Después de escuchar las homilías de los cuatro dirigentes que aspiran a repartirse el pastel, ¿hay alguien que pueda decir que ha cambiado su voto? A quienes no necesitaban exhibición televisiva alguna no les fue necesario el circo.
¿Hay alguien en España, derechista y con patrimonio, incluso con la senyera puesta a secar en el aseo de la criada en espera de otra oportunidad, que no vote a Mariano Rajoy? Estuvo sublime. Mintió a quien quiso creerle, no pronunció una verdad que pudiera ser avalada ni por notario amigo, tiene un partido donde la gama de estafadores al Estado es quizá superior a los tiempos de mi paisano Posada Herrera, y no le hace ascos a emular a otro paisano suyo del Ferrol. Todo parecía preparado para quitarse de encima esos engorros de los debates, y seguir la caza y la pesca del electorado con más fondos bancarios que mentales.
Mariano Rajoy estuvo a la altura que se esperaba de él. Muchas cifras: que es lo que gusta escuchar a los que no tienen ni idea del asunto. Los enunciados económicos son como los chistes del añorado Eugenio; no admiten explicaciones.
Quizá no acaban de acertar los reclutas de las últimas promociones. Un muchacho atractivo, brillante, rápido de reflejos, vedette televisiva. Pablo Iglesias incluso sabe usar esos instantes, cuando la gente no está al tanto de si le toca hablar a él o al vecino, para colarse y darle una trompada al adversario. Pablo Iglesias es listo y cruel, principios básicos para un futuro político notable. No le falta nada, salvo un pequeño detalle: no tiene partido, tiene un movimiento. Y eso en ocasiones es muy bueno y en otras, una fuente de crisis.
¿Quién montó el debate-fraude? A nadie se le ocurre un debate político entre cuatro contendientes, bastante más igualados de lo que ellos creen, y celebrarlo para abrir campaña electoral. En términos políticos eso se traduce en un intento de statu quo, porque todo lo que van a decir ya lo han proclamado por activa y por pasiva. Lo organiza mi veterano colega Manolo Campo Vidal, presidente de la Academia de no sé qué. ¿Qué carajo de comedero será tal institución, con toda seguridad refrendada por fondos públicos? Entre la tal Academia de la desvergüenza informativa, las televisiones participantes se han forrado con los imanes publicitarios no sólo en cada corte, sino engañando a los espectadores para que estuvieran pendientes desde las nueve de la noche, para que el debate fraudulento empezara a las diez, y unos cuantos minutos después de lo programado –una fortuna, en términos publicitarios– y una tortura para el telespectador. Todo muy oscuro, salvo la decoración, blanca impoluta.
El debate-fraude tuvo un jefe, Rajoy. Los demás, aspirantes, sólo él daba sentido al espectáculo. Fue quien puso las condiciones; dónde quiero estar, en qué parte debo intervenir el último, y me temo que la condición de que el asunto de la corrupción pasara de un bocado, como un rollito de primavera. (Revisen el rifirrafe entre Pablo Iglesias y Rajoy a propósito de los tribunales tan benévolos con los delincuentes del PP, y se darán cuenta de que ahí hubo algo confuso. Mezclando conversaciones y con la colaboración de Rivera y el desfalco que puso a las arcas públicas a los pies del FMI –¡la tesis doctoral de Errejón y la complementaria de Monedero!–. Cada vez detecto en Rivera el implacable pirata que lleva dentro).
Cualquier espectador sin prejuicios diría que el debate-fraude se había montado para dejar en mal lugar al soldado Sánchez. Cuando el que corta el bacalao te pone a su izquierda, acompañado, para que le echen una mano los Ciudadanos de Albert Rivera, y de paso marcando una distancia al hombre que desde la izquierda geográfica le va a estar dando la vara durante toda la sesión –“¡Tu adversario es Rajoy, tu adversario es Rajoy!”–, tienes los días contados. Y además corres el riesgo de caerte antes de llegar al listón de meta.
Después de la experiencia Zapatero, al PSOE no hay ave del paraíso que pueda convertirlo en un milagro. Es un partido en decadencia; caerá en junio o en la siguiente, pero ni tiene jinete ni tiene caballo y le llega la mierda hasta las ancas. La ocurrencia de llevar a su esposa para que posara ante los medios, escultural y deslumbrante, fue la introducción del soldado Sánchez repitiendo como un mantra: “El PSOE es el partido de las mujeres”. Debía referirse a mujeres como la suya, un arrebato de dama con tacones, que si además sabe hablar no sé por qué demonios no la pusieron a ella y no al marido.
Yo, que estoy chapado a la antigua, siempre tuve como lema que el PSOE era el Partido de los Trabajadores, pero los equipos de asesores no están para ideologías –“el partido de las mujeres”–. Con un eslogan así no ganas ni citando a los clásicos.
No es verdad que el dilema de las próximas elecciones esté entre el PP, ganador más que probable, y Podemos, segundo en la liza por hartazgo general de la ciudadanía. Con Podemos se da una variante inédita en nuestra historia parlamentaria; apenas nadie sabe ni los nombres de los líderes –no digamos en provincias–, pero como la gente está hasta el gorro de los habituales, está en su derecho de olvidarse.
Pero el huevo de la gallina es el PSOE. Probablemente porque no tenga oportunidad de poner muchos más y luego por algo referido a su historia. La quiebra entre los fundadores, aquellos liquidadores de Rodolfo Llopis, que ahora, como el fantasma de Hamlet, aparecen grandiosos gracias a una administración personal muy bien llevada. (Lo que no ocurrió con la generación de Llopis, salvo escasas excepciones, como Indalecio Prieto, el sacamantecas, y que fueron barridos en Suresnes, en 1974, por una generación ligada a la tortilla de patata). Con Podemos o sin Podemos, el viejo PSOE representa lo más corrupto del socialismo español, hasta que llegó el PP. ¿Se acuerdan de aquel partido que fundó un tipógrafo del Ferrol, huérfano de todo, que se llamaba, ¡vaya putada!, Pablo Iglesias?
La campaña electoral se ha iniciado con cuatro tipos de pie, sobre un pupitre posmoderno, y con unas estrictas normas de formalidad. Algo así como si Rajoy, el Padrino que consolidó la mayor red de corrupción de un partido político español, sin necesidad ni siquiera de figurar en ella, tan sólo distribuyéndola en función de las victorias –el que gana tiene derecho a robar, nuestros jueces se encargarán de limitar los excesos–, les dijera a los tres varones que aspiran a compartir el podio: ojo con la vajilla, que es del Patrimonio Nacional, y costó mucho sudor y sangre que podamos disfrutarla.
Este es un país que tiene muchas cosas buenas, lo dijo Mariano Rajoy, y nadie mejor que él para garantizar la veracidad de sus palabras. Lo que los idiotas de la benevolencia no acaban de entender es que las cosas buenas de Mariano Rajoy han convertido a este país en un reino mafioso, y cuando los analistas de la pomada aseguran que la mafia siciliana no lee Il Resto del Carlino, les falla un elemento de clase de una España que apenas conocen. No se atreven a decir que si la mafia española, sin apenas excepciones, no lee los equivalentes periodísticos de Il Resto del Carlino es porque los depredadores de una sociedad corrupta se encargaron de formar periodistas que hicieran ese trabajo. Feliz casualidad, el periódico clásico de la Italia siciliana nació en 1885, apenas diez años después de nuestra Restauración canovista.
No podemos empezar nuestra insólita experiencia política de los cuatro partidos haciendo juegos de mesa, pactos y negociaciones, si el hecho más notorio de nuestra historia reciente no fue la transición, ese equilibrio de trileros que dejó el paisaje arrasado. Sino aquellos otros, de carlistas y liberales, que marcaron un siglo y que aún no hemos superado.
Gregorio Morán