución del virus en España que hiciera posible una política de prevención racional en lugar de los palos de ciego a que nos somete el Gobierno, hubiera sido lógico y encomiable que él dimitiera para dar paso a alguien más capacitado. O quizá un simple reajuste ministerial hubiera bastado. Pero no se ha hecho. ¿Por qué? Porque el más mínimo cambio hubiera hecho venirse abajo el tambaleante tingladillo político, y el reajuste se hubiera convertido en una crisis ministerial de imprevisibles consecuencias. De modo que, por inepto que resulte, tenemos Illa para rato.

Las secuelas de su permanencia no son poca cosa. Por un lado, el coste en vidas humanas. España es uno de los países del mundo con mayor proporción de muertos debidos a la pandemia por habitante (las cifras muy posiblemente están infravaloradas) y el primero en contagios de personal sanitario. Por otro lado, el sistema de palos de ciego que el Gobierno nos atiza está prolongando más de lo necesario el régimen de confinamiento, lo cual está teniendo un coste económico desmedido que nos va a obligar a endeudarnos en cifras astronómicas, con lo que estamos hipotecando nuestro futuro y el de las próximas generaciones. Estas son las terribles consecuencias de entrar en la guerra contra el virus utilizando como baluarte un castillo de naipes.

No tenía por qué haber sido así. Los resultados de las pasadas elecciones hubieran permitido organizar un Gobierno de concentración liderado por el PSOE y contando con la colaboración del PP y Ciudadanos, que hubiera reunido una cómoda mayoría de 218 escaños y hubiera permitido hacer frente a la pandemia de manera infinitamente más eficaz que la tosca cuarentena a la que seguimos sometidos los españoles. Es de esperar que algún día Sánchez, ya por fin retirado, cuente a quien le escriba sus Memorias por qué prefirió Frankenstein y el caos a la Constitución y la eficacia.

Gabriel Tortella es economista e historiador; agradece a Clara Eugenia Núñez y a Roberto Muñoz Bolaños sus comentarios, pero asume toda la responsabilidad por los posibles defectos de este artículo.

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