Un chavista en la Corte del Rey Felipe

El Gobierno social comunista del (todavía) Reino de España nos obsequia, día sí y día también, con un exabrupto aún mayor contra el Estado de derecho y la calidad democrática de nuestro país. Se ha instalado la idea del todo vale para perpetuarse en el poder, sin importar el deterioro que se cause al prestigio nacional y a las instituciones.

No les basta con dar carta de naturaleza a quien se aferra a la presidencia de la Generalidad catalana, pese a haber sido condenado e inhabilitado por los tribunales, al tiempo que le niegan el pan y la sal al legítimo presidente encargado de Venezuela. No les basta con pasar por alto las prohibiciones impuestas por la Unión Europea a Delcy Rodríguez, responsable de violaciones de los derechos humanos y mano derecha del sátrapa Maduro, permitiendo su presencia durante varias horas en el aeropuerto de Madrid e implicando en el desafuero a tres ministros. No les basta con que el actor principal del suceso, el ministro de Transporte, ofreciese, a cada minuto, una versión contradictoria con la anterior, emulando a su jefe de filas en el vicio del embuste. ¿Recuerdan aquel mantra socialista –esgrimido por Rubalcaba– de que «los españoles merecen un Gobierno que no les mienta, un Gobierno que les diga siempre la verdad»?

No les basta con promover una reforma del Código Penal, a medida de los delincuentes secesionistas catalanes, para enmendar al Tribunal Supremo de España y eludir la impopularidad y el coste político de un indulto. Toda una artimaña legal, con la apariencia de una insidiosa desviación de poder.

En esta deriva tan poco edificante, el Gobierno se ha venido arriba. Se ha propuesto asaltar todos los resortes de la Justicia y someterlos a su particular conveniencia partidista. Para implementar esta hoja de ruta se deshicieron de Edmundo Bal, jefe del departamento penal de la Abogacía General del Estado, por no plegarse a venializar el relato y la tipificación de los gravísimos hechos juzgados en el conocido como juicio del procés y así contemporizar con los separatistas. Ya adecuadamente embridada, la Abogacía del Estado pasó a ser la Abogacía de lo que interese al presidente Sánchez. Muy pronto mostró esa sintonía al respaldar la salida de prisión del sedicioso y malversador Junqueras para ejercer como eurodiputado; precisamente, este era el gesto que ERC había reclamado a Pedro Sánchez para allanar su nueva investidura como presidente del Gobierno.

Aquellos envites los resistió la Fiscalía. Al frente estaba, como fiscal general, María José Segarra. Su profesionalidad y buen hacer impidió que, pese al asedio, cayese postrado a los pies del ejecutivo uno de los baluartes que habían contribuido –junto con los jueces y las fuerzas de seguridad– a mantener en pie la dignidad del Estado de derecho. Pero esa autonomía de criterio y falta de permeabilidad a intereses partidistas la convirtieron en insoportable, y prescindible, para un gobierno cesarista. Había que sustituirla por alguien que estuviera firmemente vinculado y comprometido con la causa del Gobierno; alguien de confianza, que atase en corto a esos molestos fiscales que defendieron la legalidad y no quisieron mancharse las togas supeditando mansamente su actuación a los particulares intereses señalados desde el Ejecutivo.

El presidente encontró a la persona indicada: la ex ministra Dolores Delgado. Méritos no le faltan. Constan en su brillante hoja de servicios las tres reprobaciones en tiempo récord de las que fue objeto en el Congreso de los Diputados y en el Senado. Y sus conversaciones de sobremesa con Villarejo son ya archiconocidas. Entre ellas, las bochornosas alusiones homófobas al entonces juez Marlaska, a quien calificó literalmente como «maricón»; o el ensalzamiento de los servicios de espionaje montados por el ex comisario para obtener «información vaginal» de políticos y empresarios a través de una red de prostitución de mujeres, a la que Dolores Delgado vaticinó un «¡éxito asegurado!».

Pablo Iglesias, actual vicepresidente del Gobierno, llegó a decir entonces que «quien se reúne de manera afable con las cloacas debe alejarse de la vida política». Exigió la dimisión de la ministra y ahora acepta sumiso su acceso al cargo de fiscal general del Estado. Menudo sapo se ha tragado don Pablo.

Las apariencias, en este caso, juegan en contra de la ex ministra de Sánchez. No resulta presentable que la mandamás de la Fiscalía General del Estado se haya involucrado hasta los tuétanos en la defensa del programa político del presidente que la apadrina. La ya ex ministra adoptó una posición activa y beligerante en el logro de los objetivos políticos marcados, precisamente en Justicia, por el presidente Sánchez. Su imagen está indisolublemente asociada a su mentor y contaminada por un marcado sesgo partidista. En suma, su falta de idoneidad para el cargo –que la mayoría del Consejo General del Poder Judicial, merced a la intercesión de su presidente, eludió evaluar– resulta manifiesta.

Con esta maniobra, Sánchez no ha perdido una ministra, sino que ha creado, de forma encubierta, el Ministerio para la Desjudicialización de la Política, dirigido desde la Fiscalía. Sintagma eufemístico, el de «desjudicializar la política», que esconde una suerte de inaceptable impunidad para que unos elegidos puedan actuar al margen del derecho.

Ahora toca domeñar a la carrera judicial. Ya en la sesión de investidura, el hoy vicepresidente no perdió la oportunidad de lanzar una andanada contra los jueces, poniéndolos en la diana: «togados de ideología reaccionaria», dijo. El Gobierno se pertrecha para asaltar el Consejo General del Poder Judicial. Exige su inmediata renovación, lo cual, en román paladino, significa que están impacientes por colocar sus camisetas rojas y moradas a un buen número de vocales. Al fin y al cabo, son teléfonos a los que llamar en caso de necesidad. Bien claro lo dejó aquel wasap que Cosidó envió a su bancada: la finalidad del reparto de sillones es «controlar» a los jueces desde la puerta de atrás.

Pues bien, la renovación del Consejo es necesaria, pero aún lo es más la regeneración del sistema de elección de los vocales judiciales. Hay dos fórmulas en liza para elegir a los 12 vocales del turno judicial. Una de ellas, la vigente, permite la escandalosa colonización del Consejo por los partidos. Es el sistema de elección partitocrática, concebido por las instituciones europeas como un riesgo de corrupción. La otra fórmula es la elección democrática por todos los jueces (un juez/un voto). ¿Qué hay más democrático que los gobernados (jueces) elijan al menos a doce de sus gobernantes?

URGE renovar el CGPJ, sí; pero es más urgente desmantelar el control político que lo atenaza. Renovación tras su regeneración, esa es la cuestión. Aceptar la decadente elección partitocrática de todos los vocales nos llevaría a perpetuar, al menos durante cinco años más, un sistema ligado al riesgo de corrupción, denostado por el Consejo de Europa, por el Grupo de Estados contra la Corrupción, por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en su sentencia de 6 de noviembre de 2018 contra Portugal y por el propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea en su sentencia de 19 de noviembre de 2019 frente a Polonia.

La complicidad con el sistema actual no es la solución. No hay que dar más oxígeno a un sistema que ya mismo debe expirar. La batalla será cruenta; los reproches, altisonantes; las presiones, de calado. Pero la calidad democrática del sistema reclama ponerse manos a la obra y trabajar desde hoy mismo en la reforma de la LOPJ para acomodar la renovación del Consejo General del Poder Judicial a los vientos de regeneración democrática que nos insuflan desde Europa.

El Partido Popular y Ciudadanos impulsaron en diciembre de 2018 una reforma de buena factura que devolvía a los jueces el derecho a elegir democráticamente a doce de sus gobernantes: los vocales del turno judicial; derecho que les fue hurtado por una mayoría parlamentaria socialista en 1985. Aquella reforma pasó el filtro del Senado, pero se estrelló en el Congreso contra los votos de quienes nunca han ocultado su voracidad por acaparar el control del poder judicial. Hay que recuperar esa iniciativa y sumar a los partidos que crean en el equilibrio de poderes como garantía del Estado de derecho, partidos que estén dispuestos a dejar de meterle descaradamente mano a la Justicia.

El caudillo bolivariano Hugo Chávez, en una de sus populistas alocuciones, dijo: «El tiempo es propicio para que todos los poderes, liberados del lastre de su división –como consecuencia de una nefasta herencia que debemos superar más temprano que tarde– trabajen coordinadamente como lo exige el constitucionalismo popular que toma forma en Venezuela y en nuestra América».

Para este siniestro personaje, mentor intelectual de altos cargos en el actual Gobierno de España, la división de poderes es un «lastre» del que hay que «liberarse»; es una «nefasta» herencia que hay que «superar». Y ¿cómo se supera?, pues trabajando «coordinadamente». Todos al servicio del poder único, del caudillo, del líder.

Mucho cuidado con quienes pretenden implantar este caudillaje involucionista en España y vendernos esta mercancía liberticida, caduca y regresiva.

L. Alfredo de Diego Díez es magistrado, doctor en Derecho y profesor de Derecho Procesal en la Universidad Pablo de Olavide (Sevilla). Es autor de ¡Al abordaje! Asalto a la justicia.

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