Un faro en la tormenta

Hace unos días falleció en París el intelectual búlgaro-francés Tzvetan Todorov y desde ese día los grandes problemas del mundo –los temas de nuestro tiempo, que diría Ortega– están más oscuros porque han perdido a uno de sus grandes estudiosos, a uno de los grandes expertos.

Todorov fue muchas cosas: crítico literario y de arte, lingüista, semiólogo, historiador, filósofo... Fue un hijo de la Ilustración, del Siglo de las Luces, pero a la vez un auténtico hombre del Renacimiento. Y a mí me gustaría destacar su faceta de ensayista, de rendido admirador de Montaigne; su faceta de maestro de las Ciencias Sociales e historiador de las Ideas.

Quisiera resaltar, muy especialmente, su compromiso y ternura –que surgían de su propia experiencia personal– con los otros, los débiles, los inmigrantes, con los más desfavorecidos; y resaltar, también, cómo proyectó su luz sobre las zonas opacas donde la humanidad sufre, donde los hombres lloran, donde el mundo calla. Y cómo defendió siempre, inquebrantablemente, los Derechos Humanos y el bien común. Y a todo y a todos les ofreció como bálsamo su humanismo, un humanismo crítico que se basa en dos grandes principios: la autonomía y la tolerancia. Una tolerancia que se fundamenta en la igualdad de los hombres y en la libertad.

Tzvetan Todorov fue un intelectual que honró siempre el sentido más noble de esta palabra, un intelectual ajeno a intereses partidistas y preocupado solo por servir de brújula al mundo y por aguijonear y espolear, incansablemente, las conciencias.

Todorov fue seguidor y entusiasta de la sociedad abierta popperiana y se convirtió en uno de sus grandes amigos uniendo su nombre al de –entre otros– Berlin, Aron, Paz, Peyrefitte, Havel, Furet, Sartori, Dahrendorf y Bobbio. Todos ellos pertenecen a una tradición intelectual, no ciertamente impresionante por su número, pero que cuenta con algunos individuos honestos que han sido inmunes a las tentaciones de la fantasía, del dogma y la utopía, cuando éstas eran aún fuertes. Todos ellos son apasionados defensores de la sociedad abierta y, al mismo tiempo, reformistas comprometidos. Creen en la economía de mercado, pero como decía Berlin, con una fuerte protección social por parte del Estado. Son los adalides del liberalismo reformista, el liberalismo bueno.

Su curiosidad e interés abarcaron muchos temas. Estudió los totalitarismos, como la gran tragedia del Siglo XX: el fascismo y el comunismo, que como un moderno Dios Jano –el Dios de las dos caras– asolaron el mundo y escribió también sobre las democracias liberales, resaltando sus imperfecciones. Y sobre la alteridad y la invasión de los bárbaros y sobre la colonización y descolonización, detrás de las cuales advertía la sombra inquietante del nacionalismo. Y nos advirtió de los riesgos que el mesianismo, ultraliberalismo, populismo y xenofobia, entrañaban para el mundo. Y como una muestra de su pensamiento está la idea de los valores europeos prepolíticos que para él tienen validez universal.

En España lo celebramos y leímos mucho, le convertimos en Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales y él nos devolvió su afecto sintiéndonos muy próximos y dando una visión ajena al tópico y a la leyenda negra de la conquista española de América y desvelando lo que se escondía detrás de las Pinturas Negras de Goya.

Este europeísta convencido sufría con la crisis de Europa y creía que teníamos que tener la habilidad de transformar errores históricos –como el Brexit– en nuevas oportunidades, profundizando en el proceso de integración europea.

Todorov fue siempre un hombre desplazado: de Sofía a París, del totalitarismo soviético a las democracias occidentales, de la crítica literaria al humanismo crítico. Fue siempre un extranjero, pero no como el de Camus, sino uno lleno de incredulidad y optimismo, de escepticismo y esperanza. Sabía que Baudelaire acertaba en una de Las Flores del Mal cuando decía que al hombre solo le redimían el amor y el arte y por eso este anatomista del alma amaba la literatura, porque le ayudaba a vivir.

Recuerdo aquellas palabras de Borges de que conviene mantener el culto al libro como algo sagrado para satisfacer nuestro deseo de encontrar felicidad y sabiduría. Recuerdo también los versos de Rilke, uno de sus poetas favoritos:

Lo que transcurre aprisa pronto ha de pasar solo lo que queda nos inicia

Y de Todorov nos queda su alegría de escribir, su poder de eternizar. Nos quedan sus libros como un camino cierto hacia la sabiduría y la felicidad; nos queda su voz como una guía magnífica para navegar por este jardín imperfecto que es el mundo, ese otro mar. Nos queda su luz, la luz de un incansable e indomable faro en la tormenta.

José Manuel Romay Beccaría, presidente del Consejo de Estado.

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