Un estado mafioso dentro de la UE

Después de la caída del comunismo, muchos en Europa central y oriental esperábamos que la región emprendiera decididamente el camino hacia la democracia liberal, y que cualquier obstáculo que apareciera sería superable. Pero en muchos países excomunistas, viejos sistemas de clientelismo y corrupción han sobrevivido, adoptando nuevas formas. Lo que imaginamos como una fase de transición se ha convertido en un estado de cosas permanente.

Piénsese en Hungría, que en los siete años de gobierno del primer ministro Viktor Orbán se ha convertido en un estado mafioso. Hungría tiene la particularidad de que tras dar unos primeros pasos hacia la democracia liberal y unirse a la Unión Europea, luego cambió de rumbo y comenzó a derivar hacia la autocracia. Los demás estados mafiosos de la región, como Rusia, Azerbaiyán y otras repúblicas exsoviéticas de Asia central, atravesaron un período oligárquico de fluctuación o se convirtieron directamente de dictaduras comunistas a emprendimientos criminales.

En estos países, el estado no ha sido capturado por la oligarquía y el submundo del hampa; en vez de eso, un “supramundo” organizado de élites capturó la economía (incluida en ella la oligarquía misma). El resultado es una mezcla entre organización criminal y estado parasitario privatizado.

Los análisis de las autocracias poscomunistas tienden a concentrarse en las ideologías e instituciones políticas en que se apoya el estado. Pero si bien estos regímenes apelan a la convocatoria populista, no los impulsa la ideología. Su principal preocupación es consolidar el poder y el patrimonio del gobernante por los medios que sean necesarios.

En los estados mafiosos actuales, la toma de decisiones clave se realiza a través de mecanismos informales creados por el régimen que sustituyen a las instituciones formales. Por estructura y cultura, estos ordenamientos semejan una familia adoptiva, que el régimen va creando mediante la sustitución sistemática de las élites políticas y económicas.

En una democracia, estas élites serían actores autónomos. Pero en un estado mafioso, se vuelven parte de un sistema de dependencia clientelar, que a menudo actúa a través de la toma de control de empresas por la fuerza y de prácticas rentistas, todo ello dirigido por el régimen. De modo que la clásica táctica de coerción física de las mafias se cambia por una forma de compulsión “legal” sin violencia física, supervisada por las autoridades públicas.

Es verdad que la corrupción es endémica también en otros países poscomunistas que se unieron a la UE, como Rumania y Bulgaria. Pero la presencia en ellos de sistemas electorales proporcionales y un poder ejecutivo dividido ha impedido el surgimiento de una red clientelar centralizada.

A diferencia de Jarosław Kaczyński, el ultraideologizado líder de facto de Polonia, Orbán es un cínico. El tipo de régimen autocrático que intenta establecer en Hungría es muy diferente del de Kaczyński en Polonia, más allá de los parecidos ideológicos.

El objetivo del régimen de Orbán es la riqueza, y se basa en una familia política adoptiva que opera fuera de las restricciones de las instituciones formales; lo de Kaczyński es un experimento autocrático‑conservador impulsado a partes iguales por la ideología y por el ansia de poder.

En la elección parlamentaria húngara de 2010, el partido Fidesz de Orbán obtuvo el 53% de los votos y 263 de los 386 escaños de la Asamblea Nacional. Orbán usó esta situación de fuerza para cambiar la constitución, designar partidarios leales en instituciones democráticas que hubieran debido ponerle límites y manipular la legislación electoral para consolidar su poder. En la elección parlamentaria de 2014, Fidesz sólo necesitó el 44% de los votos para mantener el control.

Desmantelar el estado mafioso de Orbán será muy difícil. Su red clientelista piramidal, similar a la creada por Vladimir Putin en Rusia, parece casi indestructible. Cabe señalar que en Ucrania hubo que apelar a revoluciones (primero con Leonid Kuchma, después con Viktor Yanukovych) para evitar el arraigo de un sistema similar (y puede que todavía se esté gestando un tercer intento).

Será imposible quitar el poder a Orbán por el voto mientras pueda manipular las elecciones húngaras. Fidesz estrechó el control del poder judicial y politizó la aplicación de las leyes, al convertir la fiscalía general, básicamente, en un brazo del partido. Además, la mayoría de los diarios y de las radios son ahora propiedad de oligarcas cercanos a Orbán, y la televisión pública se ha convertido en un vehículo de propaganda del gobierno.

Los valores compartidos para cuya defensa se fundó la UE han quedado seriamente menoscabados en Hungría. Esto debería bastar para que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos inicie una investigación de la violación de normas de la UE en Hungría, o para que un fiscal europeo emprenda acciones civiles o penales contra Hungría por malversación de fondos de la UE.

Pero hasta ahora, la UE ha sido renuente a emprender medidas punitivas serias contra el régimen de Orbán, porque no quiere correr el riesgo de arrojarlo en brazos de Rusia. Y la aceptación tácita de una “Europa de varias velocidades” por parte de la UE implica que puede convivir con la existencia de un vallado de estados miembros semiautocráticos en su frontera oriental.

Así las cosas, Orbán manda en lo que orgullosamente llama una “democracia iliberal” que promueve una “apertura al este”. Su estrategia en relación con la UE equivale a chantaje: exige a la UE que le provea fondos sin condiciones, mientras da señales de que estaría feliz de vender su lealtad a Rusia.

Como dijo el escritor húngaro Miklós Haraszti, Hungría “está a la deriva en un barco occidental al que impulsa un viento oriental”. Ahora que el imperio de los hombres ha sustituido al imperio de la ley, tal vez el barco democrático de Hungría ya zarpó.

Bálint Magyar, a sociologist, is a former Hungarian minister of education. Traducción: Esteban Flamini.

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