Un crimen y un error

Juan-José López Burniol, notario (EL PERIODICO, 28/07/05).

Judgement at Nuremberg es una de las mejores películas de Stanley Kramer. Fue estrenada en España, allá por el año 1962, bajo el tramposo título de ¿Vencedores o vencidos? Narra uno de los juicios celebrados en Alemania, en 1948, para depurar las responsabilidades de personajes del régimen nazi que actuaron desde y en un segundo nivel. Concretamente, las de cuatro jueces que, desde su alta magistratura, aplicaron con rigor implacable las leyes infames sancionadas por el Tercer Reich.

La película me impresionó hace cuarenta años, lo mismo que al revisarla mucho tiempo después. La protagoniza Burt Lancaster, que da vida a la figura del juez Ernest Janning. Es una de sus mejores interpretaciones, en la que encarna --con precisión y sobriedad-- al prototipo de funcionario judicial de estirpe prusiana, sólido en su formación, imbuido de un profundo sentido de Estado, respetuoso hasta el extremo con las formas, celoso de la dignidad de su función y también proclive a abstraerse de la singularidad del caso concreto en aras de la supremacía de la norma. Janning es de esta clase de jueces.

De las escenas de la película, una ha permanecido casi intacta en mi memoria. Hacia el final, cuando ya se ha probado que los encausados contribuyeron con sus sentencias a consolidar un régimen criminal, Janning siente la necesidad de justificarse ante el presidente del tribunal que le juzga, un americano --Dan Haywood, encarnado por Spencer Tracy-- de tradición y maneras muy distintas a las suyas, pero al que ha llegado a admirar por la forma discreta, profunda y soterradamente humana, con la que ha conducido el proceso. Janning solicita ser escuchado por Haywood en privado. Tras dudarlo, éste accede. Llegado el momento del encuentro cara a cara, Janning le dice a Haywood que él sólo ha aplicado una ley por cuyo cumplimiento debía velar, dada su condición de magistrado, que ha actuado como un funcionario estricto, y que no es como la chusma nazi que todo lo holló con sus excesos.

Haywood le mira y queda pensativo. Es un americano típico de cuando Norteamérica no había perdido aún su inocencia, un hombre corriente de los que pasean por Main Street, la calle mayor que fijó para siempre Sinclair Lewis. Tras una pausa, Haywood levanta lentamente la cabeza, mira a Janning y le responde que es culpable y que su responsabilidad comenzó el día fatídico en que condenó por primera vez a un inocente, a sabiendas de que su sentencia --pese a ser formalmente legal-- era radicalmente injusta.

Haywood acertaba. No hay más justicia que la justicia del caso concreto. Ahí se halla la razón profunda de la grandeza de la civilización occidental: su afirmación de que cada persona, en sí misma considerada, es el sujeto único e irrepetible de su propia historia, por lo que no se puede privar de la vida a nadie en aras de un pretendido interés colectivo superior, más allá de los estrictos límites de la legítima defensa. Así se ha desarrollado, siglo tras siglo, la triple raíz de la cultura europea --filosofía griega, derecho romano y teología cristiana--, fructificando bajo la forma de unos derechos humanos que --vertebrados por los principios de libertad, igualdad y solidaridad-- han constituido el impulso profundo del desarrollo social y del progreso económico de Occidente.

Todo esto viene a cuento de una tremenda noticia llegada desde Londres. El comisario jefe de Scotland Yard, sir Ian Blair, ha pedido disculpas por la muerte del brasileño de 27 años Jean-Charles de Menezes, abatido a tiros por la policía en una estación de metro de Londres al ser confundido con un terrorista suicida. No obstante, Blair no ha descartado que hechos como los del viernes puedan volver a ocurrir ya que, según ha señalado, la policía seguirá aplicando su nueva política de "tirar a matar" a los sospechosos de preparar o cometer atentados, "para proteger" a los ciudadanos.

Lo peor de esta historia no son los hechos, pese a ser terribles, sino su pretendida justificación con el desvergonzado argumento de que todo vale "para proteger a los ciudadanos". Porque, desde que el fuego, el dolor y la sangre alcanzaron al corazón del imperio americano, Occidente ha iniciado, bajo el liderazgo de los dos grandes países anglosajones y con olvido de sus raíces culturales, un camino que pasa por la utilización sin complejos de la violencia no sujeta a norma y que conduce al enrocamiento en defensa cerrada de los propios intereses. La injusta guerra preventiva contra Irak, la venganza de Guantánamo y la muerte de De Menezes son etapas de la ruta equivocada que hemos tomado.

Está claro que hay que luchar contra el terrorismo; y que hay que hacerlo desde la convicción de que, más allá de la voluntad firme de eliminar las situaciones de injusticia que pueden propiciar su aparición, todos los terroristas son potencialmente unos nihilistas que no atienden más razón que la de la fuerza. Pero esta fuerza --que sólo se hace efectiva mediante la violencia-- ha de ser legítima, es decir, ha de estar sujeta a norma. De lo contrario, se comete un crimen y se incurre en un error, porque el respeto a la ley es el eje axial de nuestra cultura, sin el cual dejamos de ser nosotros mismos.

En la aparente fortaleza de la injusticia provocada por la violencia no sujeta a norma, se halla el inicio de toda decadencia. Por ello, si hoy doblasen las campanas, deberían hacerlo no sólo por el pobre De Menezes, muerto para nada, sino por todos nosotros, que, al ser infieles a las raíces de nuestra cultura, estamos comenzando a andar el camino que conduce inexorablemente primero a la frustración y después a la derrota.