Un estado fallescente

Por Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia (EL PAÍS, 12/06/06):

En los últimos días no ha dejado de preocupar la oleada de asaltos a chalés por bandas más o menos organizadas en la costa mediterránea. No sé si como síntoma de los tiempos que vivimos o porque la cosa excluye cualquier otro tipo de consideración, las opiniones vertidas tienen, en un sentido o en otro, una alta carga política. No querría aburrirles con la denuncia de la presunta incompetencia del gobierno -de este y/o del anterior-, de la porosidad de nuestras fronteras, de la blandura del código penal o del supuesto agravio comparativo del número de agentes por comunidades. Lo cierto es que este tipo de cosas no pasan en Francia, en Alemania, en Gran Bretaña, en Suecia o en Italia, con gobiernos de todos los pelajes, a menudo muchos menos policías, índices de inmigración más elevados y una cercanía mayor a las fronteras orientales de la UE de donde procede el grueso de los delincuentes, así que ustedes me dirán. Por eso, sin excluir ninguna de las explicaciones anteriores, me gustaría tomar un poco de distancia y encarar este asunto en términos menos apasionados. Creo que lo que está fallando es el Estado español como tal, con independencia de quiénes ocupan los sillones, en Madrid o en cada comunidad autónoma. Algo tendrá España para que a la menor recuerde a Georgia, a El Salvador o a Sierra Leona en vez de a los países de nuestro entorno. Los tres ejemplos propuestos son estados en crisis, lo que ahora se llama estados fallidos. ¿Y el nuestro? El nuestro no llega a tanto, pero es un estado que va camino de fallar porque se confunde la -beneficiosa- descentralización de las autonomías con el sistemático aflojamiento de todo lo que huela a orden y control. Reflexionen un poco y verán cómo algo de estado fallescente, ya que no fallido, tenemos aquí. Que las bandas campen a sus anchas no es normal, pero tampoco lo es que los jóvenes españoles ocupen la primera posición de la UE por el consumo de drogas ni que la educación que les damos sea -sin paliativos- la peor de Europa ni que el comercio ilegal procedente de Extremo Oriente prolifere en España más que en ningún otro país de la UE.

Los ciudadanos, desesperados -y con razón-, reclaman airadamente a sus gobernantes que hagan algo, se organizan en somatenes y serían capaces de cualquier cosa con tal de acabar con este desastre: no me extrañaría que el modelo Gil de Marbella proliferase y que pronto votasen a cualquiera capaz de garantizarles la tranquilidad. Parece un déjà vu. En la alta Edad Media la inseguridad derivada de la crisis del Imperio Romano condujo a un modelo social en el que las gentes se ponían bajo la tutela de un señor feudal (corrupto, naturalmente), el cual les ofrecía la seguridad de los muros de su castillo a cambio de sus cosechas y de otras sevicias menos justificables. La desaparición de este esquema de relaciones sociales y su sustitución por un estado fuerte capaz de garantizar la vida, los bienes y el ejercicio de los derechos ciudadanos tardó cerca de dos mil años, casi la historia de Occidente. Ahora, de repente, parece que en España se ha quebrado y volvemos a las andadas. Justo es reconocer, no obstante, que nunca fue demasiado fuerte: los viajeros del siglo XIX cuentan estupefactos que esta era una tierra de bandoleros y que los viajes resultaban muy peligrosos.

Pero no sólo hay que lamentar la ineficiencia policíaca del Estado: también estamos pagando sus torpezas, aunque esto no resulte tan evidente. España era, tradicionalmente, un país urbano, de pueblos y ciudades. Ni la escasez de sus recursos hídricos ni las deficientes comunicaciones ni, sobre todo, la estructura social colectivista del bar y de la tertulia, permitían otra cosa. Pero de unos años a esta parte se ha puesto de moda un modelo británico o alemán, para el que no estamos preparados. La gente, alentada por las administraciones que aprobaban alegremente planes urbanísticos disparatados, empezó a vivir en urbanizaciones aisladas y a las que sólo se accede en coche propio. El desastre estaba cantado. Como los vecinos no aguantan tanto aburrimiento (eso de cenar a las cinco y cultivar el jardín hasta las nueve no está hecho para nosotros), tienen que salir pitando a donde sea; como la urbanización no forma parte de ningún pueblo ni la compra se resuelve con un paseo placentero ni los niños van andando a la escuela, no hay estructura vecinal propiamente dicha. España empieza a recordar a otro tipo de país, con mecanismos autoritarios, pero idéntica inseguridad: los EE UU, donde sólo se sienten seguros a base de que cada quisque lleve un arma de fuego en la guantera del coche. Bueno, pues esto también sucede ya entre nosotros, de momento con guardias de seguridad privados, pronto a la brava.

Ahora resulta que los precios de los chalés se están hundiendo y que todo el tinglado de la construcción empieza a hacer agua porque nuestra imagen paradisíaca se está deteriorando. Por supuesto, nuestros gobernantes, lejos de poner remedio, siguen haciendo números de circo en el parlamento o se inventan eso del PAI para acelerar la caída. Consuélense: aunque me temo que la mayoría de nosotros no nos parecemos ni a Gary Cooper ni a Grace Kelly, siempre podremos pensar que, como ellos, estamos solos ante el peligro.