¿Un feminismo con burka?

En «Sumisión», su última y polémica novela, Michel Houellebecq fantasea con una pesadilla que el lenguaje de la corrección política prohíbe denominar tal: la llegada al Elíseo de un presidente musulmán en un futuro inmediato que él sitúa en 2022. Podría pensarse que la provocación del libro va sólo dirigida al integrismo islámico, pero no es así. La figura de Mohammed Ben Abbes, un francés de segunda generación que lidera un partido llamado «la Hermandad Musulmana», nos previene, ciertamente, frente al islamismo con talante y buenos modales, pero la gran carga de profundidad de esa novela Houellebecq la dirige contra el intelectual europeo, contra la izquierda y contra las feministas, que en esa ficción acatan la nueva situación con una pasividad, una resignación, una sumisión, en efecto, que justifican el título de la obra. El malicioso hallazgo del escritor francés en dichas páginas reside en que esa incapacidad para rebelarse ante lo inadmisible no nos resulta tan insólita como debiera, sino escalofriantemente reconocible y familiar en un presente en el que los intelectuales ya no encarnan la conciencia crítica de Occidente, sino la acomodaticia impostura de esta; en el que la izquierda se muestra indulgente ante todos los enemigos del espíritu de la Ilustración –cuando no los abraza directamente– y en el que el feminismo radical, tan beligerante contra cualquier patosa y tontorrona salida de tono machista que pueda tener uno de nuestros políticos –preferentemente si es de derechas–, guarda, sin embargo, un sospechoso y estruendoso silencio ante la extraordinaria ofensiva contra la mujer y sus derechos más elementales que representa el fundamentalismo islámico.

Pienso en esa famosa presentación de la candidatura de Ahora Madrid en la que la joven Alba López Mendiola hizo aquella solemne declaración de principios que la catapultó a la gloria mediática: «Vengo aquí primero reivindicándome como mujer, como bollera…». Y me pregunto a quién quería o creía escandalizar. ¿A una derecha política que hoy ha asumido la homosexualidad en sus propias filas; que tiene candidatos que la proclaman y que ni se ha planteado tocar el matrimonio entre parejas del mismo sexo ni lo hará en lo que le quede de legislatura? ¿A una derecha sociológica que ha ido aparcando todos los viejos prejuicios sexuales y en la que el sentido de la familia o la simple fuerza del cariño pesan infinitamente más que el tabú ante un hijo gay o una hija lesbiana, y que ya no sólo respeta, sino que ve incluso un valor moral en la madre sin compañero? ¿En qué España vive Alba López Mendiola para pensar que impresionaría a alguien esa soflamita que no ha sido noticia más que por su chusca calidad expresiva; por su infantilismo ideológico, que presenta como mérito una modalidad de orientación sexual amparada por nuestras leyes; por el tonillo de sor Intrépida que puso en ella y por resultar tan extemporánea como fuera de lugar? ¿Por qué, en fin, Alba López Mendiola no va a dar detalles explícitos sobre su sexualidad a las puertas de las mezquitas que hay en la propia comunidad autónoma donde vive, que es donde tendrían alguna posibilidad real de éxito sus afanes de escándalo y escarnio al sexismo todavía vivo? ¿O por qué su compañera de partido Rita Maestre, la del «striptease» en la capilla de la Complutense, no se anima a repetir ese numerito en una de esas mezquitas en las que se considera una ofensa que una mujer lleve la cara descubierta?

Aquí es donde entramos de lleno en la cuestión que plantea la novela de Houellebecq, en la que todas las mujeres del país vecino son retiradas por decreto de la vida laboral sin que se produzca una reacción de resistencia por parte de los colectivos feministas. Resulta obvio que estamos ante una ficción novelesca y que en la realidad esa reacción sí tendría lugar, pero ese hecho no invalida ni hace banal lo que Houellebecq nos está preguntando tácitamente con la situación intolerable que dibuja en su libro: ¿por qué esa reacción no se ha producido ya? ¿Porque no hay una respuesta unánime y masiva de todas las organizaciones feministas occidentales al trato discriminatorio que no ya el fundamentalismo, sino el islamismo a secas da a la mujer en los países regidos bajo la Sharia e incluso en las ciudades del Primer Mundo? ¿Por qué esos grupos no han forzado a una izquierda que fabrica ministerios de igualdad y exige discriminaciones positivas a mostrar alguna beligerancia contra esa desigualdad auténtica? ¿No será que el monopolio de la izquierda, incluso de la más radical y populista, hoy lo tienen los hombres y que el feminismo es asombrosamente sumiso a los intereses tácticos y estratégicos de estos? ¿No será que hay una izquierda machista que le ha puesto a la mujer no ya un velo en el rostro, sino un burka confeccionado con el más tupido y cegador tejido –el de la ideología– para que no sea capaz de ver el ataque más despiadado, desmesurado, organizado, continuado, sistemático y temible que desde la mentalidad y el prejuicio sexistas se ha podido urdir contra ella? ¿No será que la izquierda europea, pese a que presume de buena salud ante la galería electoral, es hoy la primera y gran derrotada por el integrismo islámico, ya que, gracias a un tácito pero obvio pacto de no agresión a este último o a una suerte de pánico ante el vértigo histórico, ha renegado de su proyecto universal, renunciado a su vocación internacionalista y amordazado la elemental, beligerante y activa solidaridad que su militancia femenina de los países desarrollados debería mostrar con la mujer en el islam y el Tercer Mundo? ¿No será que esa derrota radica precisamente en la suicida neutralización de su feminismo?

Sólo una venda, una cortina, un burka ideológico puede explicar la actitud complaciente y sumisa con la que las mujeres de Podemos han asumido el pomposo rechazo de ese partido a todas las iniciativas tomadas por nuestro Ministerio del Interior contra el terrorismo yihadista; a las medidas adoptadas en el ámbito de la Unión Europea y al insólito argumento con el que Pablo Iglesias reprobó en su día la mera posibilidad de participación de nuestro país en una coalición militar contra el Daesh: «No hay soluciones militares a los problemas políticos».

Como si el criminal maltrato a la mujer no fuera un grave problema social, cultural, global, moral, mental y penal de Derecho y Civilización; como si se pudiera reducir a una simple «cuestión política» la decapitación de una mujer como regalo de bodas a una alta mandataria de la autodenominada «policía religiosa del ISIS», de la cual ABC informaba hace unos días, así como todas las sanciones, vejaciones y violencias contra la mujer que son noticia cotidiana en nuestros telediarios.

La ausencia de reacción de los partidos de izquierda y de la izquierda feminista ante todo ese horror resulta más que sospechosa cuando reparamos en que la sola reivindicación de los básicos derechos de la mujer sería el arma más eficaz y potente que existe contra el integrismo islámico, porque supone una incontestable enmienda a su totalidad; porque lo pone en evidencia y porque constituye, además de la doctrina occidental más viva, la menos cuestionada por todo el arco político, la más realista y menos utópica en un momento en el que han entrado en crisis tantas otras causas, tantas reivindicaciones y banderas clásicas.

Iñaki Ezquerra, escritor.

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