Cuando le preguntaron a Borges si no sentía nostalgia de la literatura épica, sonrió y con un gesto amable e irónico le respondió a su entrevistador que la épica seguía viva gracias al western: «El western es la épica de este siglo». Como la épica de los griegos, como la épica del western norteamericano, la picaresca es una de las grandes aportaciones de la literatura española al monumental catálogo de las letras occidentales, incluso, más allá de los Urales, y su correspondencia cinematográfica; su influencia y proyección llega a otras literaturas, como la china o la japonesa, donde encontramos ecos de la creación española. Así, la picaresca es una soberbia estética de la sobrevivencia, un desaire al destino, un guiño estético a la lástima, una ética de la mentira y el engaño con un fin noble: escapar de la miseria, regatear minutos a la podredumbre, despertar la imaginación hasta encontrar un trozo de pan, un vaso de vino, una cama sin chinches. La picaresca española surge, paradojas de la historia y del suelo patrio, cuando España alcanza su mayor poderío cultural, político, militar y religioso. En sus dominios no se pone el sol, pero en los de Lázaro de Alba de Tormes el mismo sol no sale nunca. La cuestión es bien simple, como en el Oeste, aquí no hay otra ley que llegar a mañana; la vida es engañar a un ciego para poder beber y comer; distraer a un sacristán para conseguir una hogaza de pan o descubrir, apesadumbrado, lo que es la hidalguía española: unos muertos de hambre con ínfulas de señores. Todo se prolonga intacto hasta Galdós. Es la literatura del hambre. El hambre aparece como una constante en esos personajes rotos y erráticos. Es la marca indeleble de una estética, una manera, trágica, y cómica, de estar en el mundo. Otra vez, la farsa de la imperial España, en el sórdido franquismo, recuperó la figura del pícaro, pero esta vez, desventurado, el canalla de antaño es ahora una víctima más del lamentable y trágico curso de la historia. Ahora no son lázaros, ni buscones, sino españoles mondos y lirondos, trabajadores, empleados, profesionales enredados en la madeja sin fin de una realidad cruel, anónima, miserable y anómala.
Berlanga hizo con su cine algo parecido, respecto a la picaresca, que lo que sugería Borges para el westerny la épica, recuperar un género literario para el cine. En su caso, un género surgido en la España del siglo XVI. Un género literario duro, cruel con sus personajes, áspero, triste y risueño. De un humor tan negro que pareciera congelarse la sonrisa. Berlanga creó un estilo cinematográfico de la tradición picaresca, pero introdujo la melancolía y el cariño cervantino a esos seres desamparados y entrañables que viven, entran y salen, en sus películas; de manera especial en sus obras mayores: «Bienvenido Mr. Marshall», «Plácido», «El verdugo», «Calabuig». La España de Fernando de Rojas, del autor anónimo —¿Alfonso de Valdés?— del «Lazarillo», del «Buscón» de Quevedo, del «Rinconete y Cortadillo» cervantino, de las pinturas negras de Goya, de los hambrientos galdosianos que deambulan por el Madrid de la Restauración, de los bohemios que no se lavan las manos (Alejandro Sawa) después de haber dado la mano a Verlaine en París, de la fantasmagoría tenebrosa de Darío de Regoyos, del carnaval y la mascarada negra de Solana, de los errabundos personajes barojianos, de los espejos cóncavos y convexos del Callejón del Gato del esperpento valleinclanesco, de la literatura anómala de Ramón Gómez de la Serna —bien aprendió Berlanga esta sentencia ramoniana: «En la vida hay que ser un poco tonto, porque si no lo son sólo los demás y no te dejan nada»—, del equívoco y genial desparpajo de los Jardiel, Tono, Mihura y Mingote, del cine de Edgar Neville. La huella del extraordinario autor de «La vida en un hilo» (1945), el Lubitscht en español, es constante y advertida en la filmografía berlanguiana; pero está también en los guiones de dos colaboradores habituales de Berlanga, Rafael Azcona y Pedro Beltrán, y está en el mejor Fernán-Gómez, como director, «El extraño viaje» (1964). Una tradición que está en la mirada de la benevolencia hacia los personajes y está en el humor sin crueldad hacia los más desgraciados. Sí, cada qué y cada quién ahí están presentes: la picaresca, la «otra Generación del 27» (López Rubio), el gran Neville, la sórdida realidad española, las bromas benévolas y la crítica salvaje, todo es presentado, destilado, estilizado, en cuidadísimas imágenes. En el cine de Berlanga, todo ello es original y diverso, pero con una variante personal, formidable; una variación sensible y cercana: el cariño hacia ese centón de personajes, la mirada alegre y escéptica ante una realidad española, al tiempo, sombría, miserablemente sombría y confiada. La idea excluyente y calamitosa del dictador Franco respecto a España queda reflejada en la anécdota de la que fue protagonista el propio Berlanga. En Consejo de Ministros se criticó y condenó a Berlanga, tras el estreno de «Bienvenido Mr.Marshall». Cada ministro pugnaba por decir lo más fuerte: «Berlanga, excelencia, es un comunista», «Berlanga es un anarquista», hasta que Franco mandó callar y habló: «Berlanga es mucho peor que eso, es un mal español». A Berlanga le divertía mucho la escena y la condena, que se la contó un ministro que había pretendido un «cameo» en una de sus películas. Por eso, quizá, mostró, como nadie, la España real, filmó el retrato conciso, abierto, plural, desengañado, tan profundamente cervantino, que tan poco casaba a Franco con su idea de España; la de Berlanga era una España tan real, fijada, para siempre, en cada escena, en cada guión, en cada primer plano, en cada nota de vida, en cada paisaje, en cada lástima que hoy, mañana, el paso del tiempo no hará sino engrandecer sus fotogramas.
Berlanga no se recrea en la miseria moral de los personajes (como sí gustan Quevedo o Cela), sino que, a la manera cervantina, son las condiciones creadas por los poderosos —y en cualquier época siempre encontraremos el mismo modelo— las miserables; los personajes son las víctimas. Los bienintencionados habitantes de Villar del Río, un noble pueblo castellano disfrazado de andaluz, que piden a los americanos lo que de niños habrían pedido a los Reyes Magos; el hidalgo que evoca el pasado imperial en la penumbra hambrienta de un pueblo perdido en la historia; el buen padre del motocarro que el día de Nochebuena le cumple una letra y remueve Roma con Santiago para pagarla, mientras su mujer atiende los baños públicos y espera al marido para celebrar la Nochebuena, entre los hedores nauseabundos de los retretes y con un bebé en los brazos; el verdugo jubilado que espera un piso del Estado en Moralataz; el guardia civil, jefe del puesto, que advierte a los detenidos del cuartelillo, cuando les permite salir a pasear al atardecer, que si llegan tarde no entran en la celda; la maestra que se embelesa con el glamour de Hollywood; el alcalde que sueña con el Lejano Oeste; el párroco que se ve perseguido por los protestantes; el campesino que sueña cómo desde el cielo le cae un tractor, y el fotógrafo, Quintanilla, con las artistas que vienen de Madrid, y ese cura, qué cura, que en «La escopeta nacional» pronuncia una de las frases más desternillantes del cine español: «Lo que yo he unido en la tierra no lo separa ni Dios en el cielo». Unido queda en un matrimonio irreverente —no podía ser de otra manera— formado por Luis García Berlanga y las futuras generaciones de espectadores. Como el «Lazarillo», más que un clásico, un clásico contemporáneo, porque descubrió, como Paolo Fabri, que «es muy difícil ser contemporáneos de nuestro presente». Berlanga no solo lo fue; lo creó y lo filmó.
Fernando R. Lafuente, subdirector de ABC.