Un Estatuto que saldría demasiado caro

Por Salvador Ruiz Gallud, ex director de la Agencia Tributaria (EL MUNDO, 25/10/05):

La lectura del borrador de Estatuto de Cataluña recién llegado al Congreso de los Diputados puede provocar inquietud entre los ciudadanos por muy diversas razones. La fundamental es que todo el texto se organiza al ritmo de una estridente música de fondo: la equiparación entre Cataluña y el Estado -o su resto- como si se tratara de dos realidades políticas separadas y del mismo nivel. A partir de ese leitmotiv se desarrolla un articulado del cual analizaremos brevemente las consecuencias en el ámbito financiero y tributario.

En primer lugar, la propuesta de Estatuto incluye la creación de un auténtico régimen de concierto catalán. En román paladino, esto significa que el Gobierno de Cataluña recaudaría prácticamente todos los impuestos (incluidos el IRPF, el IVA y el Impuesto sobre Sociedades) para luego ceder al Estado una parte reducida de ellos -similar al cupo del País Vasco-. Con el importe cedido se compensaría al Estado por los servicios que éste siguiera costeando en Cataluña y se satisfaría una cuota de solidaridad hacia las comunidades autónomas menos favorecidas.

¿Dónde está la clave del nuevo régimen financiero así planteado? En que se invertiría el sentido de la relación Estado-Cataluña.Sería el Gobierno catalán el que pagara una cuota al Estado y no, como ocurre ahora, el Estado el que transfiriera recursos a la Generalitat. El Gobierno autonómico pasaría a tener la sartén por el mango en cuestiones financieras, reforzando su autoridad: ya se sabe que «el que paga manda». Recordemos además que desde la vuelta de la democracia el Gobierno catalán ha estado en manos de partidos nacionalistas y que hoy incluso aloja a un partido independentista, con lo que habría riesgo cierto de sesgo en las decisiones financieras.

Precisamente aquel concepto, el de solidaridad, merece una atención especial en el borrador de Estatuto. En los redactores del texto hay un evidente ánimo de limitar las aportaciones de Cataluña al resto del Estado, muy poco justificado. Por ejemplo, en el artículo 209 los pagos por solidaridad a otras comunidades autónomas se condicionan a que éstas «lleven a cabo un esfuerzo fiscal también similar» al catalán. Pero es que el esfuerzo fiscal mide los impuestos que pagan los ciudadanos en relación con la renta que obtienen. La Constitución española establece un sistema tributario progresivo, lo que significa que los ciudadanos que más ganan deben pagar, no ya más impuestos, sino incluso un mayor porcentaje de su renta como impuesto. Por eso, en una zona rica como Cataluña, es matemático que el esfuerzo fiscal también será mayor. ¿Cómo se va a pedir un esfuerzo fiscal similar a los menos favorecidos para dotarles de mejores servicios cuando por definición tienen menor nivel de renta y por ello, de nuevo matemáticamente, también su esfuerzo fiscal es menor?

Además, ese tratamiento de la solidaridad responde a una interpretación muy discutible del concepto porque en última instancia no son solidarios los territorios, sino las personas que viven en ellos.Imaginemos qué ocurriría si un amplio grupo de contribuyentes de gran riqueza decidiera trasladarse a vivir a una atractiva localidad de la costa española y a continuación el alcalde quisiera regular y recaudar todos sus impuestos (IRPF incluido) e imponer un límite a lo que entregara al resto del Estado. Nos parecería escandaloso, y habría que explicarle al regidor que el hecho geográfico no es relevante frente al hecho personal de obtener unos ciudadanos más rentas que otros. En España, tan solidario es un catalán con rentas altas como un murciano con idénticas rentas. Puestos a agregar solidaridades individuales con intención de tergiversar la realidad como hacen algunos políticos, ¿por qué no hablamos, por ejemplo, de la solidaridad de los españoles rubios frente a la de los morenos?

En todo caso, debe quedar muy claro que si el texto es manifiestamente insolidario con las comunidades autónomas más pobres, también lo es con los propios catalanes, porque perjudica injustamente su imagen en el resto del Estado. Reconózcase y dígase muy alto: el pueblo catalán es generoso y sus aportaciones financieras a zonas menos favorecidas son muy importantes -como las aportaciones de otras regiones ricas-. Me precio de tener buenos amigos catalanes y nunca he escuchado de ellos quejas por esas contribuciones.Eso sí, mantienen una lógica demanda -la de todos- de que sus dineros se aprovechen eficazmente y no se despilfarren.

En segundo lugar, puede afirmarse que los redactores del nuevo Estatuto no sólo pretenden el control absoluto de la recaudación tributaria -auténtica llave maestra del poder político-, sino que también quieren amplias competencias para cambiar la normativa fiscal de aplicación en Cataluña e influir directamente sobre aquella recaudación. Pensemos en el riesgo de que los tipos impositivos se redujeran en esa comunidad para atraer inversiones en perjuicio de otras zonas. Cabría luego que el Estado u otras comunidades a su vez minorasen sus tipos como respuesta, y así sucesivamente.En resumen, el texto comentado podría introducir una competencia fiscal con el resto de España muy poco sana, que sin duda menoscabaría la Hacienda de todos, precisamente ahora que tanto se habla de globalización y de mayor armonización tributaria en la Unión Europea.

En tercer lugar, el borrador de Estatuto plantea la creación de una agencia tributaria catalana, que asumiría plenas competencias de gestión tributaria respecto de prácticamente todos los impuestos.Es la lógica consecuencia en el plano instrumental del control de la recaudación y de la normativa tributaria que quiere el borrador. El problema no es el modelo organizativo de agencia, sino el carácter absoluto de sus competencias. Los efectos serían negativos y muy perceptibles por todos los ciudadanos, incluidos los que viven en Cataluña. La información fiscal de toda España hoy concentrada en la Agencia Tributaria única se partiría en bloques más o menos estancos. Con ello se haría ineficaz la lucha contra el fraude, para la que no se dispondría de datos agregados de todo el país; asimismo, serían precisos esfuerzos de coordinación interregional hoy innecesarios. También se perderían importantes servicios tributarios, como el envío a los contribuyentes de sus datos fiscales para facilitarles la declaración de IRPF o el envío de borradores de declaración de este impuesto. Por otra parte, los costes de funcionamiento se multiplicarían ante el aumento del número de funcionarios, de edificios, de tiempo perdido en reuniones de trabajo con el Estado y con otras agencias autonómicas, etcétera; en definitiva, la pérdida de economías de escala hoy ya conseguidas nos saldría a todos muy cara. Y se produciría una importante y anticonstitucional desigualdad de trato de los ciudadanos según la comunidad autónoma en la que se encontrasen, al romperse el mercado de servicios tributarios. Si alguien cree que tales afirmaciones son alarmistas, puede verificar lo que ocurre desde hace años en Alemania, donde se vienen realizando tremendas inversiones para conseguir un modelo centralizado de gestión tributaria como el español.

Tras esta rápida revisión de un escenario de futuro tan poco deseable como el que contiene el borrador de Estatuto, vale la pena reflexionar brevemente sobre lo que ya tenemos. Disfrutamos en España de un régimen democrático muy valorado por todos que nos viene proporcionando paz, libertad y bonanza económica. Disponemos de un sistema financiero equilibrado y solidario -quizá con la excepción del País Vasco y de Navarra-, consensuado entre el Estado y todas las comunidades autónomas muy recientemente, en 2001. Contamos con una Agencia Tributaria estatal de reconocida eficacia, tanto en control tributario y lucha contra el fraude como en servicio directo al ciudadano, muy valorada por nuestros colegas de otros países -incluidos los más avanzados-. Es una institución de bajo coste, considerada desde hace unos años como la número uno del mundo en servicios tributarios intensivos en nuevas tecnologías -véanse los informes de la prestigiosa consultora Accenture-, garante de la igualdad de todos los españoles en una materia tan sensible como es la tributaria, coordinada con las administraciones autonómicas y en permanente diálogo con ellas. ¿De verdad queremos cambiar nuestro sistema político, financiero y de gestión tributaria, con tan elevado coste y en tan errónea dirección?

Por supuesto que todo es mejorable, pero nadie podría explicar racionalmente el porqué de tantos cambios políticos y financieros de tanto y tan negativo calado como los que anidan en el proyecto de Estatuto. Bien miradas, las auténticas causas de la propuesta que nos llega de Cataluña resultan poco ejemplares: ansias de poder económico y político de personajes con fuerte presencia mediática y poco seny, animados desde el Gobierno central, que no supieron prever las reacciones al borrador de Estatuto en el resto de España; indiferencia de los ciudadanos ante cuestiones técnicas que no entienden; apoyo de algunos empresarios que se curan en salud frente al poder político de manera irresponsable; etcétera. Sin duda, los sociólogos y psicólogos sociales podrían acabar de ilustrarnos sobre las razones últimas de estos sinsentidos.

Es hora de llamar a la responsabilidad de los líderes políticos para evitar que el trabajo de nuestras instituciones administrativas y de muchos buenos profesionales quede bloqueado en los próximos meses por la discusión de un texto que no merece más allá de un somero análisis antes de ser desechado. Como se advierte en los párrafos anteriores, se trata de un borrador de Estatuto con apartados muy relacionados entre sí, inspirado todo él en una misma lógica nociva y por ello de imposible reelaboración coherente. No hay cirujano capaz de acabar con una enfermedad genética a golpe de bisturí.