¿Un dictador democrático en Egipto?

Hace pocos días, Mohamed Morsi, el primer presidente civil electo de la historia de Egipto, se otorgó por decreto poderes extraordinarios de alcance transitorio, con el objetivo, según dice, de poder cumplir las metas de la revolución que derrocó a la dictadura de Hosni Mubarak. Pero los decretos generaron fuerte oposición en muchas de las fuerzas revolucionarias que participaron en el derrocamiento de Mubarak (y también en las fuerzas que eran leales al ex dictador), lo que llevó a una nueva serie de protestas en la plaza Tahrir de El Cairo.

Morsi se encuentra en la extraña posición de tener que defender su posición contra los manifestantes y al mismo tiempo hacer causa común con ellos. “Comparto vuestro sueño de tener para todos los egipcios una constitución que establezca tres poderes separados: ejecutivo, legislativo y judicial”, les dijo a sus oponentes. “Y no dejaré que nadie prive a los egipcios de esta posibilidad”. Pero, ¿era el “autogolpe” de Morsi necesario para hacer realidad los objetivos democráticos declarados de la revolución?

La nueva Declaración Constitucional del presidente Morsi, llamada Ley de Protección de la Revolución, y los nuevos decretos presidenciales persiguen varios objetivos:

  • destituir al fiscal general, un remanente de la era de Mubarak, por no haber logrado condenas para decenas de funcionarios de ese régimen acusados de corrupción y/o abuso del poder;
  • proteger a las otras instituciones compuestas directa o indirectamente por vía electoral (en todas las cuales hay mayoría islamista) de intentos de disolución por parte de los jueces del Tribunal Constitucional (en su mayoría, remanentes de la era Mubarak);
  • volver a enjuiciar a los generales de las fuerzas de seguridad de Mubarak;
  • indemnizar y pensionar a quienes fueron víctimas de la represión durante y después de la revolución.

Aunque la mayoría de los egipcios estén de acuerdo con los objetivos de Morsi, muchos de ellos consideran que semejante ampliación de los poderes presidenciales es un exceso. Dada la extrema polarización de Egipto y el recelo mutuo entre las fuerzas islamistas del país y las seculares, Morsi podía prever las protestas. Después de todo, la desconfianza hacia los poderosos fue uno de los principales motores de la revolución; y otro de los motivos fue cierta actitud de “suma cero” que hace que los oponentes vean como una derrota propia cualquier avance de Morsi.

Las fuerzas contrarias a Morsi están atravesadas por una clara división ideológica y política. El premio Nobel Mohamed El Baradei, un reformista liberal, tiene poco en común con Ahmed El Zind, jefe del Club de los Jueces y leal a Mubarak. Pero los opositores a Morsi que apoyaron la revolución consideran que el precio puesto a la limpieza del sistema judicial es demasiado alto: en su opinión, la declaración constitucional es un camino hacia la dictadura.

De hecho, la declaración pone los decretos presidenciales a resguardo de cualquier revisión judicial (aunque Morsi estipuló que se aplicara solamente a cuestiones de “soberanía” y recalcó el carácter transitorio de la declaración). También otorga al presidente poderes extraordinarios para hacer frente a amenazas sobre las que no hay definiciones precisas, por ejemplo, aquellas que “pongan en peligro la supervivencia de la nación”. Estas disposiciones solo se anularán si el referendo popular convocado para el 15 de diciembre aprueba la propuesta de nueva constitución.

Pero las facciones opositoras tampoco han sido respetuosas de los principios democráticos. Formadas más que nada por perdedores de las elecciones o remanentes del régimen de Mubarak, algunas de ellas no se conforman con lograr la anulación de los decretos de Morsi, sino que quieren derribar su gobierno. Por ejemplo, El Baradei “espera” que el ejército cumpla su deber con la nación e intervenga si “la situación se descontrola”, postura que no suena muy democrática vistos los antecedentes del ejército.

Evidentemente, los decretos de Morsi aumentaron la polarización de la política egipcia, lo cual, en el peor de los casos, puede dar lugar a enfrentamientos callejeros entre las facciones pro y anti Morsi más radicales. La historia nos enseña que enfrentamientos de este tipo suelen terminar en una guerra civil (por ejemplo, España en 1936 o Tayikistán en 1992) o en un feroz golpe militar (Indonesia en 1965 y Turquía en 1980).

Sin embargo, para Morsi y sus partidarios era imperioso neutralizar a los jueces del Tribunal Constitucional, que el pasado junio dictaminaron la disolución de la primera Asamblea Popular (cámara baja del parlamento) surgida de elecciones libres, después de la revolución. Los seguidores de Morsi aducen que el Tribunal está politizado y que tenía intenciones de disolver el Consejo Consultivo (la cámara alta) y la Asamblea Constitucional (algunos de los jueces integrantes habían emitido públicamente señales en este sentido). Del mismo modo, el fiscal general fue destituido por no presentar pruebas sólidas contra los jefes y oficiales de las fuerzas de seguridad de Mubarak acusados de matar a manifestantes, omisión que condujo a la absolución de casi todos ellos.

Morsi accedió a la presidencia con apenas el 51,7% de los votos, lo que lo obliga a estar atento a las demandas de sus partidarios, especialmente los islamistas y los revolucionarios víctimas de las fuerzas de seguridad. Pero muchos de los revolucionarios consideran que había otros modos de despedir a un fiscal corrupto y limpiar el sistema judicial.

Por ejemplo, una de las demandas de la revolución desde las primeras semanas fue que se dictara una ley para regular el sistema judicial. Pero Morsi se enfrentaba a un dilema, porque si se aprobaba la ley, el Tribunal Constitucional podía anularla y volver todo a foja cero. No sería la primera vez que Morsi se veía obligado a dar marcha atrás: ya en julio de 2012, bajo presión del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, tuvo que desistir de reinstaurar el parlamento electo; después de eso, tampoco tuvo éxito en su intento de apartar al fiscal general designándolo embajador de Egipto ante la Santa Sede.

La “Declaración Constitucional” de Morsi fue una medida decisiva (aunque antidemocrática, polarizante y, por consiguiente, políticamente costosa) para salir del atasco. Es cierto que ha habido otros países donde se apeló a esta clase de decretos en medio de una transición política y el resultado fue una dictadura en vez de una democracia, pero en ninguno de esos países había una institución judicial politizada dispuesta a arruinar el proceso de democratización.

De hecho, casi dos años después del inicio de la revolución, no ha habido ninguna reforma significativa de las fuerzas de seguridad de Egipto. Ahora que Morsi intenta forzar la salida del fiscal general, no podrá abrir otro frente de conflicto con los generales de las fuerzas de seguridad de Mubarak, a quienes necesita para la protección de las instituciones del Estado y el mantenimiento de un nivel mínimo de seguridad pública.

Parece que las fuerzas de seguridad serán el único sector que saldrá ganando de la crisis. Protegerán la legalidad, pero se cobrarán por ello un precio que quedará reflejado en la constitución de Egipto y en las normas no escritas de la nueva política egipcia. En comparación con los decretos de alcance temporario de Morsi, esta es una amenaza mucho más seria y duradera contra la democratización de Egipto.

Omar Ashour, Director of Middle East Graduate Studies, Institute of Arab and Islamic Studies, University of Exeter, and Visiting Fellow at the Brookings Doha Center, is the author of The De-Radicalization of Jihadists: Transforming Armed Islamist Movements and From Good Cop to Bad Cop: The Challenge of Security Sector Reform in Egypt. Traducción: Esteban Flamini.

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