Apenas rota la tregua, el ministro Rubalcaba hizo unas breves declaraciones por televisión acerca del balance de la misma en términos de capacidad operativa de ETA. Frente a la opinión común de que la organización terrorista se había fortalecido, él precisaba que ahora contaba con 95 militantes menos que al declarar el 'alto el fuego permanente'. El espectador ingenuo se debió de quedar asombrado ante tanta precisión. En realidad, se trataba de una media verdad que ocultaba un engaño: 95 eran los etarras detenidos desde entonces, con lo cual era cierto que la banda los había perdido, pero Rubalcaba dejaba fuera de su balance a los que en esos trece meses y medio pudieron ingresar en ETA. Pura propaganda.
Algo parecido sucedió, con mucha mayor gravedad, al afirmar solemnemente el presidente Zapatero, en aquella célebre comparecencia ante los periodistas en los pasillos del Congreso de 29 de junio de 2006, que «la democracia no va a pagar ningún precio por la paz». Hoy que mal que bien está hecha la crónica de la tregua, por lo menos en momentos esenciales, podemos decir que se confirman las sospechas de entonces: a ETA no se iba a pagar nada, cierto; el pago estaba dispuesto, en las líneas y con el contenido trazados por Eguiguren, para Batasuna y en la futura mesa política.
Los relatos publicados en estos últimos días por los medios más prestigiosos arrojan considerable luz sobre el famoso proceso, desarrollado prácticamente en la oscuridad hasta fines del pasado año. Sin duda, seguirán llegando elementos de juicio que compensen el ahora ya perfectamente explicable silencio del Gobierno, y dejen bien claros los perfiles de iniciativas, reuniones y, sobre todo, las causas del endurecimiento de ETA a lo largo del verano de 2006. El único que nada aporta es el presidente, que además se permite proporcionar explicaciones para besugos, tales como la referencia a los «etarras descerebrados».
De momento, conocemos mejor a los protagonistas. El papel de Jesús Eguiguren como interlocutor privilegiado no constituía ningún secreto, pero sí que en la práctica su importancia dentro del drama sea comparable a la de Maragall en la gestación del Estatut, hasta el punto de que la enredadera de propuestas ofrecidas a través de él a Batasuna y a ETA reproduzca en lo esencial lo planteado en su libro de 2003, el que entusiasmaba a Otegi y llevó 'Josu Ternera' bajo el brazo en la primera entrevista entre ambos celebrada en Ginebra. En una versión ampliada de lo que bosquejó Ollora desde el PNV, ahora desde el PSE, con aval de Zapatero, la oferta era completa: aceptación de la existencia del 'conflicto' político entre el Estado español y Euskadi, resolución en los términos de una 'libre decisión' de los vascos, sin interferencias de Madrid, previa incorporación de Navarra para formar el sujeto soñado, Euskal Herria. No es casual que desde entonces el Gobierno y el PSE se movieran dentro del campo léxico de ETA-Batasuna. La novedad, en línea por lo demás con Mikel Antza, residía en que para que la aceptación de tales propuestas fuera indolora, se preveía un calendario de avances escalonados. De cara a la efectividad de la tregua, resultaba evidente que la negociación por presos con ETA a cambio de 'paz' debía preceder a las entregas políticas. En plena euforia por una negociación culminada en el 'Congreso de la Paz', previsto para diciembre, ¿quién iba a resistirse a unas concesiones convenientemente disfrazadas? Los que hablábamos de la distancia entre la demanda de ETA y la muralla de la Constitución nos equivocábamos, por lo menos hasta el otoño de 2006.
No eran, pues, inocentes las palabras pronunciadas por Zapatero el 29 de junio, que gustaron a Batasuna: «El Gobierno respetará las decisiones de los ciudadanos vascos que se adopten libremente», con respeto a «la normativa y los procedimientos legales». En un sentido muy amplio, apuntaban al 'respeto' a una futura autodeterminación. Una vez obtenida el 17 de mayo del Congreso la luz verde para la negociación a la vista de «actitudes inequívocas» que anunciaran el fin de la violencia, Zapatero hablará siempre mirando hacia ETA y Batasuna, destinatarios de sus mensajes, supuesto que menciones como la citada confirmaban los propósitos anunciados, en tanto que evitará toda información institucional o para los ciudadanos, incluso después del atentado de Barajas. Habría sido difícil insistir ante la opinión pública en la bondad del 'proceso de paz' cuando sus perspectivas eran nulas, igual que antes por sus implicaciones respecto del orden constitucional. Más valía potenciarlo simbólicamente, con maniobras fallidas que sólo servían para incrementar el prestigio de sus interlocutores: mediación frustrada del cardenal Etchegaray, concesión inequívoca al marco de Euskal Herria, o surrealista presentación del proyecto en el Parlamento de Bruselas. Batasuna, partido ilegalizado, pasaba a ser tratado de igual a igual, desde un dualismo que reflejaba la idea de 'conflicto'. Pero ETA tiró todo por tierra, con toda probabilidad al rechazar la solución bifásica que aplazaba la obtención de los objetivos a corto plazo de autodeterminación y territorialidad, conforme puso de relieve con otras palabras en su comunicado de agosto. Y Batasuna no era nada ante ETA: lección para el futuro.
A partir de ahí, Zapatero tuvo que ir más allá de la simple ocultación. En vísperas de la explosión de la T4, sabía perfectamente que no había posibilidad de acuerdo y a pesar de ello hizo una exhibición de optimismo. Da la sensación de ser un hombre que a la superficialidad de sus análisis une la inquebrantable determinación, tanto de insistir en el camino elegido como de encubrir luego a toda costa los propios errores. Por eso, aunque el pasado es pasado, y ahora cuente el enfrentamiento con ETA, no cabe olvidar la inseguridad que introducen algunos párrafos de su declaración primera tras la nota etarra. Sigue hablando de «abrir un marco de convivencia» donde quepan todas las opciones, y que sin violencia terrorista «el futuro de los vascos depende y dependerá de ellos mismos en el marco de la ley (no de la Constitución) y de la democracia». Estamos cerca del 29 de junio. Insistirá, no cabe duda. Gracias a ello, ETA es un trapecista que actúa con red.
Como mínimo, Zapatero piensa haber acertado, lo que no cierra a largo plazo la repetición de su error estratégico. No cambia de vía y se sitúa siempre en el corto plazo. Es lo que le llevó a silenciar durante meses la muerte de la tregua y a crear el caos jurídico culminado con ANV. De ahí que con toda seguridad, por arañar un poder mal ganado, a la vista de los resultados del PSE, pase por alto lo que significa una acción de gobierno de Nafarroa Bai -guiada por un partido que busca la independencia mediante la autodeterminación- en la construcción del proyecto abertzale y secesionista de Euskal Herria. El hecho de que Aralar rechace el terror no afecta a su inserción en una izquierda abertzale -ahí está la cesión de puestos a ANV-, y por consiguiente a un sector político incompatible con la concepción del Estado democrático español que Zapatero debiera defender. Una cosa es saludar un independentismo ajeno al terror; otro dar un empujón decisivo a la realización de sus fines en Navarra.
Ahora que se cumplen los treinta años de las primeras elecciones democráticas, el pacto navarro constituye la mejor ilustración de cómo una gestión descerebrada puede poner en peligro un edificio político que tanto costó construir.
Antonio Elorza, catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.