Un estado de alarma justificado

El pasado sábado, el Gobierno vio la necesidad de aprobar el real decreto 1673/2010, por el que se declara el estado de alarma para la normalización del servicio público esencial del transporte aéreo. La causa fue la dejación inmediata del trabajo y sin previo aviso por los controladores civiles de tránsito aéreo en los aeropuertos. La situación de hecho creada fue la propia de una huelga salvaje, en la que se prescindió olímpicamente de asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad, como exige la Constitución. Como con acierto establece la justificación por el Gobierno de la declaración por 15 días de este estado excepcional, el comportamiento de los controladores ha impedido el libre ejercicio del derecho a la libre circulación de los ciudadanos por todo el territorio del Estado. Asimismo, la completa paralización de la navegación aérea ha creado una situación de «calamidad pública de enorme magnitud por el muy elevado número de ciudadanos afectados, la entidad de los derechos conculcados y la gravedad de los perjuicios causados».

Desde la entrada en vigor de la Constitución, hace 32 años, es la primera vez que se aplica esta previsión constitucional del estado de alarma. Se trata de una modalidad del derecho de excepción, que como tal es una forma de defensa de la Constitución ante las amenazas a las que puede verse sometida. De acuerdo con la ley orgánica 4/1981, de 1 de junio, que lo regula, está previsto para catástrofes, calamidades o desgracias públicas; crisis sanitarias; paralización de servicios públicos para la comunidad o situaciones de desabastecimiento de productos de primera necesidad. La huelga-chantaje de los controladores ha supuesto la completa paralización del tráfico aéreo en España, la lesión de derechos e intereses legítimos de miles de ciudadanos, incontables pérdidas económicas para empresas y particulares, además de un descrédito internacional del país, todo lo cual ha conducido a una contrastada situación de calamidad pública. La concurrencia, pues, de las dos circunstancias -la paralización de un servicio público esencial y la calamidad pública ocasionada- es motivo más que suficiente para justificar la adopción de la medida constitucional de excepción.

De acuerdo con el artículo 116 de la Constitución, el estado de alarma es declarado por el Consejo de Ministros por un plazo máximo de 15 días -que es el adoptado por el Gobierno- y del mismo se deberá notificar al Congreso de los Diputados, reunido inmediatamente al efecto. En este trámite, se le suministrará la información que le sea requerida. Dicho plazo puede ser prorrogado, pero entonces sí que se requerirá la autorización de la Cámara baja, que podrá establecer el alcance y las condiciones de aplicación durante la prórroga. Por tanto, en la fase actual de los primeros 15 días es únicamente el Gobierno -sin que el Congreso pueda anular su decisión- quien establece el ámbito territorial (todo el territorio del Estado) y material (la totalidad de las torres de control de los aeropuertos de la red y los centros de control gestionados por AENA), las personas a las que directamente afecta (los controladores y las autoridades públicas designadas por el Gobierno) y las autoridades que por delegación del Ejecutivo lo han de aplicar (el jefe del Estado Mayor del Ejército del Aire y las autoridades militares que designe).

Como ocurre también con las otras dos modalidades de estados excepcionales (el de excepción y el de sitio), durante la vigencia del estado de alarma el Gobierno sigue siendo responsable ante el Parlamento y todos sus actos y disposiciones adoptados serán impugnables ante los tribunales. Por tanto, los poderes excepcionales del Gobierno, que es a quien siempre corresponde la dirección de la Administración civil y militar del Estado, están en todo caso sometidos al control de los otros poderes del Estado.

Es importante destacar que, a diferencia de los otros estados excepcionales, el de alarma no comporta la suspensión de ningún derecho fundamental. Sí puede suponer, lógicamente, la limitación del ejercicio de alguno de ellos. Por ejemplo, en lo que concierne al caso concreto de los controladores que abandonaron el puesto de trabajo -y, no se olvide, sin ejercer legalmente el derecho de huelga-, la autoridad competente designada por el Gobierno puede imponer prestaciones personales, como es la obligación de trabajar a unos empleados civiles que con su actitud de gravísima perturbación del servicio aéreo por abandono colectivo del mismo pueden verse implicados en acciones que podrían ser tipificadas -entre otros- como delito de sedición. Asimismo, el Gobierno, como así lo establece la ley orgánica 1/1981, puede «acordar la intervención de empresas y servicios, así como la movilización de su personal con el fin de asegurar su funcionamiento». Y eso es lo que razonablemente ha hecho para hacer frente a la infame afrenta cometida por los controladores contra el interés general de la ciudadanía, y reparar los cuantiosos daños causados.

Marc Carrillo, catedrático de Derecho Constitucional de la Universitat Pompeu Fabra.