Un concierto de potencias para una era global

Un concierto de potencias para una era global
Yuichiro Chino/Getty Images

El áspero diálogo que mantuvieron la semana pasada Estados Unidos y China en Alaska no augura nada bueno para las relaciones bilaterales. Y la creciente rivalidad entre los dos países es un claro presagio de que el mundo de múltiples centros de poder que está surgiendo puede traer consigo una era de más competencia y conflicto.

Una parte importante del problema es que la arquitectura de gobernanza internacional vigente (construida en su mayor parte al concluir la Segunda Guerra Mundial) está desactualizada y es incapaz de preservar la estabilidad global. El sistema de alianzas centrado en Estados Unidos es un club de democracias, no adecuado a la búsqueda de la cooperación por encima de diferencias ideológicas. Las cumbres del G7 o del G20 son hechos esporádicos en los que se pierde demasiado tiempo discutiendo por la redacción de comunicados. Y aunque Naciones Unidas provee un foro internacional permanente, su Consejo de Seguridad es una invitación a la impostación y a la parálisis entre los miembros permanentes con poder de veto.

Lo que se necesita es un concierto global de potencias: un órgano conductor informal que incluya a los países más influyentes del mundo. Para ello sirve de ejemplo la historia de la Europa decimonónica. El «concierto europeo» que formaron Gran Bretaña, Francia, Rusia, Prusia y Austria a partir de 1815 logró preservar la paz por medio siglo, sin que hubiera ninguna potencia dominante y en un contexto de diversidad ideológica. Se basaba en el compromiso mutuo de apelar a un mecanismo de comunicación permanente y a la resolución pacífica de disputas para mantener los esquemas territoriales que pusieron fin a las sangrientas Guerras Napoleónicas.

Una estructura global de esas características sería el mejor modo de manejar un mundo en el que Estados Unidos y Occidente ya no tienen una posición dominante. Debería estar formada por China, la Unión Europea, la India, Japón, Rusia y Estados Unidos, que en conjunto representan alrededor del 70% del PIB y del gasto militar del mundo. La elección de los seis pesos pesados como integrantes asegurará la influencia geopolítica del agrupamiento y al mismo tiempo evitará que se convierta en un reñidero.

Los seis integrantes enviarán representantes de alto nivel permanentes a un centro de operaciones cuya ubicación se determinará de común acuerdo. Se celebrarán cumbres en forma programada y también según sea necesario para hacer frente a eventuales crisis. Además, se invitará a cuatro organizaciones regionales a mantener delegaciones permanentes en el centro de operaciones, sin ser miembros formales: la Unión Africana, la Liga Árabe, la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático y la Organización de Estados Americanos. Cuando haya que discutir temas que afecten a estas regiones, los miembros formales invitarán a participar en las reuniones a delegados de los organismos citados y de otros países según corresponda.

Esta estructura, igual que el antecesor decimonónico, permitirá un diálogo estratégico sostenido. Al convocar a la mesa de discusión a los estados más influyentes sin importar su régimen político, separará las diferencias ideológicas por el manejo de asuntos internos de las cuestiones que demandan cooperación internacional. El organismo evitará los procedimientos formales y las reglas escritas, y en vez de eso, se apelará a la persuasión y a la negociación como herramientas para la búsqueda de consensos.

La nueva estructura será un órgano consultivo (no de decisión) para la solución de crisis emergentes, la elaboración de nuevas reglas de conducta internacional y la obtención de apoyo para iniciativas colectivas; pero la supervisión operativa de las acciones se dejará a la ONU y a otros organismos ya existentes. De este modo, el concierto no suplantará sino que complementará la arquitectura internacional vigente; será una instancia superior encargada de preparar el camino para decisiones que luego se podrán tomar e implementar en otros ámbitos.

Igual que el «concierto europeo», la versión contemporánea promoverá la estabilidad, al priorizar el statu quo territorial y una idea de soberanía que excluya (salvo allí donde exista consenso internacional) el uso de la fuerza militar o de otros medios coercitivos para alterar las fronteras trazadas o derribar gobiernos. Los miembros se reservarán el derecho a la acción unilateral cuando consideren que están en juego sus intereses vitales. En condiciones ideales, un diálogo estratégico permanente debería reducir la frecuencia y el poder desestabilizador de eventuales acciones unilaterales.

La nueva estructura también promoverá respuestas colectivas a desafíos a largo plazo, por ejemplo la lucha contra la proliferación de armas de destrucción masiva y las redes terroristas, la promoción de la salud pública mundial, la elaboración de normas para el ciberespacio y el combate al cambio climático. Estos importantes temas suelen caer en vacíos institucionales que el concierto podría llenar.

¿Qué habría pasado si después de la Guerra Fría hubiera surgido un concierto global? Tal vez las grandes potencias habrían evitado (o al menos, mitigado) las sangrientas guerras civiles en Yugoslavia, Ruanda y Siria. Acaso Rusia y Estados Unidos hallaran puntos de acuerdo para la creación de una arquitectura de seguridad europea que se habría adelantado al surgimiento de las fricciones por la expansión de la OTAN y evitado las tomas de territorio rusas en Georgia y Ucrania. La respuesta a la pandemia de coronavirus habría sido mejor, si un comité de grandes potencias la hubiera coordinado desde el primer día.

Con la vista puesta en el futuro, un concierto de potencias globales puede minimizar el riesgo de que las diferencias entre Estados Unidos y China por Taiwán sean el disparador de un conflicto a gran escala; facilitar una solución pacífica a atascos políticos en lugares como Afganistán y Venezuela; y fijar parámetros para limitar la interferencia extranjera en la política interna de los países.

Sin embargo, esta propuesta no es una panacea. Una asamblea de grandes potencias no es garantía de lograr consenso entre ellas, y a menudo habrá que contentarse con que se puedan manejar, en vez de eliminar, las amenazas al orden regional y global. Este foro aceptará la legitimidad y autoridad de gobiernos tanto liberales cuanto iliberales, lo cual implica un abandono de la vieja idea de Occidente de un orden mundial hecho a su semejanza. Y limitar la membresía a los actores más importantes e influyentes supone sacrificar la representación en aras de la eficacia (reforzando al hacerlo jerarquías y desigualdades en el sistema internacional).

Pero la idea de un concierto global tiene una gran ventaja. Es el modo mejor y más realista de promover el consenso entre las grandes potencias, y siempre es preferible algo que funcione y sea factible a algo deseable pero imposible. La alternativa más probable no beneficia a nadie: un mundo inestable y fuera de control.

Richard Haass, President of the Council on Foreign Relations, previously served as Director of Policy Planning for the US State Department (2001-2003), and was President George W. Bush's special envoy to Northern Ireland and Coordinator for the Future of Afghanistan. He is the author of The World: A Brief Introduction (Penguin Press, 2020).
Charles Kupchan, a member of the National Security Council under President Bill Clinton and President Barack Obama, is Professor of International Affairs at Georgetown University, Senior Fellow at the Council on Foreign Relations, and the author of Isolationism: A History of America’s Efforts to Shield Itself from the World.


Este comentario se basa en un ensayo publicado esta semana en ForeignAffairs.com.

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