Un espacio de diálogo y pacto

Los países son lo que son, y no lo que a veces nos da por pensar que son. La España de este tiempo es a la vez una nación y una realidad plurinacional. No somos una mera yuxtaposición de identidades colectivas diversas, pero tampoco una realidad nacional totalmente homogénea. En esto, la historia nos ha hecho diferentes de países como Francia, Alemania o Estados Unidos y nos asemeja a otros como Gran Bretaña, Canadá o Bélgica. Nada hay en ello, en principio, de bueno ni de malo. Simplemente, vuelve más compleja la tarea de vivir juntos, y exige para conseguirlo arreglos institucionales y políticos algo más sofisticados. Esos marcos de convivencia evolucionan, además, en el tiempo. En este que vivimos, la tensión entre Cataluña y el conjunto de España está haciendo saltar las costuras del ropaje constitucional que confeccionamos hace 35 años y poniendo a prueba nuestra capacidad para organizar armónicamente la vida en común.

Enumerar algunas premisas puede ayudarnos a entender lo que está en juego:

1. El encaje de Cataluña en España exige, en todo caso, que Cataluña mantenga una mayoría social favorable a la integración. Si esa mayoría no existe, ni la invocación de la legalidad, ni las presiones de un tipo u otro, ni las maniobras políticas de alcance táctico serán capaces de garantizar el acoplamiento en el medio plazo.

2. La confrontación de posiciones está operando en sentido contrario, alimentando una poderosa corriente de fondo —más allá, incluso, de los partidos— favorable a la secesión. Es de temer, encuestas en mano, que ya ahora, si la disyuntiva fuera binaria, esto es, entre statu quo constitucional o independencia, reuniera más votos esta última. En cualquier caso, si no se hiciera nada, el tiempo parece jugar inexorablemente en esa dirección.

3. Antes o después, la ciudadanía catalana deberá ser consultada sobre la cuestión y expresarse. Negarlo será cada vez menos sostenible, en el plano nacional e internacional. En qué consista esa consulta, cómo y cuándo se organice, son variables cruciales para el desenlace del asunto.

4. El Gobierno español no puede aceptar ni un supuesto derecho de una parte del país a la secesión —inexistente tanto en el ordenamiento interno como en el derecho internacional— ni fórmulas que impliquen una colisión con el marco constitucional y su atribución de soberanía al conjunto del pueblo español.

En este contexto, la iniciativa de convocar un referéndum, impulsada por partidos que representan a más del 70% del Parlamento catalán, ha sido percibida como un nuevo paso en la escalada de la tensión. No han faltado razones. Entre otras, una escenificación unilateral y revestida de la enfática solemnidad que aqueja últimamente a la política catalana (también, en buena medida, a la española) cuando se aborda este asunto. Sin embargo, la situación admite otro tipo de lectura.

Los partidarios de la secesión han hecho, hasta hoy con éxito, del “derecho a decidir” un banderín de enganche para dotar a su proyecto del respaldo masivo que necesita. Pero ahora, para mantener ese respaldo más allá de sus propias filas, se han visto obligados a pactar una propuesta de referéndum distinta de la que pretendían. Al incluir una opción intermedia (un “estado no independiente” que cabe interpretar como más autogobierno sin secesión), la pregunta dota de un espacio para expresarse a cientos de miles de ciudadanos que, en la disyuntiva binaria, carecerían de una respuesta propia y se verían obligados a refugiarse en una de las otras, o a abstenerse.

En mi opinión, este es un dato relevante que podría situar la consulta más cerca de una salida integradora que de los planes secesionistas, siempre que el Gobierno y las fuerzas políticas mayoritarias en España, analizando y manejando la situación con inteligencia política, supieran llegar a un acuerdo con el Gobierno catalán para realizarla, bajo ciertas condiciones. En este sentido, el Gobierno español podría, aplicando, como han sugerido Rubio Llorente y otros expertos, el artículo 92 de la Constitución, convocar por sí mismo un referéndum consultivo para conocer la opinión de los ciudadanos catalanes, fijando para ello —de forma deseablemente pactada— la fecha y demás circunstancias. Podría aceptar también la estructura básica de alternativas que acordaron los partidos catalanes, aunque sería necesario que la opción intermedia entre lo que hay ahora y la independencia se formulara de manera algo menos ambigua que como ha sido planteada.

Ciertamente, el Gobierno debería asumir que si el resultado, no vinculante en sí mismo, reflejara una mayoría amplia favorable a revisar —con uno u otro alcance— el statu quo constitucional, habría que abordar una negociación que hiciera esa revisión posible. Y, por supuesto, cualquier reforma constitucional que incluyera los acuerdos surgidos de ese proceso tendría que ser aprobada por el conjunto de la ciudadanía española. Esta fue, por ejemplo, la doctrina que estableció la Ley de Claridad canadiense para el caso de Quebec.

Desde mi punto de vista, un enfoque de este tipo ofrece, para quienes defendemos la integración de Cataluña en España, importantes ventajas. Por una parte, permite acceder a la consulta sin que ello implique reconocer un actor soberano diferente del pueblo español. Por otra, un acuerdo sobre la consulta haría que España apareciera ante los catalanes, por primera vez en los últimos años, como un espacio de diálogo y pacto, y no de negativa o imposición. La imagen internacional del país, en lo que se refiere al manejo del conflicto, saldría también claramente beneficiada. Por último, al privar a los independentistas de cualquier exclusiva en la defensa del “derecho a decidir” desactivaría esta palanca de reclutamiento y haría aflorar las posiciones de fondo, esto es: secesión o integración, en qué condiciones y con qué consecuencias. El debate sobre lo que hay en juego se clarificaría, saliendo de la ambigüedad algo viscosa que lo viene caracterizando.

Pero lo más importante es que este planteamiento de consulta mejoraría el pronóstico —obligadamente pesimista, hoy— sobre el encaje de Cataluña en España, haciendo más probable una mayoría social favorable a la integración. Eso sí, previsiblemente, la mera defensa del statu quo actual sería minoritaria entre los catalanes. De ser así, el resultado abriría la puerta a una reforma de nuestro marco constitucional. Obligaría a asumir ciertos elementos de bilateralidad en la relación entre ambas partes. Llevaría consigo un replanteamiento del modelo territorial definido en 1978. Pondría en cuestión una simetría que hoy se revela artificial en el tratamiento de las distintas realidades territoriales del país. Un reto bastante complicado, desde luego, pero aconsejable para afrontar el fondo del problema.

Ha dicho el presidente del Gobierno que la consulta no se hará. Muchos creen lo mismo, fuera y dentro de Cataluña, entre ellos no pocos de sus promotores, cuya estrategia daba por descontada la negativa y se alimentará de ella, si nada lo remedia. Pero se equivoca quien crea que eso acaba con el problema. Lo que viene después de prohibir e impedir la consulta no es mejor que lo de antes. El mero transcurso del tiempo no juega a favor de la integración, sino de la separación. No parece un momento para jactancias buscando el aplauso fácil de la propia parroquia, sino para aprovechar las oportunidades y recuperar la iniciativa.

Francisco Longo es profesor del Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de la ESADE.

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