¿Un factor de modernización?

El gran historiador Vicente Cacho Viu, madrileño y catalanófilo convencido, preparó antes de morir en 1997 un libro titulado El nacionalismo catalán como factor de modernización, que vio la luz al año siguiente. En él afirmaba que el movimiento catalanista, nacido al calor de la crisis que enlazó los siglos XIX y XX, había significado un avance notable no sólo para la vida política catalana sino también para la del conjunto de España. Por un lado, el catalanismo había elegido la vía democrática para lograr el reconocimiento de su patria; y, por otro, había concebido un proyecto de dimensiones españolas, única manera de obtener la ansiada autonomía. A juicio de los primeros nacionalistas, Cataluña debía erigirse en el “Piamonte español”, la locomotora que —como había hecho el reino alpino en Italia— tirara de la península para constituir un nuevo Estado, en este caso ibérico y multinacional. Enric Prat de la Riba resumió ese ideario con el lema “Per Catalunya i l’Espanya gran”.

Desde luego, a Cacho no le faltaban razones. El partido dominante en el catalanismo de aquellos tiempos, la Lliga Regionalista, derrotó con limpieza en las urnas a los caciques dinásticos y se convirtió durante décadas en un actor protagonista dentro del parlamento español. Desde allí se entendió con gobiernos conservadores y liberales para fundar la primera institución contemporánea de ámbito catalán, la Mancomunitat, que reunió a las cuatro provincias en 1914. Lo mismo bloqueaba en Madrid medidas fiscales progresivas que acaudillaba en Barcelona una asamblea de parlamentarios con el fin de reclamar Cortes constituyentes y dar paso a un régimen más representativo. Sin olvidar casi nunca su vocación española, que se demostró cuando su jefe, Francesc Cambó, promovió candidaturas regionalistas en toda España durante la campaña electoral de 1918. Cambó fue nombrado ministro por el rey poco después y, tras exigir con escasa habilidad un estatuto autonómico, se comportó como un preboste más del universo monárquico crepuscular.

Este esquema, según el cual el nacionalismo catalán conjugaba sus demandas particulares con un programa pensado para transformar en sentido democrático el estado español, se repitió varias veces a lo largo del Novecientos. Abundaron las contradicciones y los conflictos, y los conservadores catalanistas —como sus congéneres de otras zonas— respaldaron soluciones autoritarias para salvaguardar el orden social. Pero en algunas coyunturas críticas los sectores mayoritarios del catalanismo, en sintonía con las fuerzas progresistas del resto de España, buscaron el autogobierno, por principio o por necesidad, a través de la modernización del marco estatal y no de la independencia. Si el peso de Cataluña hacía imprescindible la colaboración de los catalanistas a la hora de emprender cualquier reforma global, sólo el triunfo en Madrid de una constelación favorable podía desactivar las tendencias centrípetas tradicionales e iniciar una dinámica descentralizadora que atendiera los deseos catalanes. Como ha recordado Santos Juliá, Cataluña solía presentarse como punta de lanza de una nueva organización de España que afectaba también a otros pueblos.

La primera de esas coyunturas llegó con el colapso de la monarquía de Alfonso XIII, cuando, ante la complicidad de la corona con la dictadura del general Primo de Rivera, las filas republicanas engordaron hasta desencadenar una mudanza de régimen en 1931. En el llamado pacto de San Sebastián entre los conjurados contra el rey, unos meses antes del advenimiento de la República, la clave consistió en la incorporación del republicanismo catalanista a cambio de promesas de autonomía. No se trataba de un simple trueque, pues en Cataluña discurría desde décadas atrás una fuerte corriente federalista que aspiraba a la creación de un estado federado catalán dentro del estado federal español. Eso fue lo que el veterano separatista Francesc Macià, cabeza de aquel movimiento, acabó proclamando el mismo día que cayó el trono, una “República Catalana com Estat integrant de la Federació Ibèrica”. La Esquerra Republicana sustituyó a la Lliga como eje del catalanismo pero no desapareció la vertiente española de sus planes. La Constitución republicana previó la existencia de regiones autónomas, hubo ministros catalanistas en los gobiernos de la conjunción reformadora y en 1932 las Cortes aprobaron el Estatuto de Cataluña, avanzadilla de los poderes autonómicos en el estado integral. El alma federalista de la Esquerra se volvió insurreccional en 1934 y terminó disuelta en las deslealtades de la guerra.

Decenios más tarde, las fuerzas catalanistas representaron un papel de vanguardia en la oposición a la dictadura de Franco y en la posterior llegada de la democracia. Entre las izquierdas, donde ahora aparecieron partidos que añadían a su adscripción obrera el catalanismo militante, capaz de entenderse con posturas marxistas españolas que reconocían el carácter plurinacional o la presencia de nacionalidades en un Estado cuyo futuro había de ser federal. Nadie puede olvidar aquellas manifestaciones al grito de “llibertat, amnistia, estatut d’autonomia”, parte sustancial de la transición popular y callejera. Pero también en el campo de las derechas moderadas, donde surgieron dignos herederos de la Lliga que participaron de un modo decisivo en el proceso constituyente que culminó en 1978. La fórmula autonómica, con mejor suerte que en los años treinta, se generalizó a partir de la experiencia catalana, inaugurada ya en 1977 con la restauración preconstitucional de la Generalitat. Sin los aportes catalanistas, nuestro Estado y nuestra democracia serían muy diferentes.

La evolución del nacionalismo catalán bajo la batuta de Convergencia i Unió, la coalición que ha gobernado Cataluña casi tres décadas, le ha hecho abandonar de forma gradual ese antiguo empeño de modernizar el Estado español. Cuando las libertades aún estaban en el alero, tras el golpe de 1981, los catalanistas apoyaron con firmeza el ordenamiento constitucional. Cabría recordar aquí la actitud del president Jordi Pujol, que en mayo de ese año entregó una bandera española al ejército como muestra de la “voluntad de asegurar nuestro futuro, el futuro de todos los pueblos de España”. Bajo el paraguas de la monarquía parlamentaria de Juan Carlos I, la cuestión catalana parecía encauzada. Sin embargo, la necesidad de completar mayorías en el Congreso trastocó en los años noventa ese papel de estadista cultivado por Pujol y dejó una impresión de continuo cambalache, muy perjudicial para la imagen del catalanismo. Y el cambio de siglo alumbró un escenario muy distinto: el españolismo desafiante del Partido Popular, el crecimiento de una Esquerra independentista y el abrazo letal a las esencias más añejas por parte del socialismo catalán, evidente en el nuevo Estatuto, tensaron hasta límites desconocidos las controversias identitarias. Por último, los elementos más influyentes en la CiU de Artur Mas han decidido desentenderse de España —una entidad que sienten ajena— y buscar la independencia.

En lo más profundo de la crisis actual, las voces que provienen de Barcelona apenas hablan ya en términos generales. No mencionan el bienestar de los españoles, sólo el de los catalanes, como si ambos no estuvieran unidos, por lo que poca simpatía pueden obtener fuera de su comunidad. Se han perdido los impulsos que en ciertos momentos —1901, 1917, 1930, 1977 o 1981, incluso 2004— promovieron la renovación del horizonte político común, cuando pudo comprobarse que Cataluña sólo progresa cuando lo hace España. El ensimismamiento y la inconsciencia dominan hoy el panorama, pues los políticos catalanistas procuran obviar los aspectos problemáticos de sus exigencias, que lejos de mejorar la calidad democrática de las estructuras estatales existentes las disolverían sin remedio. Por este camino, la sociedad catalana y con ella la española entera se adentran en un territorio peligroso. Mientras tanto, el Gobierno de España, atrincherado y torpe, no propone nada. Tan sólo un federalismo de nuevo cuño, todavía mal definido y peor explicado, abre rendijas a la esperanza. A la tenue esperanza de que el catalanismo, en cualquiera de sus versiones, vuelva a ser un factor de modernización.

Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Acaba de publicar, junto a Fernando del Rey, Pueblo y nación. Homenaje a José Álvarez Junco (Taurus).

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