Un compromiso nacional

Pueden ir cayendo medidas sobre medidas y recortes sobre recortes, quejas y lamentos a los jerarcas europeos, las gentes se amotinarán en las calles y las cuentas seguirán sin salir. No tenemos un problema, somos un problema; España es hoy el problema de una Europa sin norte ni siquiera horizonte cierto. Nuestras instituciones y las de la Unión no muestran el pulso suficiente como para enfrentarlo con éxito. Y el conjunto de la sociedad española parece adormecida tras la borrachera de días de vino y rosas, bajo el peso apenas soportable de la elefantiasis que aqueja al aparato estatal y de una corrupción que paraliza el sistema.

Este país salió adelante hace treinta y cinco años, una generación, porque los protagonistas de aquel empeño buscaron los factores comunes sobre los que poder instalar una democracia reconocible por todos. Hallaron los suficientes como para cambiar la naturaleza del Estado pero a la hora de ensamblarlos renunciaron a la claridad en el ara del consenso. La virtualidad de lo pactado, la Constitución de la Concordia como fue calificada, quedaba a expensas de la buena voluntad y entendimiento de los futuros responsables sociales y políticos. Los hechos posteriores demuestran que aquella calculada ambigüedad fue un error; dio de sí lo que duró la apuesta en común por el invento. La generosidad que presidió el espíritu constituyente dejó paso a la dinámica de los intereses regionales y partidarios. Treinta años después, los resultados, nuestras vergüenzas, están a la vista del mundo entero.

Llegar hoy hasta la almendra del problema vuelve a requerir un liderazgo fuerte, indispensable para concertar una política de compromiso nacional. Y también pulso de cirujano. La operación está rodeada de riesgos, tantos como malformaciones han ido brotando durante las tres décadas últimas en torno a la estructura de un Estado consolidado sin los precisos estudios de detalle y en el que lo nuevo nació antes de que lo viejo acabara de morir. Un compromiso nacional para asumir que la Nación es anterior al Estado hoy es esencial; que los intereses generales de los españoles están por encima de los particulares que defienden clases sociales, partidos, comunidades autónomas y demás organizaciones, desde los sindicatos hasta las iglesias. Atender más al diseño del Estado que a la salvaguarda de la Nación fue un error de la transición. La idea de España estaba lastrada por demasiadas adherencias beligerantes propias del régimen anterior. Limpiar sus símbolos de aquella retórica no bastó para consolidar la conciencia de patria común sobre los afanes identitarios de algunos españoles.

Compromiso nacional significa una decidida puesta en común de las capacidades de análisis, de diagnóstico y de movilización del país para alcanzar las metas compartidas. Una política de compromiso nacional requiere orillar cuestiones hoy accesorias, como el asalto al poder o la resistencia a compartirlo, para centrar las energías en lo fundamental: en preservar su fortaleza e independencia; en consolidar un poder garante de las libertades y justicia, el poder dirigir nuestros propios destinos.

El común no sale de su asombro, los expertos tampoco, viendo cómo arrecia el temporal sobre sus intereses. Los españoles sienten que apenas queda en sus bolsillos algo por exprimir. Imaginan extraños especuladores de mercados secundarios jugando a la ruleta rusa sobre sus cabezas. Pero también asisten atónitos al despilfarro de las administraciones públicas: los millares de empresas auxiliares en pérdidas que las autonomías se resisten a cerrar, las embajadillas en otros países, la duplicación de funcionarios e instalaciones en servicios transferidos desde la administración central, los millares de asesores y demás personal contratado, etcétera. Y se preguntan si con todo esto encima alguien podrá fiarse de nuestro compromiso para saldar deudas, las pasadas, las corrientes y las futuras.

Una política de compromiso nacional ha de replantearse la viabilidad del sistema autonómico tras su ejercicio en los últimos decenios. Las disfunciones no son privativas de los nacionalismos; los gobiernos regionalistas no van a la zaga. La perversión está en el propio modelo de puertas abiertas, utilizadas siempre en una misma dirección: el vaciamiento de la Administración general del Estado, cuya secular estructura se replica sin rubor y con poco provecho en las 17 comunidades autónomas.

El compromiso nacional preciso para embridar este caballo desbocado capaz de anular cualquier propósito nacional tendría que comenzar por una reflexión de los agentes políticos y sociales sobre el papel que están cumpliendo en estas circunstancias. Difícilmente saldrá de ellos una solución consistente si sienten amenazados sus actuales intereses, su afán por vivir de los contribuyentes y manipular los resortes de la sociedad reprimiendo la generación libre de nuevas capacidades.

La calidad de los debates que se consumen en el Congreso no ha venido suministrando excesivas esperanzas sobre la regeneración de la vida política. Más que un espacio para la confrontación dialéctica, la cámara se ha convertido en una suerte de ringen el que hinchas de uno y otro púgil aplauden ciegos cada gota de sangre que salpica sobre los de enfrente. Por si el despropósito no bastara, de vez en cuando sube al cuadrilátero un profesional de lucha canaria o un aizcolari hacha en mano, cada cual con sus peculiares reglas de juego. Tan estrafalario espectáculo en tiempos de bonanza es insensato cuando se precisa el concurso de todos en pos de un afán compartido. Los partidos están malversando sus funciones cuando el primer objetivo de sus cúpulas se centra en preservar el calor de su propia clientela y arañar votos descontentos del adversario. Así cursa la demagogia falaz para asombro del ciudadano que busca alguna explicación en los debates en la cámara. Hasta ahora tampoco han puesto demasiado de su parte quienes hace poco más de medio año fueron apoderados para ejercer un nuevo modo de hacer las cosas, como empastar los diversos afanes en un compromiso nacional.

Es apremiante atajar el deterioro de nuestro sistema y revertir sus consecuencias en términos de convivencia social. No es tarea exigible a un solo hombre, ni siquiera a todo un Gobierno. Pero sí es su responsabilidad dirigir la política necesaria para devolver la normalidad a una sociedad que necesita millones de empleos, recursos para vivir y educarse y sentir nuevas ambiciones por las que merezca la pena seguir adelante. Esa política hoy requiere convocar a todos a un compromiso nacional; sin reservas, con las cartas boca arriba, debatiendo en los ámbitos institucionales con serenidad lo que la confrontación callejera, con sus formas diversas de violencia, nunca podrá resolver. Cegar los cauces de entendimiento conduce a la desarticulación social y, a la postre, a los fascismos de una orilla y de la otra. Mal que bien el sistema ha venido impidiéndolo durante más de un cuarto de siglo, pero no se expenden garantías de que no reaparezcan fantasmas de otras épocas, como recientes consultas electorales vienen advirtiendo en países vecinos. El caldo de cultivo existe y no faltan chamanes dispuestos para la faena.

Nadie dijo en 1808 aquello de que «la Patria está en peligro, españoles acudamos a salvarla», aunque ese fuera el sentido de la llamada que dos alcaldes enviaron desde Móstoles a toda España. Fue atendida, y la Nación intervenida entonces por las armas recobró su ser. La cosa llevó años; no fue aquella crisis fruto de un día, pero sí que un día alguien tocó a rebato y desde las murallas de Cádiz a las montañas de Montserrat el país atendió y supo cumplir aquel compromiso nacional.

Federico Ysart, miembro del Foro de la Sociedad Civil.

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