Un estorbo nacional

Cuando hace once años propuse que los amantes de las emociones fuertes promoviéramos la creación de un Patronato para la Protección del Gallardón Ibérico estaba reivindicando el valor de la disidencia como raro fulgor en el yermo de las almas de unos partidos desertizados de talento. Había tenido ya mis más y mis menos con el entonces alcalde de Madrid pues cuando, como Norman Bates, dejaba de cuidar a las hormigas para arrojarse al frenesí de apuñalar rubias, el escorzo de su cuchillo siempre señalaba la dirección equivocada. Y no me refiero a su obsesión sádico-incestuosa con Aguirre -que también- sino sobre todo a su querencia polanquista que le llevó a alinearse en momentos clave en un bando dañino para la libertad. Por eso declaré como testigo en favor de Jiménez Losantos cuando años después Gallardón incurrió en la ofuscación de querellarse contra él por las críticas a su conformismo con la escuchimizada verdad oficial del 11-M.

Un estorbo nacionalPero de disonancia en disonancia seguíamos avanzando, como en una partitura de Schönberg, hacia la sintonía apoteósica de la atonalidad final. Había llegado a ser tan ramplona la rima consonante de nuestra vida pública que casi daba igual lo que dijera el verso suelto, puesto que estaba garantizado que el día que el inteligente, culto y articulado Alberto Ruiz cruzara la meta de sus ambiciones, habría de vérselas de inmediato con el implacable Gallardón enviado por el ángel del gabán amarillo para ajustarle las cuentas. En medio de tanto imbécil engallado, de tanto pavo real enmargallado, de tanta palurda con caché, siempre era un alivio tener enfrente -e incluso alguna vez al lado- a un interlocutor no ya ocurrente, no ya ingenioso, no ya sutil sino verdaderamente perspicaz.

Cuando tras llegar al ministerio de sus sueños culminó su escalada de yerros iniciales con la sustitución de la prometida reforma del Poder Judicial por una nueva cataplasma que garantizara que jueces como Ruz siempre tendrían un ojo puesto en Rajoy a la hora de manejar la llave de la mazmorra, todo parecía encajar en la irregularidad del molde, pues ahí estaba de nuevo la mano tendida a un PSOE capaz de sentar en el Consejo hasta a sus más distinguidos sicarios. Pero había una novedad: el cambiazo se lo había dado el presidente, agobiado sin duda por la obstrucción a la Justicia que denotan sus SMS -«Luis lo entiendo. Sé fuerte. Mañana te llamaré»- y por el rastro de sus poco presuntos sobresueldos y demás adehalas ilegales.

Aznar aconsejó entonces a Gallardón que dimitiera -se trataba de la cuestión crucial para la regeneración democrática- y se erigiera en alternativa dentro del grupo parlamentario. Pero de igual manera que él tampoco cayó en la efímera tentación de abandonar la Presidencia de honor del partido cuando Rajoy boicoteó la presentación de su libro para que todos supieran quién era el enemigo -ídem de ídem hizo con los premios periodísticos de EL MUNDO-; del mismo modo, digo, Alberto Ruiz, observante fiel de la distanciación brechtiana, se aferró entonces a la ondulante cadena dorada de su reloj de ministrazo.

Pero algún rescoldo especialmente febril le debió quedar incrustado en lo que Unamuno llamaba «el meollo del alma» cuando hétenos aquí que a la siguiente pirivuelta -perdón por el riojanismo- topamos con lo nunca visto, con el más difícil todavía, con esa mayor ocasión que vieron los siglos: Gallardón ejerciendo su heterodoxia, expresando su singularidad y creando un cataclismo interno... ¡al intentar cumplir un renglón conservador del programa del partido! Que el otrora favorito de la progresía se haya inmolado en la pira de una legislación sobre el aborto afín a la doctrina constitucional de los dos bienes a proteger, justifica mi afección hacia quien a la postre ha tenido el coraje de disentir de su propia estereotipada disidencia. Pero sobre todo corrobora la inutilidad de plantear debates que requieran la movilización de más de dos neuronas -por ejemplo la contradicción entre tutelar al discapacitado una vez parido y discriminarle hasta entonces- cuando quien escucha, o mejor quien simplemente oye, es un presidente emoliente al frente de un Gobierno emoliente.

Así caracterizó Ortega al último Ejecutivo de la Monarquía en su famoso artículo de El Sol «El error Berenguer». En su opinión aquel Gobierno sólo pretendía reblandecer las entendederas de los españoles, dando por hecho que «moralmente pertenecen a la familia de los óvidos, que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles y que a las cuestiones de derecho y, en general, públicas, presentan una epidermis córnea». Así es como considera y trata el estólido en su estrago a la ciudadanía en general y especialmente a la carne de cañón del propio electorado del PP.

Refractario al talento como la dama de noche al sol, Rajoy sigue vaciando su entorno, sustituyendo políticos por tecnócratas, estrategas por administrativos, antagonistas potenciales por lamelevitas perpetuos, demócratas con convicciones por acomodadores del pensamiento débil. Sigue extremando su selección a la inversa, agrandando la ausencia de los mejores, eliminando todo vestigio de mérito o audacia, proyectando un anti ejemplo de mediocridad intelectual y cobardía política que llueve sobre mojado y hace supurar a una opinión publicada a la que se le plantea la duda de la existencia de Dios cuando, a imagen y semejanza de su romo inspirador, ya sólo se interesa por la existencia de Casillas o, sobre todo, por la ascensión a los cielos de Contador.

Si a Rajoy no le convencía el proyecto de ley de Gallardón, podía haberlo dicho en el Consejo de Ministros que lo aprobó por unanimidad. Y si las discrepancias que habían surgido en el partido, alentadas por su propio escaqueo, o las advertencias de su brujo demoscópico -principal receptor por cierto del dinero negro que llegaba a la sede de Génova- justificaban su revisión, podía haber convocado a la ejecutiva, a la junta nacional o al grupo parlamentario. Incluso haber creado una comisión ad hoc para discutir cada artículo hasta la extenuación. Pero que un Gobierno con holgada mayoría absoluta se refugie en la falta de consenso para incumplir una de las promesas más nítidas de su programa es una muestra de impotencia política, amén de una tomadura de pelo.

Quedando poco más de un año de legislatura, está claro que lo que prevalecerá será el texto que sacó adelante el vituperado Zapatero cuando gobernaba en minoría. Es posible que el Constitucional lime algunas de sus aristas y que el PP introduzca la exigencia del conocimiento paterno para las chicas de 16 años, pero al renunciar a aprobar una nueva ley Rajoy asume que el aborto es un derecho con preeminencia sobre cualquier otro siempre que se ejerza dentro de los plazos establecidos. Yo puedo aquietarme en mis incertidumbres, pero si fuera católico y votante del PP me sentiría burda e hirientemente estafado.

Igual de estafados que todos los demócratas que contemplamos estupefactos como, camino ya de los dos años y tres meses desde que el Gobierno se apresuró a dar por bueno un diagnóstico médico que le situaba en la categoría de enfermo terminal, el cruel carcelero de Ortega Lara y asesino de guardias civiles continúa paseándose altivo y orgulloso por sus lugares de la memoria, cual moderno Adolf Eichmann autorizado a profanar las tumbas de sus víctimas.

Igual de estafados que todos los defensores de la legalidad constitucional cuando observamos con alarma máxima cómo se ha permitido a los separatistas catalanes utilizar todos los resortes del Estado que controlan y todos los fondos públicos que manejan para, manipulación tras manipulación, desobediencia al Tribunal Supremo tras desobediencia al Tribunal Supremo, akelarre pujolístico tras akelarre pujolístico -el del viernes debe estudiarse en Educación para la Catalanía- ir gestando impunemente el desafío que ayer llevó Mas a su descarnado paroxismo.

Igual de estafados que todos los contribuyentes ante la evolución de la presión fiscal: tres años de subida de impuestos y uno en el que tan solo se amortiguará. Y con menos empleo que nunca, computado en horas de trabajo. Y con sueldos más bajos que nunca. Y con la deuda pública disparada mientras recorremos la terrorífica senda que augura una tercera recesión, esta vez bajo la guillotina de la deflación. El programa económico de Podemos es una sucesión de disparates, pero tiene razón su filósofo de cabecera Zizek cuando denuncia que nuestros gobernantes nos han impuesto todo tipo de sacrificios, alegando que para hacer una tortilla había que romper huevos y que, una vez que nos han roto casi todos esos huevos, la tortilla ni está ni se la espera.

Ya no hay la menor duda. La experiencia de tres años ha demostrado que Gabriel Elorriaga tenía razón cuando desde la más corta de las distancias diagnosticó en 2008 que «Rajoy no está en condiciones de ofrecer el liderazgo sólido, renovado e integrador que ahora se necesita». Eso supone que cuantos le apoyamos en las últimas elecciones generales nos equivocamos y dimos pie al mayor fiasco de la historia democrática, si comparamos las enormes expectativas creadas -y el margen de maniobra casi infinito que proporcionan 187 diputados-, con los frutos raquíticos y agraces cosechados.

Una vez que el Gobierno aplique la legalidad en Cataluña -sólo faltaría que no lo hiciera, pero en eso estaremos a su lado- no quedará, a mi entender, motivo alguno para respaldarlo. Si el único objetivo programático de la mayoría absoluta de Rajoy es en realidad no menguar por debajo de una anhelada minoría, suficiente para seguir en el poder, la prioridad de cuantos propugnamos la reconstitución de España entorno a los valores que rigen las democracias más arraigadas debe ser contribuir a remover de nuestro camino lo que se ha convertido ya en «un estorbo nacional».

Recurro de nuevo a Ortega pues así fue como tituló el artículo de El Imparcial en el que en 1913 pedía la «disolución» del gobernante partido liberal con el argumento de que ya no era sino un mero sindicato de intereses: «Nacen vivísimas sospechas de que el partido liberal esté tejido exclusivamente del primo, del cuñado, de don Fulano, de don Zutano, de mi bufete, de tu bufete, de los negocios buenos o malos, que para el caso es lo mismo». Un siglo después España sigue necesitando un partido de centro derecha como el refundado por Aznar en 1990 pero para que el PP se regenere y pueda servir de cauce a gran parte de la ciudadanía es imprescindible que quite de en medio el estorbo que, a esos efectos, representa el estéril nihilismo rajoyista.

¿Por qué será que me he referido hoy a dos artículos que merecieron a Ortega su sucesiva defenestración de dos diarios que lo eran todo en su vida y que en el caso de El Imparcial los hechos ocurrieran cuando fue engullido por el tristemente célebre trust de los periódicos, diseñado por el poder económico en pleno abaniqueo de ese partido gobernante? Tendré que hacérmelo mirar o lo consultaré con la almohada.

Pedro J. Ramírez, exdirector de El Mundo.

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