Un fallo histórico

Desde hace algunos años, la sociedad norteamericana discute sobre el significado del matrimonio. El pasado 5 de noviembre tuve la oportunidad de asistir a un debate académico entre dos personas que han reflexionado sobre el asunto. Los contendientes eran un joven investigador, Sherif Girgis, coautor del difundido estudio What is Marriage? (más de 70.000 descargas en la base de datos: Social Science Research Network); y su antiguo profesor Stephen Macedo, filósofo político y autor de numerosas publicaciones en defensa del matrimonio homosexual. Debatían ante un grupo de profesores y estudiantes congregados en el aula McCosh50, una de las más grandes de la Universidad de Princeton. En el público se hallaban personas de distintas sensibilidades. Entre los más conocidos, se encontraban Peter Singer (defensor de los derechos de los animales y de la carencia de derechos de los bebés que padecen graves discapacidades psíquicas) y Philip Pettit (inspirador ideológico del expresidente español Zapatero). Girgis defendía que, si se revisa la definición tradicional del matrimonio, orientado naturalmente a la procreación (aunque esta no siempre se produzca), no hay ningún principio racional sólido para excluir del mismo cualquier otra forma de convivencia sexual amorosa. Macedo defendía que sí lo hay —una posición que Peter Singer criticó por conservadora. El debate fue respetuoso y, lo más importante, se centró en la cuestión central, que las referencias vagas a la igualdad y a la libertad suelen oscurecer: ¿qué es el matrimonio?.

El pasado 26 de junio, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos interrumpió en buena medida esta deliberación. Su decisión era de esperar, a juzgar por la composición del tribunal. En sentencias de este tipo, los razonamientos ideológicos juegan un peso mayor que los tecnicismos, dado que la Constitución incluye abstracciones (libertad, igualdad, etc.) que pueden interpretarse en sentidos opuestos. No habiendo un consenso sobre el método de interpretación, esto es, una norma que obligue efectivamente a interpretar la Constitución de un modo determinado, las convicciones morales e ideológicas compensan la vaguedad del texto. Todo el mundo sabía que cuatro de los jueces (nominados por presidentes republicanos) no reconocerían un derecho al matrimonio homosexual. Igualmente, todo el mundo sabía que otros cuatro (nominados por presidentes demócratas) votarían a favor de semejante derecho. Y todo el mundo sabía que el juez Anthony Kennedy (nominado por Ronald Reagan en 1987, tras una histórica campaña política en el Senado que frenó su intento de nombrar a otro juez más conservador) desharía el empate, casi con toda seguridad, a favor del segundo grupo.

Aprobada por una ajustada mayoría, la sentencia se abre declarando que «la Constitución promete libertad a todos dentro de sus confines». Ahora bien, antes que una libertad, el matrimonio es una institución. La libertad de acceder a la institución presupone la integridad de la institución. Y, cuando una modificación de la institución acarrea un cambio sustancial en su significado, tarde o temprano los nuevos principios han de seguir su curso y dar paso a nuevas reformas. Esto era lo que se discutía en el debate al que me he referido en el primer párrafo, una disputa de la que apenas hay rastro en la sentencia. Queda así patente que la hegemonía que el discurso de los derechos y libertades ejerce sobre la vida pública es un peligroso disolvente para la discusión política racional, como puso de manifiesto hace años la profesora de Harvard Mary Ann Glendon.

La decisión de la Corte Suprema plantea, además, otro problema: que no existe un consenso constituyente en torno a esta cuestión entre los estados norteamericanos. En palabras del juez Samuel Alito en su voto disidente, «mientras que, para muchos, los rasgos del matrimonio en el siglo XXI han cambiado, aquellos estados que no quieren reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo no han desistido del entendimiento tradicional. Temen que, abandonando oficialmente la antigua concepción, puedan contribuir a la decadencia ulterior del matrimonio». Alito concluye: «Cae muy lejos de los límites de la autoridad de este Tribunal decir que un estado no puede adherirse a la concepción del matrimonio que ha prevalecido por tanto tiempo, no solo en este país y en otros con raíces culturales similares, sino en una gran variedad de países y culturas en todo el mundo». La decisión del día 26 no aprobó sin más el matrimonio entre personas del mismo sexo, sino que prohibió a los parlamentos de los distintos estados adherirse a la visión tradicional. A mi juicio, el discurso de la «igualdad jurídica» ha devastado el significado jurídico-positivo de la institución matrimonial. Pienso, igualmente, que existe un riesgo cierto de que el discurso de la «igualdad real» pase por encima de la libertad de defender en público dicho significado.

Fernando Simón Yarza, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Navarra y visiting fellow de la Universidad de Princeton.

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