Un discurso sobre la identidad

Este lugar, sus torres de vigilantes, sus cámaras de gas, sus barracones, todo es testimonio de lo que no puede volver a suceder y es importante preservarlo para que las nuevas generaciones puedan visitarlo y conocer la barbarie que aquí tuvo lugar”. Son palabras de Ángela Merkel, pronunciadas, hace tan solo unos días, en el campo alemán de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Con ellas, la canciller alemana se asomaba —quién sabe si por última vez en público— al inabarcable precipicio europeo del siglo XX: el Holocausto nazi.

Nunca un discurso de esta naturaleza tuvo antes un significado tan alto como el que ha alcanzado en esta ocasión. Quizá porque, en el momento de anteriores visitas de cancilleres alemanes —Helmut Schmidt (1977) y Helmut Kohl (1989 y 1995)—, no habían proliferado como ahora diferentes fenómenos ultranacionalistas envenenando con éxito la cultura democrática europea.

Lo relevante no está, esta vez, en la aceptación de la responsabilidad histórica de II Guerra Mundial y el Holocausto nazi, algo a lo que Alemania está más que acostumbrada desde hace décadas.

La clave se sitúa un paso más allá; en la valentía con la que Merkel relaciona la construcción de las identidades nacionales con los hechos más desgarradores del pasado.

“Es importante nombrar claramente a los responsables, nosotros, los alemanes… Y esa es una responsabilidad que no termina, que no es negociable y que es indisociable de nuestra identidad nacional”. ¿Habían escuchado alguna vez a algún dirigente político que asume que la identidad nacional del país que dirige es indisociable de las atrocidades que en su nombre fueron cometidas en el pasado?

Merkel afronta así el siempre difícil dilema de la identidad, la memoria y la responsabilidad histórica. Porque es cierto, comprendemos la responsabilidad, la solidaridad y la empatía como un ejercicio que se proyecta siempre hacia el presente. Olvidamos que también está disponible, para quien se atreva a intentarlo, un bello vínculo con las víctimas del pasado, con personas que sufrieron en marcos temporales que ya no son los nuestros pero que se filtran por los hilos invisibles de la historia hasta aparecer entre nosotros de la manera más insospechada.

Es una solidaridad hacia atrás, hacia los que sufrieron ayer, lejos de nuestra época, pero que nos interpelan hoy a través de complejos procesos a veces emocionales y a veces políticos que habitan todavía entre nosotros. Merkel mira de frente a todo eso. Al hacerlo, no duda en señalar que la identidad nacional alemana no se puede disociar de lo que hicieron. Nosotros siempre seremos lo que hicimos aquí, nos dice. Siempre seremos lo que hicimos en Auschwitz. No hay posibilidad de definición identitaria para Alemania al margen de esa carga vertida sobre un nosotros que pronuncia en un plural extendido por tiempo y espacio. Alemania podrá ser lo que decida la sociedad alemana, pero nunca nada que no parta de aquello, nada que lo obvie, que lo niegue o que no lo tenga en cuenta. “Indisociable de nuestra identidad nacional”.

De repente, algo brilla. Algo recuerda, por un instante, a las cosas tal y como eran hace no tantos años en nuestro panorama político. Porque en quien así resuelve los nudos múltiples de la identidad, la responsabilidad, la memoria y las amenazas políticas actuales, seguramente descansen las últimas luces de un liderazgo político de altura, capacitado para producir orgullo dentro de este desolador panorama político europeo.

Ojalá este ejemplo dejado por Ángela Merkel hubiera ocupado el centro del debate en estos últimos días. Ojalá viéramos que por ahí hay opciones llenas de altura esperando para afrontar con ellas las principales amenazas que tiene hoy Europa. Especialmente, en el endiablado laberinto que aparece cada vez que nos adentramos en asuntos tan complejos como las heridas del pasado, la memoria y la identidad nacional.

Ojalá pasara, por ejemplo, en Euskadi, donde estos días atrás hemos visto que las fuerzas políticas vascas ya se adentran en fases avanzadas de los trabajos de redacción de un nuevo Estatuto de Autonomía, marco jurídico del que nos dotamos los vascos, junto a la Constitución, para definir qué somos, qué es Euskadi, articular nuestro autogobierno y ordenar nuestra convivencia.

El ejemplo dejado por Merkel invita a soñar con una mayoría clara en el Parlamento Vasco que considerara que la identidad colectiva de los vascos es indesligable de la memoria de las víctimas de ETA. Porque no hay posibilidad de definición identitaria de lo vasco que no tenga en cuenta que, en Euskadi, se desarrolló durante cinco décadas una tentativa totalitaria de purificación nacional que se llevó a cabo a través de los asesinatos selectivos de casi mil personas. No hay un nosotros posible que no tenga en cuenta semejante vacío, ni articulación posible de la convivencia que no parta de la memoria de todos aquellos que le sobraron a ETA en ese sueño de purificación que fue, de fondo, la mayor amenaza a la convivencia que nunca hayamos tenido. Entre los múltiples elementos que deben inspirar nuestra identidad colectiva y nuestro marco convivencial, uno de ellos debería ser ese. Sin miedo a reconocer lo evidente; algo fue mal, algo no funcionó bien en el corazón mismo de la sociedad vasca cuando un proyecto totalitario nació y perduró durante cinco décadas entre miles de vascos que lo justificaron y miles de vascos que miraron hacia otro lado.

Por eso está disponible, también para nosotros, un vínculo hacia atrás que es, a la vez, un ejercicio de responsabilidad con el presente y un instrumento de prevención hacia el futuro.

En el punto en el que nos encontramos, las fuerzas políticas discuten sobre el nombre que tenemos. Dudan entre distintas posibilidades, la palabra Euskadi, por ejemplo, o los conceptos algo más fríos de comunidad autónoma de Euskadi o comunidad estatal vasca. Seguro que, en ese ejercicio de búsqueda, habrá quien recuerde que el nombre que tenemos es la palabra que usamos para referir lo que hemos sido y somos. Y ahí, algo desgarrador nos pregunta por el significado que le damos. La respuesta quedará clara, de una forma u otra, en nuestro Estatuto de Autonomía, porque se plantea frente a un espejo insalvable; ¿es nuestra identidad como vascos disociable o indisociable de la memoria de las víctimas del totalitarismo de ETA? Esa es la gran pregunta que nos deja Ángela Merkel.La respuesta le corresponde ahora al Parlamento Vasco.

Eduardo Madina es director de KREAB Research Unit, unidad de análisis y estudios de la consultora KREAB en su división en España.

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