Un español en Alemania

Esto de la patria –chica o grande– se está poniendo muy chungo. Lo de la patria grande alcanza el delirio. Imagínense alguien con espíritu temerario que se atreva a decir que ni se siente español, ni catalán, ni vasco, ni nada de nada, como no sea jodido ciudadano del mundo. Pertenezco, o eso creía, a una generación escasamente preocupada por los símbolos, las banderas, los himnos y demás utensilios de la chamarilería patriótica. Eso se acabó y me temo que para mucho tiempo. Lo mismo que aquel referente magnífico que nos dio el gran Samuel Johnson durante la Ilustración: “El patriotismo es el último refugio de los canallas”. Hoy necesitaría un añadido, una apostilla. “También es la última ilusión de los derrotados con el riñón cubierto”. La experiencia me dice que nuestra época no produce patriotas sin recursos.

¿Y la patria chica? Aquel lugar donde nacimos, o nos echaron a la vida, ¿acaso no lo recuerda usted con emoción y melancolía? Pues no, la verdad. Ni emoción ni melancolía, ni siquiera una pizca de resentimiento. Fue y pasó. Nada especial, pero con un agravante. Los lugares de donde salimos eran sórdidos porque la época lo era y los habitantes, que no ciudadanos, sobrevivían a tiempos difíciles que suelo denominar “del cólera”, para entendernos. La patria chica, el lugar donde alcanzamos la adolescencia, tenía el inconveniente de ser un condensado de la época.

Las generaciones españolas de posguerra, por más esfuerzos que hagan los magos de la manipulación histórica, tenemos puntos en común y en general negativos. Somos como reclutas de una mili muy larga. Nos une nuestra condición de marginales de unas supuestas patrias –España, Catalunya, Euskadi, Asturias, El Bierzo…– que estaban pensadas para amargarnos la vida. ¿Cuántos amigos dejamos en el pueblo o en la ciudad el día que echamos a correr a la capital? Nos odiarán siempre, y lo entiendo. La cobardía tiene efectos letales y provoca violencias cuando la gente se hace mayor: “Yo lo aguanté todo, y tú te fuiste, cabrón”. Tomando las distancias, es como quien escapa de la cárcel y luego se encuentra con quien cumplió entera la condena.

Todo esto me ha venido a la cabeza con la historia sencilla y aleccionadora de Juan Moreno, periodista español, residente en Alemania desde la más dura infancia. Al parecer nuestro hombre, un referente del éxito por el ancho mundo, ¡y en Alemania!, recibió una invitación para pronunciar el pregón de las fiestas de su pueblo, Huércal-Olvera, en la provincia de Almería, una mierda de pueblo, como casi todos, miseria y compañía, con apenas 19.000 habitantes gracias a la emigración y a algunos británicos que buscan tranquilidad y silencio a precios módicos. Les quitaron hasta el ferrocarril, el de Almanzora, cuando los socialistas decidieron que todos debíamos comprar coche, allá por 1985, porque era más moderno y ellos se forraban.

Juan Moreno, 41 años, un triunfador, periodista presente en medios de comunicación que nosotros no podemos imaginar, Der Spiegel, Süddeutsche Zeitung, cadenas de televisión… Nadie sabía por acá de Juan Moreno hasta que le echó huevos y se propuso escribir: “Estoy hasta las narices de España”. Le propusieron el pregón de su pueblo almeriense y él respondió que mejor que lo diera su padre, emigrante, estudios primarios, currante en Alemania cuando se llegaba sin saber ni el guten Tag o auf Wiedersehen. ¿Para qué necesitaba decir buenos días y adiós si trabajaba en una empresa de fontanería y no tenía que hablar con nadie?

Un respeto y un elogio a Juan Moreno, periodista español en Alemania, cuando dice que el mérito para hacer un pregón sería el de su padre, que con la primaria se echó la familia a la espalda, señora y tres hijos, y se los llevó a todos a otra vida, en Alemania. No me cuesta imaginar la perplejidad y hasta la desazón del alcalde porque una figura del periodismo español en Alemania rechaza a un pueblo tan importante para la historia de la humanidad pisoteada, como es Huércal-Overa, a la vera de la comarcal 9014, frente a la sierra de Almagro, que tiene cinco figuras egregias a las que nadie conocería si no figuraran en la web del Ayuntamiento, que ese chico que se ha instalado en Berlín, Juan Moreno, por más señas, les dice que no sólo se vayan a tomar por el culo sino que deberían encargar a su padre que les diera el pregón, para que aprendieran algo.

No hay nada de lo que ha escrito Juan Moreno en Der Spiegel, que por cierto no ha sido reproducido en ningún diario español, que yo mismo no comparta. Que este país –entero y verdadero, desde Cádiz a Figueres– es una estafa que nació en la transición, o renació, que consiguió que muchos se forraran y que ahora otros tantos pían porque no se les ha dado la oportunidad que derrocharon antes de que les avisaran de que se había acabado la fiesta. Su admiración, muy crítica, hacia Alemania se limita a señalar que allí no hay festejos sino una conciencia de crisis, donde los ricos son cada vez más ricos, y siempre pagan con avales, nunca con numerario, y que no obstante tienen la sensación de que controlan al menos una parte de la gran estafa que están viviendo.

Me impresionó no obstante, por singular e impensable por estos lares, donde los chorizos, hablen castellano o catalán, son impermeables a la evidencia de que están al otro lado de la justicia, es decir, son delincuentes aforados, cuando Juan Moreno relata un detalle, minúsculo y trascendental. El pueblo de Goslar, en la Baja Sajonia, ha exigido a su Ayuntamiento que suspenda la iluminación pública durante la noche para cubrir el presupuesto de un maestro del instituto, que de otra manera habría de ser cesado. Y subraya Moreno: “En España ningún alcalde gana elecciones por contratar a un maestro”.

Es pena que nuestros medios de comunicación, tan patrióticos ellos, no se hayan hecho eco de esta historia de un español en Alemania. Quienes lo hicieron instrumentalmente han tenido un tono patriotero que evoca viejas épocas. Lo siento por Juan Moreno, porque sufrirá un auténtico calvario, entre los acérrimos de la patria chica y los fanáticos de la patria grande. En el pueblo de Huércal-Overa sus padres deben de estar agobiados ante ese patriotismo de casta, zafio y futbolero, que pasa de los gurullos y el empedrado, platos esenciales de la zona, a la grandeza popular y mendicante, honor de Almería, gozo de España. Los acusarán de todo, esos patriotas de regadío. Yo propondría un impuesto patriótico. Sería bueno para la hacienda pública, ya sea de los locales o de los imperiales, porque primaría con una cantidad exigua los elogios de quienes tiene el corazón dispuesto a sufrir por España, por Catalunya o por Almería y sus hermosos pueblos, que diría el cronista local. No tendrían ninguna razón para negarse, porque es coherente con las ideas y además las hace consecuentes. ¿Se imaginan a todos los chorizos que han desmantelado el país en las últimas décadas pagando una cuota patriótica por el rigor de sus creencias? En definitiva sería algo similar a la cuota de los contribuyentes a la Iglesia católica. Si tú crees en ella, no puedes negarte a pagarla. Es verdad que luego surge la variante espabilada, Bárcenas o Millet, y te precisan que eso depende de la comisión. ¿Patria al 3%, o al 4%?

Hay quien asegura que el patriotismo es un sentimiento y que por eso no cotiza en bolsa. Se equivocan, porque los sentimientos cotizan en el mercado de valores. Detrás de cada operador bursátil, como en el fuero interno de cada banquero, hay un corazón que late por la patria; por eso son tan sensibles a las bajas y a las alzas de sus inversores. No olviden nunca que lo primero que creó Jordi Pujol fue un banco, no un partido. Creo que fue el mayor de sus hijos, evocación palermitana donde las haya, quien formuló hace ya muchos años –y lo escribí en este periódico sin mayor escándalo, cuando aún creíamos ser inocentes–: “Puestos a llevarse la pasta, mejor que sea uno de los nuestros”. ¡Eso es un patriota!

Gregorio Morán.

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