Un, dos, tres...arruínense otra vez

Cómo nos envejece la presunta juventud de nuestros recuerdos! En mi memoria parece que fue ayer -y, sin embargo, han pasado más de 35 años- cuando el 24 de abril de 1972, 15 millones de espectadores, eso sí que eran audiencias, de la que José María García definiría pronto como «la mejor televisión que hay en España», nos quedamos subyugados por el debut de un programa concurso que, semana tras semana, habría de servir de campo de juego no sólo de nuestras fantasías, sino también de nuestros valores más reales.

Al inaugurar la carpa mágica del Un, dos, tres... responda otra vez el precoz hombre-prodigio de la industria audiovisual, Narciso Ibáñez Serrador -Chicho, hasta para sus enemigos- no sólo estaba ensamblando y sofisticando varios formatos de éxito como los ya españolizados La unión hace la fuerza y Cesta y puntos o el norteamericano Let's make a deal, sino que estaba levantando el telón sobre mucho más que las rodillas de minifalderas tan memorables como Agatha Lys, Blanca Estrada o después Victoria Abril. Lo que cada lunes empezó a desarrollarse ante las atónitas miradas de varias generaciones de adolescentes políticos de todas las edades fue una especie de pulso semanal entre la fortuna y el mérito, entre el oropel y la sustancia, entre la ocurrencia y el esfuerzo, entre el despilfarro y el ahorro, entre la picaresca y la rectitud. Hasta entonces el franquismo sólo había permitido ser del Madrid o del Barça, de Dominguín o de Ordóñez. Desde ese día también se podía ir con Kiko Ledgard o con Don Cicuta.

En una de sus intuiciones más geniales Chicho había decidido contraponer al dispendioso presentador peruano del pelo engominado que desplegaba, exhibía y repartía los billetes de mil como si fueran la baraja facilona de un tahúr -«Por 25 pesetas cada una (sic), nombres de futbolistas famosos, como por ejemplo Di Stéfano... Un, dos, tres... responda otra vez»-, la figura aparentemente estrafalaria y severa de aquel prócer oriundo de Tacañón del Todo que con su chistera y su levita protestaba contra las nada disimuladas ayudas que recibían los concursantes y hacía sonar la campana, la sirena y hasta una bocina de mano a lo Harpo Marx en el mismo instante en que concluía el tiempo convenido.

El personaje de Don Cicuta había sido concebido como una especie de continuación de la estricta censora que interpretaba Irene Gutiérrez Caba en Historias de la Frivolidad, algo así como una caricatura de cuanto había de retrógrado e inmovilista en el franquismo. Pero bien fuera por la impactante humanidad de Valentín Tornos -el actor que lo encarnaba a razón de 8.000 pesetas por programa-, bien fuera por la retranca e ironía con que Chicho iba moldeando los guiones, el caso es que Don Cicuta empezó a convertirse pronto en el paladín de la justicia frente a la arbitrariedad y en una especie de baluarte del pesimismo de la razón frente al optimismo de la voluntad. Al final de aquella primera y única temporada que Tornos pudo hacer completa, antes de enfermar gravemente, no había nadie que cayera tan bien a tanta gente como aquel vejestorio estrafalario que se empeñaba en denunciar la lluvia de duros a cuatro pesetas que empapaba el resto del programa.

Ni que decir tiene que todas mis simpatías se inclinaban por el bando justiciero de Don Cicuta y que no dejo de acordarme de sus aspavientos y ademanes ante la traca de dádivas de la subasta final -«¡Noooo, don Kiko... Otra vez un Seat 124, no!»- cada vez que estos días el vicepresidente Solbes se siente obligado a salir al paso de un nuevo compromiso de gasto electorero formulado por Zapatero o sus ministros. Con el añadido de que así como el Kiko Ledgard de La Moncloa acaba de renovar su elenco de marchosas secretarias con fichajes tan televisivos como los de Carme Chacón o Bernat Soria, su obligado antagonista ni siquiera cuenta en el equipo económico del Gobierno con un par de figuras con el suficiente empaque para asistirle, al modo en que Remigio Cicutilla y Arnaldo Cicutilla lo hacían con su mentor.

Solbes, como Don Cicuta, se ha visto en la necesidad de desempeñar el clásico papel del aguafiestas, comportándose como lo hizo Nicias cuando trató en vano de parar los pies al carismático Alcibíades, al advertir a los eufóricos atenienses que su economía no estaba en condiciones de afrontar la expedición a Sicilia que terminaría haciéndoles perder la Guerra del Peloponeso. Es lo que los ingleses llaman a wet blanket. ¿Cabe imaginar algo tan antipático y desagradable como «una manta mojada»? Pues así es como, de repente, se percibe al vicepresidente económico en los círculos más afines a La Moncloa. Era el refugio seguro que siempre proporcionaba el confort y protección de la ortodoxia y ahora sus masajes te dejan a escurrir porque producen una ducha de realidad en el momento político menos adecuado. Los más fanáticos han empezado a llamarle ya de todo.

Y, sin embargo, Solbes nunca se ha caracterizado ni por su arrojo ni por su disposición a mantener pulsos con sus compañeros de Gobierno o incluso con su jefe, tal y como se espera de un cabal ministro cancerbero de Economía y Hacienda. Episodios como el intento de asalto al BBVA, el cambio de normas en la Comisión de la Energía para facilitar la OPA de Gas Natural sobre Endesa o la vergonzosa claudicación de la CNMV ante la toma de control de la eléctrica por Acciona y Enel que deberían haber hecho reaccionar a todo buen guardián de la libertad económica y la transparencia de los mercados -como de hecho resultó serlo Manuel Conthe-, se han desencadenado ante la casi absoluta impasibilidad de Solbes.

¿Por qué quien calló una y otra vez ante las interferencias y chanchullos de la Oficina Económica de Moncloa sale ahora al paso de las pretensiones de incrementar el gasto público en vísperas de las elecciones tanto si se trata de los 2.500 euros como premio de natalidad, de las desgravaciones a los alquileres, de los pisos andaluces para todos, del pago de la factura del dentista de los niños o -ayer mismo- de las disparatadas ayudas a los hipotecados morosos? Probablemente la respuesta esté en la coyuntura. La del propio Solbes y la de la economía en general.

Después de haber sido el precursor de la rectificación en toda regla que tuvo que aplicar el PP tras la nefasta política de Solchaga, después de haber dejado una huella de solvencia y seriedad en su paso por la Comisión Europea y después de haber prolongado, e incluso expandido, contra muchos pronósticos el ciclo virtuoso de la economía española a lo largo de estos cuatro años, Solbes ha decidido poner fin a su vida pública y no está dispuesto a consentir que sus últimos Presupuestos puedan ser percibidos algún día como el comienzo de una etapa en la que se dilapide lo conseguido durante casi década y media de saneamiento y rigor.

Es cierto que las cuentas públicas tienen en este momento superávit, pero eso puede cambiar en un santiamén a nada que se aúne la pretensión de Zapatero de comprar votos con el dinero de todos con las intenciones prácticamente miméticas de sus aliados nacionalistas. Sólo una prórroga de los Presupuestos en vigor nos protegería de ese electoralismo manirroto y yo juraría que, disimulos al margen, eso es lo que más anhela Solbes, convencido de que las promesas de la campaña se las lleva luego el viento.

Zapatero daría lo que fuera por arrancar de Solbes un compromiso de continuidad, pues no en vano el propio Kiko Ledgard sabía mejor que nadie que su fullera simpatía suscitaba menos recelo en la medida en que el personal era consciente de que estaba siendo controlado por la honrada antipatía de Don Cicuta. Si el PSOE vuelve a ganar las elecciones, el presidente desplegará todos sus encantos para retener a su vicepresidente económico, pero dudo muy mucho de que lo consiga porque si alguien está al tanto de hasta qué punto el legado de esta legislatura de concesiones a los nacionalistas es una herencia envenenada -sobre todo en materia de financiación autonómica-, ése es Solbes. Cuando dijo lo de que los Presupuestos se habían convertido en un sudoku, no fue por hacer una gracia.

Y luego está, por supuesto, el feo horizonte internacional, cargado de turbulencias financieras que agravan nuestros problemas estructurales. Por muchos mensajes tranquilizadores que se lancen -¿cómo no van a estar interesados en hacerlo Botín o Alierta?- los mercados, lo hemos visto este mismo viernes, se empecinan en dar la razón a los grandes expertos que advierten de que la crisis de las hipotecas de alto riesgo ha dejado una estela de desconfianza, fruto de la imposibilidad de determinar hasta qué última tienda de comestibles ha llegado -mediante el diabólico proceso de titulización de la deuda- la fruta del árbol prohibido de la insolvencia. La contracción del crédito es un hecho y eso implicará inevitablemente menor inversión, menor crecimiento y más paro.

Que las constantes vitales de nuestra economía se conserven en casi perfecto estado de revista, con un crecimiento aún muy significativo y una inflación controlada, es compatible con el hecho de que la infección esté ya avanzando en el interior del organismo. Aunque Zapatero confíe en el tirón de la obra pública, difícilmente logrará compensar así la pérdida de actividad en la construcción de viviendas. Pese a que la demanda de las nuevas familias de emigrantes continúa potencialmente abierta, la subida de los tipos de interés ha dejado a muchos ahorradores exhaustos y al borde mismo del impagado. El parque de viviendas sin comprador no cesa de aumentar y los bancos ven peligrar la devolución de los créditos a las inmobiliarias con promociones aún sin acabar de construir. Sólo falta que termine de afianzarse la todavía leve tendencia a la baja del precio de la vivienda usada para que el «efecto riqueza» -fruto de la continua revalorización de la propiedad inmobiliaria-, que ha constituido la columna vertebral de esta última década de prosperidad, comience a diluirse peligrosamente.

En un momento en que el consumo interno aparece claramente lastrado por la erosión acumulada del poder adquisitivo de los salarios y la subida de productos de primera necesidad -sólo la depresión del dólar nos ayuda a pagar la gasolina, pero también hace más difíciles nuestras exportaciones-, la disyuntiva del gobernante que encara una campaña electoral es bien clara: presentar una propuesta creíble, con sentido de estadista, para tratar de reactivar la economía y prolongar un crecimiento que beneficie a medio plazo al conjunto de los ciudadanos o intentar satisfacer a corto plazo a aquellos segmentos concretos de la población que puedan parecer más sensibles a las dádivas del poder, adormeciendo al resto con milongas como la de que estamos en la Champions League de la economía.

Se trata, en definitiva, de elegir entre aprovechar el colchón del dinero que hay en las saneadas arcas públicas para bajar de forma significativa los impuestos o hacerlo para comprar votos. Parece claro que mientras Rajoy propugna lo primero, Zapatero ha escogido lo segundo. Y este debe ser, junto a la cuestión nacional, el gran campo de batalla ante las urnas.

Sólo una reducción considerable de las tarifas del Impuesto sobre la Renta, unida a la supresión del tan confiscatorio como anacrónico Impuesto sobre el Patrimonio, puede inyectar nuevos bríos al sistema económico a través de su cauce más natural que no es otro sino la reanimación de la capacidad de ahorro y consumo de las clases medias. Esa liberación de recursos, hoy cautivos de la presión fiscal, devolvería el vigor a la pedalada de nuestro crecimiento, mantendría con fuerza la actividad industrial -incluida la construcción- y alejaría el fantasma del retorno de los tiempos de la recesión y el paro, ensombrecido aún más si cabe por los riesgos de toda índole que acarrearía el desempleo masivo de la población inmigrante. Tal vez las Administraciones Públicas tendrían que apretarse el cinturón e incluso hacer una saludable cura de adelgazamiento pero, como ocurrió en tiempos de Aznar, la merma inicial de los ingresos del Estado quedaría compensada pronto con creces mediante el aumento de la actividad.

Ha llegado el momento de demostrar que bajar los impuestos -de forma significativa- puede ser, efectivamente, «de izquierdas» en la medida en que estimula la diseminación del bienestar, pero mucho me temo que Zapatero no va a pasar esa prueba del algodón. Que a la hora de la verdad, la inseguridad que late bajo su tacticismo oportunista va a llevarle a recurrir al rancio sistema clientelar basado en hacer exactamente eso que cuatro años atrás aseguró que no haría «nunca» en vísperas electorales: motivar a los votantes ancianos subiendo de forma extraordinaria las pensiones, motivar a los votantes jóvenes subvencionando los alquileres, motivar a los votantes recién casados entregándoles un cheque-bebé y motivar a los votantes no tan recién casados pagándoles el dentista de los niños.

Cada una de estas medidas puede parecer razonable por separado y en otro contexto temporal, pero la suma de todas ellas, cuando ni siquiera están de verdad hechas las cuentas de lo que, por ejemplo, nos va a costar la onerosísima Ley de Dependencia, puede terminar generando una deriva como la que frena desde hace tanto tiempo el crecimiento en Francia o la que ha tenido más de un lustro fuera de la pista a la otrora hipercompetitiva economía alemana. Con el agravante de que pasan las elecciones, el demagogo obtiene su más o menos efímera recompensa, pero el gasto se convierte en estructural. Así se labra la quiebra de las naciones. Sí, un año puedes jugar la Champions... y al siguiente descender a Segunda División.

¿Se dan cuenta de por qué, recordando que también fue aquel alegre tirar la casa por la ventana que acompañó a los fastos del 92 lo que arruinó a la España de las multidevaluaciones, la divergencia con Europa y el 20% de parados -hasta el punto de poner en entredicho la propia capacidad del aún frágil sistema democrático para impulsar la prosperidad de los ciudadanos-, me siento tentado a aplaudir con las orejas cada vez que Solbes dirige a Zapatero su lastimera jeremiada preventiva con la misma honradez cabal con que lo hacía Don Cicuta, tirándole de la chaqueta del esmoquin a aquel simpático expendedor de regalos y talante: «¡Noooo, don Kiko... Otra vez un Seat 124, no!», que no podemos permitírnoslo?

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.