De nuevo, cual Guadiana que se oculta y reaparece, nos encontramos frente a frente con una difícil situación en nuestras relaciones con el Reino de Marruecos, que en parte deriva de intereses contradictorios y en parte de nuestros propios errores. En esta ocasión es el tratamiento de la cuestión saharaui el que nos enfrenta al Gobierno de Rabat, un problema del que no podemos librarnos, por mucho que nuestras autoridades lo deseen.
España es la potencia administradora del Sahara, el Estado que se comprometió en Naciones Unidas a gestionar la descolonización de este territorio que durante años estuvo bajo su control. Aprovechando la debilidad institucional creada por la enfermedad y muerte de Franco, el entonces Rey Hassan II planteó un reto diplomático-militar en forma de Marcha Verde, una masa humana desarmada que se dirigió hacia el Sahara en defensa de la soberanía marroquí de aquel territorio. Los dirigentes españoles de entonces valoraron sus fuerzas y optaron por ceder, en la idea de que un enfrentamiento podía desestabilizar la de por sí compleja transición del franquismo a la Monarquía democrática. La pacífica convivencia entre los españoles, la definitiva superación de la Guerra Civil, aconsejaba el sacrificio de los derechos saharauis que, por otra parte, tantos quebraderos de cabeza nos habían provocado con sus actos violentos.
No sé si el enfrentamiento con Marruecos hubiera desestabilizado la transición, lo que es evidente es que España actuó indignamente. Nuestra diplomacia, tan comprometida de palabra con el multilateralismo y tan defensora de Naciones Unidas, incumplió sus obligaciones, cedió la administración a Marruecos y Mauritania, aunque no tenía competencias para ello, y situó la descolonización del Sahara en un callejón sin salida.
Para la Monarquía alauí, la anexión del Sahara es un objetivo fundamental y hará todo lo que esté en su mano para conseguirlo, más aún si tenemos en cuenta los sacrificios —diplomáticos, económicos y militares— que ha realizado a lo largo de estos años. Nadie, ni siquiera Argelia, está dispuesto a enviar una fuerza expedicionaria para rescatar el Sahara de las manos de Marruecos. Los márgenes de acción son por lo tanto estrechos y en ese pequeño espacio se ha movido nuestra diplomacia.
Para España es esencial mantener unas relaciones correctas y equilibradas con nuestros dos grandes vecinos del sur: Marruecos y Argelia. Con los dos tenemos una relación de siglos, de los dos dependemos para aspectos capitales de nuestra actividad: seguridad, emigración, aprovisionamiento de energía. Nuestros destinos están unidos. Necesitamos que ambos países sean prósperos y que colaboren con nosotros en el esfuerzo común de garantizar la estabilidad en la zona del Estrecho. La UCD, con diplomáticos como Marcelino Oreja y Juan Pedro Pérez-Llorca, desarrolló una política exterior en la que se reivindicaba la convocatoria de un referendo para que los saharauis decidieran su futuro, tal como estableció Naciones Unidas, al tiempo que se trataba de mantener una relación positiva con Marruecos y se aumentaba la dependencia energética respecto de Argelia.
La llegada del Partido Socialista al poder nos deparó uno de esos ejemplos de incoherencia a los que nos tiene acostumbrados. De una defensa extrema de la causa saharaui se pasó a una sorprendente comprensión de las posiciones marroquíes, en el marco de una reconstrucción de los Pactos de Familia por los que la diplomacia española se subordinaba a los intereses franceses. Con disciplina leninista, medios de comunicación que habían defendido una posición pasaron a comprender la contraria, al tiempo que depuraban sus redacciones de periodistas incómodos. Con Morán se colocó sobre la mesa el argumento de que era esencial para España la estabilidad de Marruecos, de lo que se derivaba que, de nuevo, los intereses nacionales requerían el sacrificio de la causa saharaui. De forma más discreta, un segundo argumento se fue imponiendo entre políticos y diplomáticos de izquierda: servir la cesión del Sahara como garantía de tranquilidad para Ceuta y Melilla.
José María Aznar retomó la posición establecida por Marcelino Oreja y buscó reequilibrar nuestra diplomacia en el Estrecho con una posición equidistante entre Argelia y Marruecos, mientras que la relación de dependencia respecto de Francia daba paso a una política más ambiciosa y autónoma. Del éxito de esa apertura da testimonio el apoyo internacional recibido por España ante la agresión marroquí en la crisis del islote de Perejil. El joven Rey comprendió que si quería mantener en el futuro pulsos de esa naturaleza con España necesitaba mejorar sus relaciones con Washington, tarea a la que se entregó aprovechando el renacer de un antinorteamericanismo primario con la llegada de Rodríguez Zapatero a La Moncloa.
El tándem Zapatero-Moratinos dio un giro radical a nuestra política exterior, prescindiendo de la posición autónoma y atlantista, volviendo al seguidismo de Francia y profundizando en el giro pro-marroquí inaugurado por González. Una política coherente con la vuelta a una posición pro-árabe en la crisis de Oriente Medio. Esta nueva diplomacia tenía varios costes inmediatos, el primero de los cuales era la renuncia a la defensa de los derechos humanos en nuestra acción exterior, entrando de nuevo en abierta contradicción con la retórica oficial. El segundo, derivado del anterior, el abandono de la causa democrática y la aproximación y defensa de regímenes dictatoriales o gobiernos autoritarios.
En el área magrebí la opción pro-marroquí supuso una crisis seria de nuestras relaciones con Argelia, así como un alza de los precios del gas, a manera de impuesto por nuestra infidelidad. La cesión ante las demandas marroquíes y nuestra debilidad en Europa convencieron a Estados Unidos de la inviabilidad de la causa saharaui. Mohamed VI ha fortalecido el vínculo diplomático con Washington en una región crítica para la potencia norteamericana, ha estrechado la colaboración en el terreno de la inteligencia y ha realizado importantes concesiones a las empresas de ese país.
El resultado es que nuestra diplomacia se encuentra más expuesta que nunca al chantaje marroquí, siempre dispuesto a utilizar la gestión de los flujos migratorios, del contrabando, de la pesca, el islamismo, el futuro de Ceuta y Melilla y el comportamiento de la población de origen marroquí en España como palancas para forzar voluntades, sobre todo cuando no hay disposición a la defensa de los intereses nacionales. Con Moratinos o con Jiménez la diplomacia española está al albur de los movimientos de la corte marroquí, obligada a justificar violaciones de derechos humanos o cualquier otra arbitrariedad.
Marruecos sabe quién es y qué quiere. Su estabilidad no está garantizada, pero no hay por qué pensar que la nuestra es mayor. Con Zapatero la diplomacia española ha venido a reflejar la crisis de identidad nacional, la falta de valores e intereses y la carencia de firmeza necesaria para ser alguien en política internacional. Nunca estuvimos peor desde la muerte del general Franco y no recuperaremos el pulso a menos que antes pongamos en orden nuestra política interior, condición sin la cual difícilmente podremos establecer unos objetivos claros en nuestra dimensión exterior.
Florentino Portero, profesor de Historia de la UNED.