Un Ciro Bayo por dos euros

Una de las ventajas que tiene llegar con adelanto a los almuerzos es la de permitirte hacer tiempo buscando alguna librería cercana. Bajaba por Verdi, una de las calles con más encanto de Barcelona, y me detuve en Taifa, que es bastante más que una librería al uso, y donde cada vez que entro hago una leve reverencia en honor al hombre que la creó, José Batlló. Sin él – aún vivo, enfermo y olvidado– es imposible entender la poesía española de posguerra. Quien no tenga en su casa una docena de libros de su colección El Bardo desconocerá nuestra mejor poesía de los nada poéticos años del cólera

Y allí, en Taifa, en hileras arregladas sobre una tabla con borriquetas, bajo el letrero “2 euros”, estaba Ciro Bayo. Y nada menos que su obra maestra, Lazarillo español, uno de los libros más hermosos de la literatura castellana de la primera mitad del siglo XX. La verdad es que esta segunda edición (1920) tiene un detalle que merece la pena comentar para entender el mundo que vivimos, y desde hace mucho tiempo. Cuando se publicó en 1911, llevaba un subtítulo que decía “Guía de vagos en tierras de España por un peregrino industrioso”. Como la Real Academia de la Lengua le concedió el premio Fanstenrath, en la siguiente edición no osaron poner junto a la “Guía de vagos en tierras de España…” lo de “Premiado por la Real Academia”. ¡Qué dirían aquellos señores! Y así se quedó. Lazarillo español, a secas.

Dos euros. Lo compré para regalárselo al joven periodista con el que había quedado a almorzar, buen lector, pero que como es lógico no tenía ni idea de quién era Ciro Bayo. ¿Por qué iba a saberlo? Como desconozco si existe la asignatura de Literatura española en el bachillerato actual y dudo mucho que tamaña singularidad esté incluida en ¡Ciencias de la Información!, y aún sería mayor mi perplejidad de saber que alguno de sus profesores tenga idea de quién fue Ciro Bayo, ahora que han descubierto a Chaves Nogales que les sirve igual para un cosido que para un zurcido, ¿cómo demonios me arrogo la presentación de Don Ciro Bayo y Segurola? Fue un escritor, no un periodista, y esto marca una distancia que en este momento no podría explicar sin salirme del guión.

Ciro Bayo plantea uno de los dilemas más fascinantes de la literatura. ¿Se escribe a partir de una intensa vida, ya sea interior o aventurera? ¿O agarramos la pluma y hacemos novelas, antaño de la serie negra, hoy de tipo histórico? ¿A qué viene ese furor historicista que les da a los periodistas cuando se hacen mayores, o ciertos abogados aburridos del bufete o a los historiadores exhibicionistas, por volcarse en novelas históricas que no leería yo ni por prescripción facultativa?

Ciro Bayo, como todo escritor de viajes, era un mentiroso circunstancial, leve. Si detesto sin paliativos los libros de paseos por el mundo de Bruce Chatwin quizá sea porque parecen escritos para sus amigos londinenses, y me repugna esa impostura con armario victoriano. No es el caso de Ciro Bayo. No escribió literatura de viajes hasta que llegó a los 40, ¡pero qué 40 años! Cuando se sentó en Madrid, hacia 1900, ya cascadito, sabía de lo que hablaba, había leído mucho y viajado aún más. Aunque nació en Madrid estudió en las Escuelas Pías de Mataró, y quería hacer Medicina en Barcelona, pero le tentó la Guerra Carlista y se propuso incorporarse con los liberales, que le parecían los suyos. Como tenía 16 años no le quisieron, y entonces se fue con los carlistas. Hace Derecho en Barcelona, pasa el expediente a Valencia y luego a Madrid, pero no termina. Él quiere vivir.

Buenos Aires, 1889. Y luego toda la aventura americana. La Pampa argentina, donde él enseña a los niños “los palotes” y ellos cómo cabalgar. ¡Desde la pampeana “estancia de Tapalqué” se propone llegar a Chicago (EE.UU.) donde se va a celebrar la Exposición Universal de 1892! A caballo y con su inconfundible sombrero “bombito”, alto de copa y corto de alas. Por Jujuy hasta Bolivia, quien no lo conoce ni lo ha leído no se imagina lo es que es eso.

En Bolivia se quedará. Hay que imaginarlo en su caballo, un tipo alto, delgado, con su bombito y un cartel que decía “Viajero en caballo a la Exposición de Chicago”. Se paró en Sucre; decía que le habían tratado tan bien, que se quedó. La verdad es que no tenía un duro y montó una escuela con un clérigo catalán que andaba por allá. Luego Santa Cruz –con sus mujeres, que le encandilan tanto como el castellano que hablan– , Cochabamba, el río Beni arriba y abajo, el Amazonas, escapadas a Perú y Brasil, los indígenas –algunos buena gente, otros menos–; el tráfico del caucho, de la hoja de coca –tan eficaz frente al hambre– las armas, los animales, las piedras… Aseguraba que la carne humana tiene un sabor similar a la de cerdo. ¡Como para sorprenderse!

Volvió a España en 1900 e imagínense si sería buen tipo que hasta Pío Baroja habló bien de él. Se puso a escribir en unas condiciones económicas terribles. Partía de su memoria, de los innumerables cuadernos guardados en una casa, mejor sería decir una buhardilla en el Callejón del Gato. Detestaba a los literatos profesionales; vivía en su mundo de tipo singular, íntegro, discreto, y así fue elaborando una docena de libros de éxito escaso. Desde la crónicas de viajes sudamericanos hasta la Higiene sexual del casado (1913), y también la “del soltero”, un poco más picante.

En el 2004, el editor Pepe Esteban republicó El peregrino en Indias de Ciro Bayo, una especie de Emilio Salgari de verdad, que no creo consiguiera ni una reseña periodística. (Nuestro mundo cultural es tan alucinante que el diario de mayor audiencia en España publicaba la semana pasada en primera página el anuncio de la aparición estelar de una novela sobre Luis Buñuel que escribió Max Aub. ¡Lleva editada más de veinte años, no es una novela y no llegó a escribirla Max Aub!)

Unamuno tuvo a Ciro Bayo en gran admiración y hay una curiosa correspondencia, publicada en 1996, de la que están ausentes las respuestas de Don Miguel. El destino de buena parte de los papeles de Unamuno constituye un secreto que sus innumerables hijos se llevaron a la tumba. Compartían ambos, Unamuno y Bayo, la pasión por la literatura y el mundo hispanoamericano, poco frecuente en los círculos madrileños que miraban a su Roma particular, París. Azaña fue un prototipo. Pero, fuera del mundo hispanoamericano, Ciro Bayo escribiría un par de libros de viajes españoles. El mejor es Lazarillo español, ese diamante que me costó dos euros. ¿Qué vale el menesteroso Viaje a la Alcarria de Camilo José Cela, lectura obligada de tanto estudiante, que odiará toda la vida eso que se decía “literatura”?

Camilo José Cela conocía la obra de Ciro Bayo, hay muchos parecidos en los dos libros, pero mientras uno es un relato de viajes que aspira a ser literatura, el otro es una serie de artículos alimenticios que vendió al semanario ferozmente franquista El Español, para luego publicarlo en libro, y meterlo de rondón entre la prosa más eficaz de su época. Sabía mucho Cela, no cabe el menosprecio, pero Viaje a la Alcarria es un ganapán periodístico luego convertido en libro. Una comparación de estilos, lenguaje y vigor narrativo resultaría demoledor para Don Camilo. Ciro Bayo cuenta el viaje de un vagabundo desde Madrid a Barcelona, pero pasando por el sur, por Sevilla y la costa malagueña y levantina; pocas ciudades y muchos pueblos, y un talento especial para describir paisajes y paisanajes; convertir en aventura lo sencillo, y transformar en natural lo insólito.

Ciro Bayo murió a los 80 años metido en una especie de asilo para escritores sin un duro en el que llevaba desde 1927. La institución se llamaba, para mayor sarcasmo, Instituto Cervantes. ¡Qué ironías da la historia! Hoy el Instituto Cervantes sirve para todo lo contrario. Murió en el hospital por un síndrome diabético en fecha tan poco memorable como 13 de julio de 1939. Apenas tres meses del fin de la Guerra Civil.

Gregorio Morán

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