Un espejo nada deformante

Si nos lo pensásemos --tras atender a la programación publicitaria de nuestras televisiones con más interés del que solemos dedicarle y sin mayor esfuerzo que el que se nos reconoce para otro tipo de asuntos, entre los que se halla este al que habremos de referirnos más adelante y que, en efecto, lo requiere en mayor y muy concentrada medida-- podríamos deducir que somos un país de estreñidos.
En las pantallas de nuestros televisores, también en las numerosas de los bares y cafeterías, suelen aparecer hermosas y sonrientes señoritas indicándonos, con extremada dulzura, que este o aquel producto, alimentario o farmacéutico, nos facilitará el tránsito o nos aliviará el peso intestinal, sin más esfuerzo por nuestra parte que su previa adquisición y posterior ingesta. Así de fácil.

De forma secuencial y alternativa también suelen aparecer otros anuncios no menos curiosos. En ellos se nos recomienda que usemos no sé qué producto que mantiene las dentaduras postizas adheridas a las encías u otros que ayudan a combatir el aliento que brota de nuestras bocas, cuando no el posible mal olor resultante de la desordenada deglución de aire durante la masticación o consecuencia de una abusiva ingesta de féculas e hidratos. Devastadores efectos ambos, causante de distanciadas presencias aquel y de pletóricas sensaciones este, que suelen resolverse por aliviaderos que los espots citados al inicio facilitarán sin más estruendo de lo que en cambio, eso lo silencian, lo harán estos.

Sería bueno preguntarnos cómo apareceremos, no ante nosotros mismos, al parecer ya inmunes a este tipo de cuestiones, sino ante la mirada ajena de quienes de modo circunstancial nos contemplan en nuestra peculiar idiosincrasia o nos observan a través de ese espejo público que es cualquier pantalla de televisión.

Visto lo visto, es muy de temer que seamos considerados, gracias a esa pantalla nada deformante, no solo como un país de estreñidos, sino también de desdentados y, aún peor, de insólitos colaboradores del ganado vacuno que con tanta eficacia coopera, de contundente y expeditivo modo, en la destrucción de la capa de ozono que nos envuelve. Eso es lo que hacen los bóvidos en razón de su muy asidua y nefasta evacuación de gases intestinales que con tanta perfidia y gravedad la da- ñan. De responder a la realidad que evidencian tales anuncios, los españoles también lo hacemos. ¡Ah, país, país! Toda la fuerza se nos va por donde menos lo esperábamos.

Sin embargo, hay signos todavía más preocupantes. Permanezcamos atentos a la pantalla. Mientras transcurre la emisión del informativo, de la película o, con toda preferencia, del programa del corazón que suelen intercalar entre la programación publicitaria --que es la que realmente se emite, la única que en realidad se sustenta entre esos pequeños espacios dedicados a los documentales o a otras pérdidas de tiempo--, mientras todo eso transcurre ante nuestra mirada (ya casi indiferente) recordemos las recientes palabras de Alfredo Olivera, el psiquiatra argentino de quien partió la idea de que La Colifata, la emisora de radio puesta en manos de los enfermos mentales bonaerenses, emitiese en abierto hasta convertirse en un fenómeno mediático que, por cierto, ahora amenaza con sucumbir ante la especulación inmobiliaria. Refiriéndose a la necesidad que le movió a la creación de La Colifata (La Loca), dijo: "Queríamos que (los locos) reconstruyeran el uso del lenguaje, cuya pérdida es uno de los elementos asociados a la psicosis".

Permanecíamos atentos a la pantalla. Seguimos. En ella aparecen ahora nuevos anuncios. A la anterior, escatológica y algo gaseosa secuencia, le sucede otra en la que el lenguaje es sistemática y recurrentemente destruido. Sacatum que tum... empiezan avisándonos en el de una de nuestras más internacionales firmas conserveras. Luego siguen otros de índole semejante. Por abreviar el trámite, recordemos, tan solo, aquellos en los que con anterioridad a la aparición de un teléfono rojo, que a algunos ya nos tiene hasta el gorro, un trío de payasos emite sonidos guturales, mientras gesticulan y tratan de reproducir ruidos identificables con los producidos por algunos aparatos mecánicos, sean automóviles o electrodomésticos, susceptibles de la contratación de un seguro. Ni una palabra asoma ya por sus bocas. Puede que tengan gracia.

Lo que ya no la tiene tanto es la proliferación de anuncios de esta índole. Acaso signifiquen la confirmación de algo que debiera preocuparnos: si es cierto que "la pérdida del lenguaje es uno de los elementos asociados a la psicosis". ¿Empezará nuestra sociedad a presentar síntomas de algo? ¿De ser una sociedad psicótica?

No se sabe. Lo que de momento sí se puede ir constatando es cierto y preocupante estreñimiento colectivo, un desdentamiento generalizado, bombardeos poco selectivos, causantes de muy concretos daños colaterales, a la vez que la existencia de nada inocuos alientos ciudadanos y cierta tendencia a la gestualización exagerada. También una incierta y tóxica ingesta de palabras que, no asomando por la boca, son de suponer sumadas al escatológico e intestinal torrente ya citado, para incrementar un tránsito que, es también de imaginar, no presagia nada bueno. En estas y no en otras son en las que estamos a estas alturas del verano y este y no otro el estreñimiento que nos afecta. Nada raro que nos pase en el futuro deberá, pues, extrañarnos.

Alfredo Conde, escritor.