Un espíritu maligno

Ese niño, Ali Dawabsha, no se me quita de la cabeza. Como tampoco la escena: la mano de un hombre que abre una ventana en plena noche y lanza un cóctel molotov contra una habitación donde duermen una madre, un padre y dos hijos. La sola idea, las imágenes, son desgarradoras. ¿Qué clase de persona o de personas son capaces de un acto semejante? Y la cuestión es que todos ellos, o sus cómplices, siguen aún hoy entre nosotros. ¿Será posible acaso distinguir en ellos algún signo de lo que han hecho? ¿Cuánto habrán tenido que cancelar en su interior para aniquilar de esa forma a toda una familia?

Benjamín Netanyahu y algunos ministros de derechas se apresuraron a condenar con firmeza este asesinato. Netanyahu acudió incluso al hospital para visitar a la familia y darles el pésame y expresó su consternación por lo sucedido. La suya fue una reacción humana, sincera, y sin duda era lo que había que hacer. Lo que resulta difícil de entender es cómo el jefe del Gobierno y sus ministros no se percatan de los vínculos entre el fuego que han estado avivando durante décadas y las llamas de los últimos acontecimientos. ¿Cómo no ver el nexo entre la ocupación de Cisjordania, que dura ya 48 años, y esa realidad oscura y fanática que se ha creado en los márgenes de la conciencia israelí? Una realidad cuyos partidarios y defensores aumentan día tras día, y que cada vez resulta más presente, aceptable y legítima a los ojos de la opinión pública, el Parlamento y el Gobierno.

Con una suerte de obstinada negación de la realidad, el primer ministro y sus partidarios se niegan a comprender en toda su profundidad la visión del mundo que ha cristalizado en la conciencia de un pueblo conquistador al cabo de casi cincuenta años de ocupación. Es decir, la idea de que hay dos tipos de seres humanos. Y de que el hecho de que uno está sometido al otro significa, probablemente, que por su propia naturaleza es inferior. Es, por así decirlo, menos “humano” de los que le han conquistado. Y esto lleva a que ciertas personas con determinada estructura mental arrebaten la vida a otros seres humanos con escalofriante facilidad, incluso cuando ese ser humano es un niño de tan solo un año y medio.

En este sentido, los episodios de violencia del pasado fin de semana (la agresión contra el desfile del Orgullo Gay y el asesinato del niño) están interrelacionados y se derivan de una visión del mundo similar: en ambos casos, el odio —el odio en sí mismo, esencial, instintivo— representa para algunos una razón legítima y suficiente para matar, para aniquilar a la persona odiada. Quien prendió fuego a la casa de la familia Dawabsha no sabía nada de ellos, de sus deseos, de sus opiniones. Sabía solo que eran palestinos, y eso para él, para sus mandantes y partidarios, era razón suficiente para matarlos. En otras palabras, su existencia justificaba, a su parecer, su asesinato y su desaparición de la faz de la Tierra.

Desde hace más de un siglo, israelíes y palestinos no dejan de girar en una espiral de asesinato y venganza. En el curso de esta lucha, los palestinos han masacrado a centenares de niños israelíes, exterminado a familias enteras y cometido crímenes contra la humanidad. Pero también el Estado de Israel ha llevado a cabo acciones similares contra los palestinos utilizando aviones, tanques y armas de precisión. No hay más que recordar lo ocurrido hace un año durante la Operación Margen Protector.

Pero el proceso en marcha en los últimos años en el interior de Israel, su fuerza y sus malignas ramificaciones, es peligroso y devastador de una forma nueva e insidiosa. Se tiene la sensación de que ni siquiera ahora los dirigentes israelíes llegan a entender (o se niegan a admitir una realidad que les resulta insoportable) que los elementos terroristas del interior le han declarado la guerra. O bien el Gobierno es incapaz de descifrar explícitamente esa declaración, o es que le atemoriza o se muestra irresoluto sobre la conveniencia de hacerlo.

Día tras día salen a la luz fuerzas brutales y fanáticas, oscuras y herméticas en su extremismo. Fuerzas que se sienten exaltadas por las llamas de una fe religiosa y nacionalista y hacen absoluto caso omiso de los límites de la realidad y de las normas de la moral y del sentido común. En este vórtice interior, su alma se ve inexorablemente entrelazada con las líneas más radicales, y a veces más dementes, del espíritu humano. Cuanto más peligrosa e incierta se vuelve la situación, más prosperan estas fuerzas. Con ellas no cabe compromiso alguno. El Gobierno israelí debe enfrentarse a ellas con la misma determinación que contra el terrorismo palestino, puesto que no son menos peligrosas ni menos resueltas. Son fuerzas maximalistas y, como tales, es bien sabido, pueden incluso cometer errores garrafales. Por ejemplo, atacar las mezquitas del monte del Templo, un acto que podría tener consecuencias desastrosas para Israel y todo Oriente Próximo.

¿Cabe la posibilidad de que la horrible muerte del bebé quemado vivo despierte a los líderes de la derecha y les lleve a comprender por fin lo que la realidad lleva años gritándoles al oído? Es decir, que la ocupación y la falta de diálogo con los palestinos podrían aproximar el fin de Israel en cuanto Estado del pueblo judío y país democrático. Como un lugar con el que los jóvenes se identifican, donde quieren vivir y criar a sus hijos.

¿Es consciente Netanyahu realmente de que en estos años, mientras se dedicaba en cuerpo y alma a obstaculizar el acuerdo con Irán, se iba creando aquí una realidad no menos peligrosa que la amenaza iraní? ¿Una amenaza ante la que él se muestra confuso y se comporta en consecuencia?

No es fácil intuir cómo podemos desenredar esta maraña y hacer que las cosas vuelvan a una situación racional. La realidad creada por Netanyahu y sus amigos (así como la mayoría de sus predecesores), su aquiescencia ante el activismo de los colonos, su profunda solidaridad con ellos, les ha atrapado en una red que les ha dejado paralizados.

Hace décadas que Israel muestra a los palestinos su lado oscuro. La oscuridad, desde hace algún tiempo, se ha ido filtrando en el interior y este proceso se ha acelerado notablemente después de la victoria de Netanyahu en las últimas elecciones, tras las cuales ninguna fuerza puede oponerse ya a la arrogancia de la derecha.

Episodios tan espantosos como el asesinato del niño quemado vivo son, en el fondo, un síntoma de una enfermedad mucho más grave, y nos señalan a nosotros, los israelíes, la gravedad de nuestra situación diciéndonos, con letras de fuego, que el camino hacia un futuro mejor va cerrando sus puertas.

David Grossman es escritor israelí. Traducción de Carlos Gumpert.

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