¿Qué hay que hacer si una comunidad política quiere constituirse en Estado independiente en pleno siglo XXI? A muchos la pregunta les parecerá un sinsentido, pero para millones de ciudadanos del mundo resulta relevante y necesaria porque expresa su voluntad. A menos que consideremos los actuales estados como bienes morales intocables e inmutables, y por poco que nos tomemos en serio el principio democrático, es evidente que debería existir una fórmula democrática para poder realizar la voluntad ciudadana también sobre esta cuestión. Los ciudadanos deberían poder decidir el diseño institucional básico de su comunidad política, incluyendo, si es el caso, la reconfiguración de sus fronteras administrativas y políticas. De otro modo, estaríamos afirmando que la democracia tiene sus límites, que no todo puede ser decidido democráticamente y, peor aún, que ciertos asuntos solo pueden dirimirse con el recurso de la violencia, con la lucha armada, lo que es inadmisible.
Pues bien, ¿qué hay que hacer si una comunidad política quiere constituirse en un nuevo Estado? Para contestar esta pregunta de nada sirve tener en cuenta las causas que han generado esta voluntad, como tampoco nos las preguntamos cuando los votantes emiten su voto en cualquier otro asunto. Su voluntad es, por definición, legítima, no importa cuál sea la creencia, o el nivel de formación, o la posición social, etcétera, que la haya motivado. Naturalmente, ninguna voluntad mayoritaria está legitimada para conculcar derechos fundamentales, y la creación de un nuevo Estado tampoco. Lo que también debería poderse afirmar en sentido contrario: la preservación de un Estado existente tampoco puede ser causa de conculcación de derechos fundamentales.
¿Y qué hay más fundamental en una democracia que poder expresar políticamente la voluntad democrática? ¿Impedir la celebración de un referéndum para conocer la opinión de la ciudadanía sobre una cuestión política fundamental, y sobre la cual existen reivindicaciones sociales amplias, sostenidas en el tiempo, que hacen pensar que no es una cuestión pasajera, no es conculcar sus derechos? Conocer la voluntad es un primer paso para ejercerla, en el sentido que sea. Difícilmente se puede alguien llamar democrático si considera que en una democracia no se puede preguntar a sus ciudadanos si desean continuar formando parte de ese Estado.
La democracia moderna ha avanzado mucho desde que las revoluciones del siglo XVIII y XIX la instauraron. Se ha ido ampliando con nuevos derechos. Desde los derechos de ciudadanía a los derechos sociales, su catálogo ha ido creciendo al tiempo que se fortalecían, precisamente por ello, los cimientos democráticos. En el siglo XXI algunos defendemos la existencia de un nuevo derecho, acorde con la evolución de la democracia como único marco para la resolución de cualquier reto político: el derecho a decidir. Ciertamente, se trata de un derecho que no recoge explícitamente ninguna legislación, ni nacional, ni internacional, lo que no quiere decir que no pueda fundamentarse sólidamente sobre ambos marcos jurídicos. Lo mismo ocurre, por cierto, con otros muchos derechos cuya vigencia no cuestionamos pese a que no figuren literalmente expresados en ninguna norma fundamental. El derecho al matrimonio entre miembros del mismo sexo, el derecho al descanso, el derecho al olvido de los datos informáticos, por citar solo algunos, son ejemplos de derechos con un fundamento constitucional evidente que nuestros legisladores no pudieron prever. Pero existen, nadie lo duda.
El derecho a decidir se encuentra en la misma situación. No, no hay que confundirlo con el derecho a la autodeterminación, este sí con una expresión explícita en la legislación internacional y que se vincula desde la segunda guerra mundial con los procesos de descolonización respecto de antiguos imperios coloniales. El derecho a decidir es otra cosa. Concretamente: es un derecho individual de ejercicio colectivo de los miembros de una comunidad territorialmente localizada y democráticamente organizada que permite expresar y realizar mediante un procedimiento democrático la voluntad de redefinir el estatus político y el marco institucional fundamentales de dicha comunidad, incluida la posibilidad de constituir un Estado independiente. A menudo, el debate sobre el derecho a decidir se ha presentado, en el mejor de los casos, como una tensión entre legalidad y legitimidad. Pero que nadie se equivoque, el debate es entre dos interpretaciones de la legalidad y la Constitución.
Jaume López, profesor de Ciencia Política de la Universitat Pompeu Fabra.