Un ejercicio de candidez

Unos días atrás, una conversación con el humorista Berto Romero en este periódico suscitó el tipo de reacción que casi toda afirmación de relevancia provoca en las redes sociales en nuestros días, una mezcla de rechazo estruendoso y tímida aprobación. Romero admitía haber dejado de pronunciarse sobre las divisiones en la sociedad catalana en torno al tema de la independencia porque su postura, “la equidistancia, no era apreciada”.

A lo largo de los últimos años, Berto Romero ha desarrollado en radio y televisión, así como en el teatro, un tipo de humor en español y en catalán cuyo sello distintivo es una cierta candidez; como el primer Woody Allen, Romero puede producir risas y al mismo tiempo inspirar ternura, y como Albert Pla, expresar ideas singularmente subversivas bajo la apariencia de la comedia de costumbres. Pero la más radical de sus ideas ha resultado ser, inesperadamente, la de que una persona pública puede respetar todas las posiciones, no sólo las propias. Quizás también haya sido cándido al insinuar esa posibilidad, desafortunadamente.

Al ejercicio de comprensión del otro que Romero proponía en la entrevista suele llamárselo “ecuanimidad” y, en ocasiones, “empatía”, y no parece ser muy popular, si se consideran las reacciones en redes sociales: acusaciones de intentar conservar un público que estaría dividido entre independentistas y contrarios a la independencia, de favorecer la comisión de delitos, ignorar la existencia de personas encarceladas y exiliadas, ser secretamente independentista, ser secretamente antiindependentista, etcétera.

La escritora británica Elif Shafak caracteriza la nuestra como una época en la que existe un rechazo absoluto a la idea de intentar comprender los argumentos del otro. En How to Stay Sane in an Age of Division, su último libro, Shafak observa acertadamente que la crudeza de los debates en redes sociales es el resultado de ignorar “sistemática y deliberadamente” a “un número creciente de ciudadanos que se sienten abandonados, no tanto olvidados como nunca escuchados en absoluto”. Pero la negativa a conceder que el otro puede estar, siquiera parcialmente, en lo cierto y de que la expresión de sus ideas es un derecho inalienable no sólo es patrimonio de las redes, como pone de manifiesto el espectáculo de una vida pública española caracterizada por descalificaciones, desplantes, la marcha en bloque del recinto parlamentario, el insulto o la acción de dar la espalda.

Todo ello subraya la única diferencia perceptible entre los partidos políticos de este país, que no consiste en su distribución entre “izquierdas” o “derechas” —ya que su acción de gobierno es por lo general la misma, independientemente de las afirmaciones de sus voceros más estruendosos—, sino entre aquellos que todavía se adhieren a la idea de que la política es, esencialmente, negociación y búsqueda de consensos, y quienes rechazan hacer política negando el derecho a la existencia del otro, sea éste un opositor político, una mujer que aborta, un extranjero, un menor tutelado, un defensor de los animales, alguien que exige su derecho a unas votaciones con las que establecer si sus conciudadanos desean seguir siendo españoles o no, e incluso un humorista.

Al tiempo que parece regodearse en el conflicto, nuestra sociedad sigue temiéndole, sin embargo, así como viéndose incapaz de encontrar soluciones, como demuestra la popularidad de las novelas españolas cuyo tema es la familia: en ellas, el conflicto se soluciona no por la vía de la negociación, sino por la de la lealtad inherente al vínculo y a las ideas de pertenencia y de identidad. El problema radica, sin embargo, en que la exigencia de lealtad y de una obediencia acrítica basada en una supuesta identidad compartida son nefastos para la gestión de los asuntos públicos: soslayan la complejidad de esos asuntos, la relatividad de los juicios morales, la fluidez y provisionalidad de los consensos y las relaciones de fuerza; se oponen, de hecho, a la esencia del funcionamiento de una sociedad democrática a la vez que ponen de manifiesto que una sociedad civil intolerante es tan peligrosa como un Gobierno totalitario.

Como observa Shafak, hay una enorme dignidad en el ejercicio de oponerse a la injusticia aunque sea verbalmente. Pero lo singular del caso español es que ese ejercicio sólo está siendo realizado productivamente por sus humoristas, incluso por aquellos que, como Berto Romero en la entrevista mencionada, se quitan la máscara por un instante. El Roto, Romero y Andreu Buenafuente, Joaquín Reyes, Darío Adanti, Isa Calderón, Raquel Sastre, Elsa Ruiz, Patricia Sornosa y otros están haciendo el trabajo de cuestionar las certezas que, por alguna razón, los escritores “serios” parecen (parecemos) haber dejado de hacer. Quizás sea porque, como sostiene Adanti en su libro Disparen al humorista, el humor es ese pájaro que los mineros llevan consigo a la mina para comprobar si el aire en su interior es respirable todavía: si es así, los humoristas son los únicos que están haciendo algo para que no nos intoxiquemos, en un ambiente en el que el esfuerzo por comprender las razones del otro y ver que la moneda tiene más de una cara es considerado inadmisible.

Patricio Pron es escritor. Su último libro es Mañana tendremos otros nombres, ganador del Premio Alfaguara de Novela en 2019.

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