Un fantasma atormenta China

Hace veinticinco años, el 5 de junio de 1989, varios fotógrafos de prensa (entre los que se encontraba Jeff Widner, de Associated Press) apostados en un balcón del hotel de Pekín que domina la plaza de Tiananmen, tomaron simultáneamente la misma instantánea. En aquella época, el negativo tenía que enviarse a través de Hong Kong para que se publicase el día siguiente en la portada de las grandes revistas occidentales. En esta foto, sin duda una de las más famosas del siglo XX, aparece un joven de espaldas, vestido con una camisa blanca, abriendo los brazos para detener un carro de asalto del Ejército chino. El cañón apunta al joven, no dispara. El carro se aparta y rodea el insignificante obstáculo. Nadie conoce la identidad de este personaje, que, por sí solo, encarnaba el pacifismo del pueblo contra la violencia del Partido Comunista. Por su vestimenta, deducimos que se trataba de un estudiante venido de provincias para apoyar a los ocupantes de la plaza de Tiananmen, quienes, tras haber construido una réplica en cartón piedra de la estatua de la Libertad, que simbolizaba sus aspiraciones democráticas, usaron durante tres semanas como únicas armas unos megáfonos y la huelga de hambre. Entre estos huelguistas, un joven profesor de Literatura que volvía expresamente de Estados Unidos, Liu Xiaobo, exhortaba a la no violencia. Actualmente, Liu Xiaobo, premio Nobel de la Paz en 2011, se encuentra encarcelado por haber persistido en su voluntad de diálogo. En cuanto al joven que nos daba la espalda, ignoramos su destino: sin duda se lo llevó la Policía y fue ejecutado en una calle adyacente.

Se saben pocas cosas sobre esta matanza de Tiananmen: de las 3.000 posibles víctimas abatidas por las ametralladoras, apenas un millar han sido identificadas por la Asociación de Madres de las Víctimas, una asociación ilegal y perseguida. La mayoría de los cuerpos han desaparecido, lo que permite al Gobierno negar la magnitud de la matanza y prohíbe a las familias celebrar funerales. El Gobierno chino fue aún más retorcido a la hora de ocultar que se habían producido manifestaciones y matanzas parecidas en un centenar de ciudades, en concreto en Chengdu. Como se supone que esas matanzas no han tenido lugar, nadie las había decidido. En Occidente solo se dispone de transcripciones de las deliberaciones del Comité Central, sin duda auténticas, pero no confirmadas. De ellas se deduce que Deng Xiaoping, el jefe oficioso del partido, impuso la negativa a dialogar y la llamada al Ejército. Tras la matanza, el mismo Deng Xiaoping tuvo la habilidad de permitir que los chinos prosperasen; la restauración parcial de la propiedad privada, el fomento del espíritu de empresa y el estímulo a las inversiones extranjeras dieron lugar al crecimiento que conocemos. ¿El pueblo chino, ocupado en enriquecerse, ha renunciado a toda reivindicación política y abrazado para siempre el becerro de oro marxista?

Desconocemos lo que saben los chinos sobre Tiananmen y lo que piensan de ello. Los corresponsales occidentales en China han mostrado recientemente la emblemática foto de Tiananmen a su alrededor, pero no más del 10 por ciento de los chinos consultados confesaron reconocerla. Aun así, el 10 por ciento representa 120 millones de personas. Por mi experiencia personal, que no es mucho más científica, se deduce que un chino de veinte años no ha oído hablar jamás de los acontecimientos de Tiananmen, mientras que los de más de cuarenta años saben todos de qué se trata. Si se dice Tiananmen, los rostros se contraen y la conversación se interrumpe. Ese silencio expresa el conocimiento. Cuando le pregunté a Mo Yan, el premio Nobel de Literatura de 2012, el escritor casi oficial del régimen y autor de numerosos textos sobre la Revolución Cultural de la década de 1960, por qué no había mencionado nunca Tiananmen en sus novelas, me contestó con incomodidad: «Es demasiado pronto para hablar de ello».

¿No es el comportamiento de los dirigentes actuales el indicador más fiable? Los peatones tienen prohibido el acceso a la plaza de Tiananmen la primera semana de junio, y 100.000 soldados entrenados especialmente para la represión de las manifestaciones han peinado Pekín. Para este veinticinco aniversario, el presidente Xi Jinping ha añadido una prima para cualquier informador que alerte a la Policía sobre los «perturbadores». Este mismo presidente, decididamente innovador, acaba de proponer que se resuelva el problema uigur, de los turcos musulmanes, deportándolos fuera de su provincia de origen, Xinjiang (el antiguo Turkmenistán Oriental), y sustituyéndolos por colonizadores chinos.

¿Cree el Partido Comunista en su propia teoría del enriquecimiento como sustituto de la libertad y en su política de amnesia obligatoria? Los dirigentes no parecen seguros de su propio futuro. ¿No es sorprendente que inviertan fuera de China el grueso de sus bienes obtenidos de mala manera y que todos envíen a sus hijos a «estudiar» a Estados Unidos? En cualquier conversación con un empresario chino, este revela que posee una «tarjeta verde» de residente en Estados Unidos o que aspira a conseguirla.

En la época de la Unión Soviética, los dirigentes rusos no disponían de un segundo pasaporte ni ocultaban su dinero en el extranjero porque creían que reinarían eternamente. Los dirigentes chinos parecen menos seguros de su futuro y dan la impresión de confiar menos en su régimen que los diplomáticos y empresarios occidentales que de buena gana se muestran amantes de los chinos. El hecho de que un desconocido visto de espaldas, muerto hace veinticinco años, un escritor pacifista aislado en su celda, y su esposa Liu Xia, una artista, encarcelada desde hace tres años (unas hormiguitas), puedan inquietar al tirano más poderoso de nuestra época nos deja perplejos sin que nos atrevamos a vaticinar nada.

Guy Sorman

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