Un ejercicio de democracia

Hace algunos años los dirigentes de la Unión Europea llegaron a la conclusión de que tanto el crecimiento en número de estados miembros como el avance en el proceso de integración requerían de un nuevo Tratado. Organizaron una Convención y de allí salió un texto, el «Tratado de la Constitución Europea» que fue presentado ante los ciudadanos. Estos tomaron nota de las declaraciones de unos y otros, fueron a votar y, a las primeras de cambio, franceses y holandeses lo rechazaron. Aquello fue un ejercicio normal de vida en democracia. Evidentemente suponía un trastorno para el funcionamiento de la Unión Europea, pero en democracia lo importante no es lo que piensan políticos y burócratas, sino lo que pensamos cada uno de nosotros.

Las autoridades de la Unión tomaron nota de lo ocurrido, expresaron su pesar y decidieron tomarse un tiempo para reflexionar. El plazo no podía ser indefinido porque en 2008 toca revisar las finanzas de la Unión y la Política Agraria Común y en junio de 2009 hay elecciones al Parlamento Europeo. Había llegado el momento de retomar la cuestión y qué mejor ocasión que bajo la presidencia alemana.

Angela Merkel ha trabajado duro, hasta el punto de que antes de entrar en la Cumbre los aspectos más importantes estaban cerrados. Ante el mensaje que la ciudadanía les había enviado con su «no» al Tratado nuestros gobernantes, tras mucho reflexionar, han concluido que el problema son los ciudadanos. ¿Qué necesidad hay de tenerlos en consideración? ¿Quiénes son ellos para ocasionarles tamaño trastorno? Al fin y al cabo, el ciudadano de a pie no está preparado para juzgar problemas de tal complejidad y, sobre todo, no es quién para poner en peligro un proceso de tanta trascendencia histórica. Tan Tratado es el que resultó fallido como el naciente, pero uno pasó por las urnas y el otro seguirá el trámite parlamentario.

Sin lugar a dudas el logro más importante de la Cumbre de Bruselas ha sido sacar adelante casi todo lo incluido en el difunto Tratado de la Constitución, que fue rechazado por la ciudadanía, pero ahora sin contar con la participación directa de la población. Toda una lección de cómo en Bruselas se interpreta la democracia. Y eso que los sondeos de opinión recogían el deseo de la gente de ir a votar. Como ya apuntamos desde estas páginas días atrás, un estudio realizado por la firma Harris concluía que el 75 por ciento de los españoles, el 71 por ciento de los alemanes, el 69 por ciento de los británicos y el 64 por ciento de los franceses considera que la importancia del nuevo tratado requiere ser aprobado en referendo.

El rechazo al Tratado de la Constitución suponía un fracaso de los federalistas, que tendrían que ceder posiciones: y, efectivamente, no hay «Constitución» sino reforma de tratados; se pospone la aplicación de la reforma del sistema de votación de Niza; no hay ministro de Asuntos Exteriores... pero, lo fundamental se mantiene. Los británicos han resuelto sus diferencias mediante un mecanismo de no vinculación.

España partía desde una posición complicada. Por una parte nuestro gobierno se sitúa entre los más europeístas. Cuando no se cree demasiado en el propio estado hay que recurrir a estructuras exteriores, por muy en ciernes que se encuentren. Pero esa posición ya había sido derrotada. Por otra parte, el prestigio de nuestro presidente en Bruselas está por los suelos. La secretaría de Estado para Asuntos Europeos ha realizado un trabajo profesional, tratando de situarnos en una posición realista. Algo que en circunstancias normales no hubiera llamado la atención. Es lo que se espera de ella. Sin embargo, ante los bandazos dados por La Moncloa, cediendo en todas direcciones para hacerse perdonar desplantes, opas, regularizaciones de emigrantes, política antiterrorista... la secretaría nos ha permitido mantener la figura compuesta. Llegamos a Bruselas con todo entregado, en un nuevo ejemplo de rendición preventiva. Al final, los polacos defendieron nuestros intereses allí donde nuestro presidente los había abandonado.

El espectáculo de querer presentar a Zapatero como el hombre providencial que supo encauzar la cumbre cuando parecía abocada al fracaso es patético. Fiel a sí mismo, llegó sin saberse la lección, no tuvo intervenciones significativas, vendió su voto a cambio de que le dejaran salir en la foto y luego se prestó a participar en un montaje ridículo sobre su relevante papel en la política europea.

Ya hay acuerdo. Ahora falta saber cómo nos va a afectar. Cualquier generalización está fuera de lugar ante la variedad de los temas allí tratados. Lo que sí podemos hacer es contrastar esos acuerdos con los problemas más característicos de la Europa de nuestros días. Vista desde fuera la Unión es el reino del relativismo moral. En ninguna otra parte del mundo se ha llegado a tal grado de descreimiento y no me refiero sólo al ámbito religioso. Los europeos hemos concluido que no es posible distinguir lo cierto de lo falso, por lo que todo se debe reducir a un ejercicio de negociación. Todos cedemos y llegamos a un punto medio. Nadie tiene la razón, pero como somos civilizados logramos un acuerdo. Sin embargo, Occidente se convirtió en un referente porque fue la primera civilización que descubrió la ciencia, que supo distinguir entre lo cierto y lo falso. Si perdemos este componente esencial a nuestra identidad histórica difícilmente nos mantendremos en pie. Releer a los padres fundadores de las Comunidades es enormemente instructivo para comprender el papel capital que daban a los valores en el diseño de este gran proyecto, valores que han quedado olvidados. Sin embargo, los acuerdos de Bruselas poco tienen que ver con este problema.

Los demógrafos hablan de «suicidio» cuando se refieren a Europa. Nuestra tasa de nacimientos es bajísima, mientras que cada vez somos más longevos. Los europeos no queremos asumir la responsabilidad ni los gastos de criar niños. Europa envejece y trata de resolver su tasa de reemplazo con la inmigración, pero ésta plantea problemas de identidad, que se acrecientan por el relativismo moral al que ya hemos hecho referencia. Tampoco se ha aprobado en Bruselas nada relativo a este tema.

La economía crece poco y la generación de patentes es muy baja en comparación con otras zonas industrializadas del planeta. El modelo de estado de bienestar resulta muy costoso y ha acostumbrado a la población a unos hábitos que de privilegios se han convertido en derechos. En Europa se trabaja poco, desde luego mucho menos que en otras partes del mundo. Tampoco aquí parece que se hayan logrado avances en Bruselas.

La Unión sigue adelante, dando la espalda tanto a los ciudadanos como a los problemas reales. El proceso tiene su lógica, sus iniciados, sus reglas y su acervo, pero no está nada claro que responda a las necesidades reales de los europeos, con la excepción de los colegios de abogados y de aquellos que viven directamente de este tinglado. La unidad europea sigue siendo una gran idea, además de una necesidad. Hemos perdido otra oportunidad para refundarla sobre valores firmes y sobre un auténtico espíritu democrático.

Florentino Portero, analista del Grupo de Estudios Estratégicos GEES.