Un debate agotado

Por Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 31/07/06):

La multiculturalidad se debate en todo el mundo desde hace unos treinta años. Sus partidarios afirman que proporciona la solución institucional a los problemas que plantea la diversidad cultural de nuestras sociedades, y sus detractores la acusan esencialmente de poner en tela de juicio los valores universales del derecho y la razón y de preparar la llegada del comunitarismo.

Sin embargo, hoy en día este debate parece estar agotado. En Canadá, país que fue el origen del concepto en sí mismo y donde, desde mediados de la década de 1960, un informe oficial lanzaba la idea de la multiculturalidad y que fue transcrito de inmediato bajo la forma de una Carta integrada en la Constitución, las pasiones ya se han calmado. Cierto que todavía existen dispositivos que garantizan el reconocimiento de particularismos culturales de diversos grupos resultantes de la inmigración, y que aportan a sus miembros medidas de ayuda social, llegado el caso; pero está claro que la multiculturalidad no puede arreglar ni la cuestión quebequense ni la de las primeras naciones. En Estados Unidos, muchas voces de izquierda que defendían la multiculturalidad han callado a fin de apelar a medidas propiamente sociales para los más desfavorecidos; parece que, en este caso, promover medidas que reconozcan diferencias culturales dé paso a la lucha contra la injusticia social.

Y en los intercambios más abstractos de la filosofía política, hace tiempo que ya no se renuevan los argumentos entre los paladines de la multiculturalidad (los communitarians anglosajones) y sus oponentes liberales,para los que en el espacio público sólo hay cabida para individuos libres e iguales en derechos y, sin duda, no la hay para las minorías culturales dotadas de derechos específicos.

Al mismo tiempo, la diversidad cultural es cada vez más espectacular en nuestras sociedades, ya sea por la contribución de la inmigración en países que ignoraban este fenómenos hace diez o veinte años, ya sea por los procesos de fabricación, de producción de diferencias; los investigadores de ciencias políticas conocen bien estas lógicas, a las que el historiador Eric Hobsbawm denominó "invención de tradiciones". Grupos cada vez más numerosos y diversificados no dejan de manifestarse para exigir reconocimiento con una creciente insistencia en su memoria, sobre todo cuando está llena de violencia del pasado, genocidios, masacres en masa y destrucción. ¿Cómo es, entonces, que la multiculturalidad deja de presentarse como una respuesta adaptada a este aumento de identidades que no reaccionan?

Una primera serie de explicaciones remite a la multiplicidad de casos que la multiculturalidad parece reducir a un caso único. En sus versiones más sólidas, en efecto, la multiculturalidad propone incluir en las leyes o en las instituciones dispositivos que permitan a las minorías ser reconocidas en su particularidad cultural, su lengua, sus tradiciones, incluyéndolas en el juego democrático de toda la sociedad y exigiéndoles, con ello, que respeten los valores universales y, en concreto, que no reduzcan a los individuos en nombre del grupo y de sus propios valores. Pero una inclusión de esta clase, que generalmente se da en el marco de un Estado-nación, sólo puede atañer a una minoría muy particular y sólo con dos condiciones. No sirve para los grupos que exigen salir del juego general de una sociedad considerada y que quieren, por ejemplo, independencia política y un territorio propio. Tampoco sirve para los grupos que se definen por el nomadismo, la circulación permanente y no por la estabilización que supone la multiculturalidad. Tampoco sirve para aquellos que quieren fomentar la mezcla, el mestizaje cultural, la posibilidad para cada individuo de ser el fruto de incesantes cruces entre distintas culturas, todo lo contrario de un reconocimiento que sólo ayuda a congelar grupos y minorías.

Semejante inclusión es aún menos aceptable para aquellas personas que quieren desprenderse de cualquier arraigo cultural preestablecido, de cualquier arraigo relativo a la identidad y que rechazan políticas de reconocimiento que, para vivir, les obligan a realzar tal o cual minoría reconocida. Por tanto, la multiculturalidad es de todos modos una política de méritos necesariamente limitados al no servir más que para determinadas minorías.

Una segunda explicación remite a la confusión que la multiculturalidad ha podido suscitar en la práctica entre cuestiones religiosas y cuestiones culturales. En muchas circunstancias, en efecto, se ha creído que todo podía amalgamarse, lo cual era más tentador de lo habitual, por lo que las identidades religiosas también se han presentado bajo formas culturales. ¿Acaso no hablamos, por ejemplo, de personas de cultura musulmana?Pero la gestión institucional y jurídica sería la misma según se trate de valores y prácticas culturales, o de fe y religión. En el primer caso, la multiculturalidad puede considerarse concebida como posibilidades de reconocimiento de minorías en el espacio público; en el segundo caso, las democracias, bajo formas diversas, saben de sobra que el problema es sobre todo separar lo religioso de lo político y rechazar, por tanto, cualquier influencia en el ámbito público. A partir del momento en que queda claro que la multiculturalidad no puede conciliar las grandes inquietudes que suscita, por ejemplo, el islam en las sociedades europeas, no puede desdeñarse su importancia en el debate público.

Una tercera explicación para el declive de la multiculturalidad radica en las perversiones que ha podido conllevar en algunos casos. Los más graves van ligados a la pujanza del comunitarismo que puede incentivar: en el momento en que se reconocen derechos culturales a las minorías, éstas se ven tentadas de sentirse liberadas del derecho más general y de los valores universales que en un principio se asocian a éste, y tender a acabar con la subjetividad de los individuos, entre los que las mujeres son evidentemente las primeras víctimas. Por otra parte, a medida que la multiculturalidad se desarrolla corre el riesgo de seguir alentando la aparición de caciques y clientelismo, de manera que los líderes de las minorías acaban por detentar un poder político y ser aquellos por cuyas manos pasan todos los recursos.

Por último, en un plano más profundo, el agotamiento del discurso de la multiculturalidad remite al fenómeno más amplio de la globalización. Ésta impone fronteras entre los problemas internos y externos de las sociedades e impide creer que los dispositivos cuyo marco de aplicación sigue siendo el Estado-nación clásico puedan responder a lógicas globales,es decir, que trasciendan ese marco, el mismo en el que se ha concebido la multiculturalidad.

Hoy las identidades culturales se caracterizan por su movilidad en espacios transnacionales en rápidas diásporas, y las traen consigo individuos que quieren ser cada vez más dueños de su existencia y, por tanto, poder entrar y salir de ella, atarse y liberarse con respecto a cualquier pertenencia. Al acentuar estos aspectos, aunque sólo sea a través de los flujos migratorios, la globalización agrava los límites de la multiculturalidad.

Ahora falta que, al proponer que se articulen, en sus variantes más serias, lo universal y lo particular en vez de que se opongan, esto haya abierto una vía a la reflexión y nos invite a un replanteamiento: hoy como ayer el problema sigue siendo aprender a convivir con nuestras diferencias, pero este aprendizaje ya no puede, o no sólo puede, realizarse en el seno de los estados-nación, sino que debe efectuarse a mayores escalas, sobre todo regionales, y europeas por lo que nos atañe.