Un delirio

A veces no entiendo nada. Intento concentrarme, trazarles una lógica a ciertos hechos; en vano, analizar antecedentes históricos, hilvanar genealogías, leer hasta que se me caen los ojos o, simplemente, recurro a la vieja táctica de escuchar durante largo rato, incluso tomando notas, como cuando era una alumna aplicada y no quería perderme un detalle de lo que decía la profesora porque aún creía en el futuro. Pero no entiendo nada de un sinsentido que se ha adueñado de tantos espacios mediáticos y sociales, sumiendo a la gente en una confusión palmaria, de manera que no sean posible vasos comunicantes entre nosotros, ya que cada palabra conforma un muro contra el que estrellarse. El galimatías, eso sí, la ristra de patrañas, cuando no abiertos ejercicios de manipulación, me arrojan ecos certeros de Estados Unidos que pronto se transforman en déjà vu y, a través de la memoria, continúo sin comprender, pero al menos puedo arcillar rimas que esclarezcan algo en su paralelismo.

Existen en nuestro país una serie de adeptos al papanatismo que repiten como loros consignas sacadas del acervo yanqui de la posverdad mientras se llaman a sí mismos españolísimos, o directamente patriotas —del inglés: patriot, aunque la etimología sea griega—. Así, términos como “comunista”, utilizados como insulto, son cada vez más frecuentes en una derecha que ha asumido el marco de la Guerra Fría discursivo en que se dirimen las políticas del otro lado del Atlántico y ha tejido una bandera con él. Lo que no hace tantos años se habría considerado un anacronismo fruto de la mejor batallita del abuelo o, como mucho, una referencia histórica al viejo PCE, ese partido que constituyó la mayor fuerza opositora al franquismo, ahora aterriza oliendo a aires foráneos para calificar al Gobierno de coalición, a cualquiera de sus miembros —poco importan las siglas si sirven a la estrategia de desgaste— e invoca fantasmas deslavazados contra toda articulación de lo factible, puesto que ni el comunismo se puede considerar vivo a nivel internacional (a no ser que se admitan ciertas particularidades de China, esa máquina suministradora de productos al neoliberalismo de cada día), ni cabe en una España cuya soberanía se encuentra demarcada por el contexto europeo, ni se corresponde a las medidas que se han adoptado últimamente, tímidos esquejes de socialdemocracia: subir el salario mínimo, limitar los precios de la energía mediante la excepción ibérica, o destinar algunos miles de viviendas de la Sareb al alquiler “asequible” —del inglés: affordable—. Nadie ha hablado de nacionalizar la banca o las eléctricas, ni de colectivizar la tierra, pero la etiqueta comunista funciona y yo, obviamente, no lo entiendo.

Como tampoco la cantinela del “Gobierno ilegítimo” o del supuesto “golpe” de Pedro Sánchez, muy de moda en los círculos reaccionarios e imanes potentes a la hora de generar clickbaits. La última vez que escuché barbaridades similares se estaba produciendo un intento de derrumbar la poca democracia remanente en el vasto territorio norteamericano, y todavía una gran mayoría de republicanos, fieles a Trump, juran firmemente que las elecciones le fueron robadas al magnate. Se ve que los asesores del papanatismo captaron bien el potencial disruptivo de mentir hasta que la boca sangre, de inocular a la población con una serie de conspiraciones alucinadas y promover un “fenómeno fan” capaz de convencer al más pobre de que los fanáticos de la mendacidad representan sus intereses. Pero no termina aquí la cosa: en ocasiones, ocurre que las pocas herramientas de los débiles que no han caído aún en el desvarío mutan en artillería pesada contra ellos. Un ejemplo claro lo constituiría el término woke, parte del lexicón de las luchas por los derechos civiles y más tarde recuperado por el movimiento #BlackLivesMatter para indicar que debían estar atentos, despiertos frente a las innumerables injusticias que los acechaban. Ahora lo woke sirve a políticos desaprensivos prestos a eliminar libros de las bibliotecas o los programas escolares, prohibir el aborto, o dinamitar los derechos de los colectivos más vulnerables, mientras que en nuestro país se ha tornado una suerte de comodín en el campo semántico de la “cancelación” con el fin de censurar las legítimas reclamaciones de quien exige mejoras sociales. Woke sería, de acuerdo con ese argumentario enajenado, el ingreso mínimo vital, cualquier medida para paliar la plaga de violencia de género que sufrimos, o la Aemet.

De hecho, en el terreno del cambio climático el sinsentido presenta incluso más arraigo, fruto de una extensa trayectoria que se inició en los años setenta mediante la puesta en marcha de campañas de desinformación que emulaban las implementadas por las tabacaleras, caminó más tarde de la mano del falaz desarrollo sostenible, y después transmutó en paranoia. Consecuencia de tales esfuerzos negacionistas nacieron las locuras basadas en las estelas químicas —del inglés: chemtrails—, esas huellas resultado de la condensación que dejan los aviones y se juzgan, falsamente, como sustancias letales, rastros de fumigación para los que jamás se han parado a pensar en los efectos de los pesticidas; pero también el dislate que supone asistir, en un mismo telediario, a mensajes tan contradictorios como “hace buen tiempo, la ocupación hotelera alcanza un lucrativo 90%” y, cinco minutos después, una alerta por sequía que se alía a varios récords de temperatura, riesgo extremo de incendios propios del verano y fallos en las cosechas. En última instancia, el raciocinio se resquebraja por completo en la categorización de los grupos ecologistas como “terroristas”, o a raíz de nomenclaturas que tiñen de verde cualquier cosa (el gas fósil, el reciclaje, los coches eléctricos), según explica Andreu Escrivà en Contra la sostenibilidad.

Así que yo no entiendo absolutamente nada: que la libertad haya sido fagocitada por la espuma de una cerveza y ni evoque los coletazos del libertinaje, porque encima las terrazas cierran tempranísimo; que los derechos humanos hayan involucionado en privilegios (véase el estado de nuestra sanidad pública); que el criminal sea quien planta árboles y no quien los tala o calcina. Asimismo, mi cerebro es incapaz de conceptualizar el grado de penetración del capital en los rincones más inhóspitos de la intimidad cuando hablamos de “invertir” en las relaciones (como si fuésemos accionistas del afecto); o de “gestionar” las emociones (como burócratas coleccionistas de sonrisas y lágrimas); o de superar o afrontar nuevos retos —del inglés: challenge— al malvivir entre empleos precarizados y alimentos carísimos. Inaprensible se me levanta un mundo donde la palabra que antaño creí segura ha sido despojada de su habilidad para significar y yace vapuleada, tergiversada a golpes de transacciones económicas y una deshumanización tan difícil de rebatir. Entonces me acuerdo de Antígona, condenada por reconstruir el cadáver de su hermano y darle digna sepultura, mujer que en la obra de María Zambrano no muere, más bien delira en su tumba convencida de haber hecho lo correcto, contravenir una ley injusta. El parlamento desbocado se opone al mandato en teoría racional que la sentenció desde atalayas de poder; el grito aunado a la poesía desnuda el sinsentido y construye otra lógica más certera en cuanto que ya no es producto de una civilización que ha perdido cabalmente el juicio. Quizá todo lo que hayan leído en esta tribuna no sea más que un delirio.

Azahara Palomeque es escritora y doctora en estudios culturales por la Universidad de Princeton. Su último libro es Vivir peor que nuestros padres (Anagrama).

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