Un disidente en China

Para China, el 2009 fue un buen año. La economía china siguió creciendo estrepitosamente en medio de una recesión mundial. El presidente norteamericano, Barack Obama, visitó China, más con el espíritu de quien suplica ante una corte imperial que como el líder de la mayor superpotencia del mundo. Incluso la cumbre de Copenhague sobre cambio climático terminó exactamente como quería China: en un intento fallido por comprometer a China, o a cualquier otra nación industrial, a hacer recortes significativos en las emisiones de carbono, mientras toda la culpa recayó sobre Estados Unidos.

El Gobierno chino, bajo el Partido Comunista, tiene todas las razones para sentirse seguro. ¿Por qué, entonces, un ex profesor amable de literatura llamado Liu Xiaobo tuvo que ser sentenciado a once años de prisión, sólo porque defendió públicamente la libertad de expresión y el fin del régimen unipartidario?

En el 2008, Liu fue uno de los autores de una petición, la Carta 08, firmada por miles de chinos, que instaba a que se respetaran los derechos básicos. Liu no es un rebelde violento. Sus opiniones, en artículos publicados en internet, son absolutamente pacíficas.

Sin embargo, fue encarcelado por "incitar a la subversión del poder del Estado".

Salta a la vista que la noción de que Liu podría ser capaz de subvertir el inmenso poder del Partido Comunista de China es absurda. Y, sin embargo, las autoridades claramente creen que tenían que dar ejemplo con él, para impedir que otros expresaran opiniones similares.

¿Por qué un régimen que parece ser tan seguro considera tan peligrosa una simple opinión, o incluso una petición pacífica? Quizá porque el régimen no se siente tan seguro como parece.

Sin legitimidad, ningún gobierno puede gobernar con alguna sensación de confianza. Existen muchas maneras de legitimar los acuerdos políticos. La democracia liberal es sólo una invención reciente. La monarquía hereditaria, muchas veces respaldada por la autoridad divina, ha funcionado en el pasado. Y algunos autócratas modernos, como Robert Mugabe, se han visto favorecidos por sus credenciales como luchadores por la libertad nacional.

China ha cambiado mucho en el último siglo, pero sigue siendo igual en un sentido: todavía está gobernada por una concepción religiosa de la política. La legitimidad no se basa en dar y recibir, en los acuerdos necesarios y en los tejemanejes que conforman la base de una concepción económica de la política como la que apuntala la democracia liberal. Por el contrario, el cimiento de la política religiosa es una creencia compartida, impuesta desde arriba, en la ortodoxia ideológica.

En la China imperial, esto se refería a la ortodoxia de Confucio. El ideal del Estado confuciano es la "armonía". Si toda la gente se atiene a un conjunto determinado de creencias, que incluyen códigos morales de comportamiento, los conflictos desaparecerán. Los gobernados, en este sistema ideal, obedecerán naturalmente a sus gobernantes, de la misma manera que los hijos obedecen a sus padres.

Después de las diferentes revoluciones en las primeras décadas del siglo XX, el confucianismo fue reemplazado por una versión china del comunismo. El marxismo seducía a los intelectuales chinos, porque era estrictamente teórico, introducía una ortodoxia moral moderna y se basaba, como el confucianismo, en una promesa de armonía perfecta. En última instancia, en la utopía comunista, los conflictos de intereses desaparecerían. El régimen del presidente Mao combinaba elementos del sistema imperial chino con el totalitarismo comunista.

Esta ortodoxia, sin embargo, también estaba destinada a desaparecer. Son pocos los chinos, incluso en los altos rangos del Partido Comunista, que siguen siendo marxistas convencidos. Esto dejó un vacío ideológico, rápidamente ocupado en los años ochenta por la codicia, el cinismo y la corrupción. De esta crisis surgieron las manifestaciones en toda China, conocidas colectivamente como "Tiananmen". En 1989, Liu Xiaobo era un portavoz activo de las protestas estudiantiles contra la corrupción oficial y a favor de mayor libertad.

Poco después de la sangrienta represión en Tiananmen, una nueva ortodoxia reemplazó al marxismo chino: el nacionalismo chino. Sólo un régimen unipartidario garantizaría el continuo ascenso de China y pondría fin a siglos de humillación nacional. El Partido Comunista representaba el destino de China como una gran potencia. Dudar de esto no sólo era errado, sino antipatriótico, hasta "antichino".

Desde esta perspectiva, las opiniones críticas de Liu Xiaobo eran efectivamente subversivas. Arrojaban dudas sobre la ortodoxia oficial y, por ende, sobre la legitimidad del Estado. Preguntarse, como muchos lo hicieron, por qué el régimen chino se negó a negociar con los estudiantes en 1989 - o a llegar a algún acuerdo con sus críticos hoy-es no entender la naturaleza de la política religiosa. La negociación, el compromiso y el acuerdo son las marcas de la política económica, donde todo trato tiene su precio. Por el contrario, quienes gobiernan según una creencia compartida no pueden permitirse negociar, ya que eso minaría la propia creencia.

Esto no quiere decir que la concepción económica de la política les sea completamente extraña a los chinos - o, si vamos al caso, que la noción religiosa de la política sea desconocida en el Occidente democrático-.Pero la insistencia en la ortodoxia todavía es suficientemente fuerte en China como para seguir siendo la defensa por omisión en contra de los críticos políticos.

Estas cosas pueden cambiar. Otras sociedades confucianas, como Corea del Sur, Taiwán y Japón, hoy tienen democracias liberales prósperas, y no existe ningún motivo para creer que una transición de esta naturaleza resulte imposible en China.

Sin embargo, es poco probable que la presión externa la genere. Muchos no chinos - yo entre ellos-han firmado una carta de protesta contra el encarcelamiento de Liu Xiaobo. Es de esperar que esto le brinde consuelo a él y les sirva de respaldo moral a los chinos que comparten sus opiniones. Pero es poco probable que impresione a quienes creen en la actual ortodoxia del nacionalismo chino. Hasta que China se libere del control de la política religiosa, los ideales de Liu probablemente no echen raíces. Esto no es un buen presagio para China y, por cierto, tampoco para el resto del mundo.

Ian Buruma, profesor de Democracia, Derechos Humanos y Periodismo en el Bard College; autor de Asesinato en Amsterdam: La muerte de Theo van Gogh y los límites de la tolerancia © Project Syndicate, 2010. Traducción: Claudia Martínez.