Un desarrollo mejor

El nombramiento de Jim Yong Kim como presidente de Banco Mundial puede haber sido predecible, dada la tradición de larga data que convierte la selección en una prerrogativa estadounidense. Pero incluso la competencia entre Kim y los otros candidatos, Ngozi Okonjo-Iweala y José Antonio Ocampo, sirvió para exponer una profunda fisura en el campo de la política del desarrollo, ya que Kim y sus rivales representan enfoques radicalmente distintos.

La visión que favorece Kim es de abajo hacia arriba. Se centra directamente en los pobres y la provisión de servicios –por ejemplo, educación, salud y microcréditos– a sus comunidades. El lema de esta tradición podría ser «el desarrollo se logra con un proyecto a la vez».

El otro enfoque, representado por Okonjo-Iweala y Ocampo, se centra en la economía en su conjunto. Enfatiza amplias reformas que afectan el entorno económico general y, por lo tanto, se centra en áreas como el comercio internacional, las finanzas, la macroeconomía y la gobernanza.

Los profesionales en el primer grupo idolatran a líderes de ONG como Mohammad Yunus, cuyo Banco Grameen fue pionero en las microfinanzas, y a Ela Bhatt, fundadora de la Asociación para el Autoempleo de Mujeres en la India (SEWA, por su sigla en inglés). Los héroes del segundo grupo son ministros de finanza o economía reformistas, como el indio Manmohan Singh, o el brasileño Fernando Henrique Cardoso.

A primera vista, esto puede parecer otra disputa entre economistas y no economistas, pero la grieta corre por dentro, no entre, los límites de la disciplina. Por ejemplo, los avances recientes en experimentos de campo y estudios aleatorios controlados (EAC), que corrieron como un reguero de pólvora entre los economistas de desarrollo, corresponden estrictamente a la tradición del desarrollo de abajo hacia arriba.

La eficacia relativa de las dos visiones no es fácil de determinar. Quienes favorecen el enfoque macro destacan que los mayores éxitos en desarrollo típicamente han sido resultado de reformas de la economía en su conjunto. Las impresionantes reducciones en la pobreza logradas por China en unas pocas décadas, así como por otros países del este asiático, como Corea del Sur y Taiwán, son en gran medida consecuencia de una mejor gestión económica (aún cuando las inversiones previas en educación y salud hayan podido tener un impacto). Fueron las reformas a los incentivos y derechos de propiedad, no los programas contra la pobreza, que permitieron el despegue de estas economías.

El problema que esas experiencias no han resultado tan reveladoras para otros países como uno quisiera. Las reformas al estilo asiático no son fácilmente transferibles y, en todo caso, hay grandes controversias sobre el rol de las políticas específicas. En especial, ¿cuál fue la clave del milagro asiático, la liberalización económica o los límites que se le impusieron?

Además, la tradición macro vacila entre recomendaciones específicas («fijar tarifas bajas y uniformes», «eliminar los techos a las tasas de interés de los bancos», «mejorar la calificación del “ambiente de negocios”») que encuentran apoyo limitado en la evidencia disponible en otros países, y recomendaciones amplias que carecen de contenidos operativos («integrarse a la economía mundial», «alcanzar la estabilidad macroeconómica», «mejorar el cumplimiento de los contratos»).

Los especialistas en desarrollo que forman parte de la tradición de abajo hacia arriba, pueden demostrar la eficacia de los proyectos educativos, de salud pública o microcréditos en contextos específicos. Pero, demasiado a menudo, esos proyectos se ocupan más de los síntomas de la pobreza que de sus causas.

La pobreza a menudo se encara mejor ayudando a los pobres a hacer algo totalmente distinto en vez de a mejorar lo que ya están haciendo. Esto requiere diversificar la producción, urbanización e industrialización, que a su vez necesitan intervenciones de política que pueden resultar considerablemente alejadas de los pobres (como mejorar el marco regulatorio, o ajustar el tipo de cambio).

Además, como sucede con las reformas económicas en el nivel macro, existen límites a lo que puede aprenderse de los proyectos individuales. Un EAC llevado a cabo en una situación específica no genera evidencia útil para los responsables de políticas en otros entornos. Aprender requiere cierto grado de extrapolación, convertir las evaluaciones aleatorias de evidencia cuantitativa, o dura, en evidencia cualitativa, o blanda.

La buena noticia es que se han logrado avances reales en las políticas de desarrollo y, más allá de las diferencias doctrinarias, existe una cierta convergencia –no sobre lo que funciona, sino sobre qué deberíamos pensar y sobre cómo hacer política de desarrollo. Lo mejor de los avances recientes en las dos tradiciones comparte predilecciones comunes. Ambos están en favor de estrategias de diagnóstico, pragmáticas, experimentales y específicas para cada contexto.

La política convencional de desarrollo ha sido propensa a las modas, pasando de una gran solución a otra. El desarrollo se ve limitado por la insuficiencia de gobierno, el exceso de gobierno, la falta del crédito, la ausencia de derechos de propiedad, y así sucesivamente. El remedio es la planificación, el Consenso de Washington, los microcréditos, o la distribución entre los pobres de derechos de propiedad sobre la tierra.

Por el contrario, los nuevos enfoques son agnósticos. Reconocen que no sabemos qué es lo que funciona, y que las restricciones limitantes para el desarrollo suelen ser específicas para cada contexto. La experimentación de políticas es parte central del descubrimiento, junto con el control y la evaluación para cerrar el ciclo de aprendizaje. Las pruebas no necesariamente tienen que ser del tipo EAC; China ciertamente aprendió de sus experimentos de política sin un grupo de control adecuado.

Los reformistas que propugnan este estilo sospechan de las «mejores prácticas» y los programas universales. Buscan en su lugar innovaciones de política, grandes y pequeñas, personalizadas según las circunstancias económicas y complicaciones políticas locales.

El campo de la política de desarrollo puede y debe reunificarse alrededor de estos enfoques contextuales y de diagnóstico compartido. Los economistas de macrodesarrollo deben reconocer las ventajas del enfoque experimental y adoptar la mentalidad de los entusiastas de la evaluación aleatoria respecto de las políticas. Los economistas de microdesarrollo deben reconocer que se puede aprender a partir de distintos tipos de evidencia y que, si bien las evaluaciones aleatorias son tremendamente útiles, la utilidad de sus resultados a menudo se ve restringida por el reducido ámbito de su aplicación.

En definitiva, ambos bandos deberían mostrar una mayor humildad: los profesionales del macrodesarrollo respecto de lo que ya saben, y los profesionales del microdesarrollo, sobre lo que pueden aprender.

Dani Rodrik is a professor at Harvard University’s Kennedy School of Government and a leading scholar of globalization and economic development. Traducido al español por Leopoldo Gurman.

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