Un conflicto entre catalanes

'El nuevo curso político acelerará el choque entre Catalunya y España' es un titular repetido desde hace semanas, y un ejemplo de cómo el conjunto de los medios, indistintamente de cuál sea su posición, simplifica el problema que sufrimos desde el 2012. El titular, unas veces adrede y muchas no, condensa el relato que interesa al soberanismo. La idea que se trata de un conflicto político entre dos entidades, Catalunya y España, condenadas a enfrentarse o, en el mejor de los casos, a dialogar y entenderse. Lo que resulta censurable de este tipo de afirmaciones, que solo en parte se justifican por la llamada economía del lenguaje periodístico, es la identificación sistemática de la parte con el todo.

No pretendo negar que exista un problema, pero sí dar otro punto de vista. En este sentido, el País Vasco ofrece un precedente ilustrativo de lo que quiero explicar. A finales de 1992, el entonces lendakari José Antonio Ardanza hizo un discurso en la Fundación Sabino Arana en el que negó, frente a la repetida consigna aberzale, que la violencia fuese la expresión de un conflicto político entre el pueblo vasco y el Estado español. El contencioso había que sacarlo del teórico enfrentamiento entre nacionalismos. Defendía que la auténtica medida política era la profundización en la democracia de la sociedad vasca. El conflicto, concluía Ardanza, era «un conflicto entre vascos», y cualquier solución debía partir de aceptar esa premisa.

Por desgracia su reflexión no fue entonces escuchada. Pocos años después, con la llegada a la Lehendakaritza del soberanista Juan José Ibarretxe, los puentes entre nacionalistas y constitucionalistas se rompieron y se agudizó la lógica amigo/enemigo. Lean, por cierto, la extraordinaria novela de Fernando Aramburu, Patria, que recrea el trágico País Vasco del terrorismo.

Salvando enormes diferencias, lo mismo puede decirse del llamado problema catalán. No es un conflicto irresuelto entre España y Catalunya, sino entre catalanes hoy. Si acaso, un conflicto que enfrentaría a los separatistas con la legalidad democrática. Esto es lo primero que Carles Puigdemont debería reconocer si quiere ser el presidente de todos. Los resultados de hace un año, en unas elecciones con alta participación (75%), reflejan una sociedad catalana con una triple fractura territorial, social y lingüística en torno a la hipótesis de la independencia. El bloque netamente separatista, tras años de intensa campaña de agitación, logró el 47,7%. No es una cifra desdeñable, por supuesto. Pero queda muy lejos de ser «un mandato democrático» o «un aval del pueblo», como repiten los portavoces de JxSí y la CUP. En cualquier caso, nada que pueda justificar la instrumentalización partidista de las instituciones autonómicas.

La voluntad secesionista ni tan siquiera sobrepasa la mitad más uno de votos en las urnas. La democracia tampoco se puede sustituir con manifestaciones, por muy insistentes y numerosas que sean, como se pretende hacer desde el 2012. «No podemos hacer ver que somos mayoría si no lo somos», ha reconocido el 'conseller' Santi Vila, uno de los pocos soberanistas honestos la víspera de la Diada.

El problema al que nos enfrentamos los catalanes como sociedad no tiene nada que ver con el respeto de nuestra identidad o singularidad en el Estado español, sino con la calidad de la democracia dentro de Catalunya. Nadie en el mundo aceptaría el argumento de que somos un pueblo perseguido u oprimido. Por eso, el 'proceso' carece de apoyos internacionales.

En cambio, lo que aparece cada vez con más claridad es la pulsión totalitaria del separatismo. Las conclusiones de la comisión de estudio del Parlament sobre el proceso constituyente, aprobadas el 27 de julio, son elocuentes. Tras las próximas elecciones, que ya no serían autonómicas sino «constituyentes», la Cámara pasaría a convertirse en una asamblea con plenos poderes, cuyas decisiones serían de «cumplimiento obligatorio para el resto de poderes públicos y para todas las personas físicas o jurídicas», y no podrían ser objeto de «control, suspensión o impugnación por parte de ningún otro poder, juez o tribunal». Hace unos días, el catedrático Xavier Arbós nos alertaba en EL PERIÓDICO de que con la anunciada ley de transitoriedad jurídica, JxSí se propone, entre otras cosas ya de por sí inconstitucionales, cambiar las normas electorales sin respetar los dos tercios del Parlament que marca el propio Estatut.

No hay duda de que si el separatismo sigue adelante con su hoja de ruta y sitúa fuera de la ley al autogobierno, el conflicto no solo será con los poderes del Estado, sino particularmente dentro de la sociedad catalana. El desastre social y político al que nos conduciría me parece gravísimo. Esperemos que este curso no acabe como se anuncia.

Joaquim Coll, historiador.

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