Los españoles de alguna edad recordarán al general Sabino Fernández Campo como uno de los grandes protagonistas del 23-F. Posiblemente la emisión, hace unos meses, de un telefilme en una cadena de televisión sobre este episodio histórico haya hecho que los más jóvenes también se hayan acercado al personaje. Fue uno de los grandes protagonistas de aquel episodio, a juicio de algunos, entre los que me cuento, de los dos o tres más relevantes, y por ello pasará con letras de oro a los libros de historia.
En España somos muy amigos de hablar, y escribir, bien de los difuntos. Yo voy a hacerlo, tal como lo he hecho desde hace muchos años, ya que confieso sentir por él una extraordinaria admiración. Conocerlo y tratarlo ha sido uno de los mayores honores de mi vida.
Ovetense de nacimiento, en el seno de una familia burguesa, vivió con incertidumbre los avatares de la España convulsa de los años 30 del siglo pasado. Le cautivó el verbo vibrante de José Antonio Primo de Rivera y sintió simpatías falangistas en su juventud. Se alistó voluntario en el bando sublevado, el llamado nacional, al comienzo de la guerra civil. Participó en algunas de las batallas más duras y sangrientas de aquella contienda fratricida con el grado de alférez. Quienes combatieron a sus órdenes no olvidaron jamás a quien no arriesgó nunca sus vidas, a aquel joven oficial que no alardeaba de valor ni cometía imprudencias, que no recurría al alcohol para infundirles ánimo, cuidando con esmero la vida de todos sus subordinados como si de la suya propia se tratara.
Uno de los recuerdos más vívidos que tengo de mis conversaciones con él consiste en escucharle narrar el horror de la guerra, de la matanza inútil, de los asesinatos en frío, de las muertes en combate y fuera de él. Experiencias que le marcaron profundamente y que le llevaron a olvidar sus entusiasmos joseantonianos, y, al finalizar la guerra, a no querer hacer carrera en la milicia tradicional, donde hubiese brillado extraordinariamente con su excelente hoja de servicios. Licenciado en Derecho, con unas calificaciones brillantísimas, tampoco quiso ingresar en el Cuerpo Jurídico, conocedor del escaso rigor y arbitrariedad con el que se actuaba en los consejos de guerra. Eligió servir en el Ejército, pero en uno de los cuerpos más técnicos, el de Intervención, donde pudo ejercer su pasión por el derecho y la economía, habiendo escrito a lo largo de su vida decenas de artículos sobre esta especialidad en revistas de todo el mundo.
Un aspecto de su vida muy poco conocido fue su permanencia durante 19 años en la secretaría particular del ministro del Ejército de Tierra, puesto al que llegó por puro azar, por un error de un ayudante, y en el que duró tanto por su extraordinaria eficacia. Su estancia durante todos esos años sería decisiva para conocer a quienes en 1981 eran los principales mandos militares de toda España, aspecto que le permitió en las duras 17 horas y media que duró la intentona golpista de Milans del Bosch, Armada y Tejero tratar a todos ellos con confianza, en algunos casos, o con el reglamento por delante. Antes ocupó un puesto importante en la Administración del Estado, el de subsecretario del Ministerio de Presidencia. Tras la muerte de Franco, mientras otros prefirieron esperar, a verlas venir, él no dudó, como hizo toda su vida, en aceptar un puesto de responsabilidad, y más en aquellos momentos de incertidumbre, en el primer Gobierno de la Monarquía, bajo la presidencia de Carlos Arias Navarro y con Alfonso Osorio como ministro. En este puesto tuvo el honor, así lo reconoció siempre, de poner en marcha las primeras indemnizaciones y reconocimientos a combatientes en la guerra civil en el bando gubernamental, en el republicano. Tras el relevo de Arias por Adolfo Suárez, fue nombrado subsecretario del Ministerio de Información y Turismo, puesto en el que viviría una de las fechas más trascendentes de la naciente transición, el 9 de abril de 1977, la legalización del Partido Comunista.
En la Casa de SM el Rey pasó más de 15 años, de ellos, casi tres como jefe y los anteriores como secretario general. Sería un intento inútil pretender resumir en unas líneas todo lo que se hizo en esos años en la Jefatura del Estado con su participación, muchas veces decisiva. La elaboración de la Constitución, el desarrollo normativo de la misma, la presencia de los Reyes en todos los rincones del país y en muchos de allende nuestras fronteras, la construcción de un verdadero aparato administrativo en torno a don Juan Carlos. Muchos años de confidencias, de asesoramientos, de preocupaciones, de servicio. Se han escrito algunas líneas sobre la tranquilidad o tempestad de su salida, aunque él siempre ha puesto por delante el honor de haber servido durante muchos años en un puesto de tan gran responsabilidad.
Llegó a la democracia por convicción, tras el estudio de los regímenes políticos de los países más desarrollados del mundo, y colaboró en la medida de sus posibilidades a que se estabilizase en España un sistema de convivencia política alejado de las turbulencias que vivió en su juventud. El sentido del deber fue su principal divisa en la actividad pública a lo largo de toda su vida.
Javier Fernández López, delegado del Gobierno en Aragón. Autor de Sabino Fernández Campo, un hombre de Estado. Barcelona 2000