Un euro para unir

La decisión del Banco Central Europeo de apoyar de forma ilimitada a la moneda común tal vez sea un punto de no retorno en su salvamento, pero el reto de rediseñar la arquitectura fallida del euro sigue siendo de proporciones gigantes. Además de consensuarlos contenidos de la unión bancaria, fiscal y política, hay que alcanzar estos objetivos pronto y las exigentes reformas nacionales deben seguir su curso. Los jefes de gobierno europeos han cometido algunos errores serios en la gestión de la crisis, al no diagnosticarla desde el principio como crisis de la eurozona. Pero también han dado pasos muy importantes en su resolución y han actuado con más responsabilidad de lo que se les reconoce. La tentación populista de pensar que la culpa de todos los problemas la tienen los que mandan y que basta con sustituirlos y aplicar recetas simples y tajantes es un error cuyas consecuencias hemos padecido en la historia europea reciente. Es cierto que en la década pasada el éxito del proceso de integración durante cincuenta años hizo que muchos políticos dieran por supuesta la Unión Europea. Una vez se puso en marcha el euro y se culminó la gran ampliación al Este, fueron incapaces de renovar la capacidad de movilizar y atraer de la Unión, con el fin de que constituyera una de las utopías de nuestro tiempo. A pesar de que el reparto de fuerzas estaba cambiando con rapidez en el mundo, la crisis financiera encontró a la mayoría de los líderes europeos poco dispuestos a hacer reformas y a vertebrarlas en torno a un nuevo europeísmo adaptado al siglo XXI.

Desde el primer rescate griego, la reparación del euro se hace muy cuesta arriba, pero la causa principal no es la falta de liderazgo de nuestros dirigentes. El problema tampoco es reducible a dar con las políticas económicas adecuadas, sino que tiene raíces más hondas, relacionadas con la necesidad de reforzar la legitimidad de la Unión Europea. Por eso para relanzar el euro, en el plano político, hay que dar importancia al debate sobre qué nuevas políticas deben transferirse al nivel europeo. Si queremos que las soluciones pactadas en los Consejos Europeos sean duraderas, es esencial discutir a fondo cuánta integración quieren los ciudadanos como parte de la operación de salvamento del euro y así lograrla aceptación por todos los integrantes de una moneda común sustentada en nuevos contratos sociales. La pregunta de qué poderes se deben ejercer desde el nivel europeo está planteada abiertamente desde la ratificación del Tratado de Maastricht, un proceso que dio lugar a los primeros debates democráticos para justificar la continua transferencia de competencias a Bruselas. En el proyecto original de los padres fundadores, el elevado grado de integración económica era compatible con la preservación de las identidades nacionales. Por eso era necesario justificar cada nuevo poder comunitario, crear mecanismos jurídicos y políticos para modular esta centralización progresiva y desarrollar una vida democrática a nivel europeo. Pero poco a poco se fue instalando en el imaginario europeo la mentalidad de que cualquier nueva actuación de la Comunidad suponía una buena noticia, como si montásemos en una bicicleta en la que siempre hay que dar pedales para no caerse. Este determinismo nos influye en la situación actual, una moneda única mal diseñada que ha generado tanta divergencia económica en tiempos de crisis como para poner a varios estados miembros en una situación de emergencia. La solución suele ser pedir que. casi de un día para otro, nuestros líderes centralicen en Bruselas muchos poderes y recursos con el fin de ensayar una nueva integración económica y monetaria. Pero sin dejar de actuar con la diligencia que la situación requiere, la pregunta democrática clásica de cuánta integración quiere cada Estado no puede obviarse. En vez de unir a las personas. como afirmaba Jean Monnet que debía hacer el sueño europeo, la moneda común ha desatado verdaderas hostilidades y es imprescindible que su reconstrucción refleje una visión debatida y compartida del bien común europeo.

En este sentido. Alemania es una excepción. Su nivel de discusión política, jurídica y económica sobre las mutaciones constitucionales en curso es admirable. Hace unos días el presidente del Tribunal Constitucional confesaba que su peor pesadilla era despertarse un día y comprobar que en su parlamento ya no se decidía sobre ninguna cuestión, porque todas habían pasado a votarse en el ámbito comunitario. Nuestro país debería aprender de la democracia alemana. A pesar de que la Unión condiciona casi toda nuestra vida económica y social, somos capaces de formular muy pocas visiones europeas desde España. A veces el deseo de más Europa revela que en el fondo queremos que nos gobiernen otros. A ese anhelo infantil se contrapone en los últimos tiempos un cierto escepticismo, igual de criticable, hacia una Unión que no arregla todos nuestros problemas. empezando por nuestro complejo e inestable Estado autonómico.

Otro aspecto básico del problema político de fondo que plantea la crisis del euro ha sido bien descrito por el gran teórico de la integración. Joseph Weiler. Se trata de la desacertada equiparación entre el euro y la Unión Europea que domina tantos discursos. La moneda común es un capítulo importante de la integración, pero el éxito o fracaso de la moneda única no puede definir nuestra identidad europea ni nuestra voluntad de seguir formulando a escala continental un proyecto sugerente de vida en común. Las dramatizaciones en este sentido, según las cuales sin euro no habría mercado interior y, aún más, se lanzarían por la borda todos los ideales de los padres fundadores, son contraproducentes. La Unión Europea es sobre todo un proyecto cultural, por encima de lo económico, y conviene recordarlo cuando el intento de afianzar la moneda única atraviesa aún meses complicados. El debate debe ser por qué el euro, con qué políticas, de acuerdo con qué ideas de bien común. pero sin cuestionar nuestro ser europeo, del mismo modo que no dejamos de respirar cuando nos proponemos luchar contra la contaminación. Desde esta perspectiva, que se niega a abaratar el significado ético y los muchos logros en el camino hacia la unidad, cada estado miembro y el conjunto de las instituciones comunitarias han de profundizar en su deliberación colectiva. Se trata de conseguir, en palabras de José Manuel Durao Barroso, que más integración signifique más democracia.

José M. de Areilza Carvajal, profesor de Esade Law School y secretario general de Aspen Institute España.

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