Un feminismo para la vida cotidiana

Un feminismo para la vida cotidiana

En 2010 escribí una novela que presentaba en tono de humor una utopía feminista. La idea surgió de una experiencia real. En los tiempos de la ahora desaparecida y traicionada revolución sandinista, las mujeres nos habíamos incorporado a la lucha en plano de igualdad. La liberación de la ciudad de León, en la que aterrizó, desde Costa Rica, la primera Junta de Gobierno (Daniel Ortega, Sergio Ramírez, Violeta Chamorro, Alfonso Robelo y a la que se unió Moisés Hassan, el único que estaba combatiendo en Nicaragua) fue un destacado éxito militar de Dora María Téllez y su Estado Mayor de mayoría femenina.

A la hora del poder, sin embargo, sólo una mujer fue nombrada ministro de Bienestar Social, Lea Guido. No pasó mucho tiempo sin que nos diéramos cuenta de que los supuestos revolucionarios volvían a sus esquemas mentales previos. Ya no nos necesitaban. Ahora ellos se hacían cargo. Se organizó el ejército y a las mujeres combatientes se las excluyó con argumentos como que no se podría controlar la promiscuidad entre hombres y mujeres y que acomodar el gasto de las compresas para la menstruación y los cuidados, si quedaban embarazadas, complicarían el orden militar.

Un grupo de nosotras, que recibimos responsabilidades “intermedias”, decidimos montar una suerte de comando clandestino al que llamamos Partido de la Izquierda Erótica, en tono de sorna. Conformamos el PIE para pensar estrategias que cada una pondría en práctica en su lugar de trabajo para presionar por una mayor visibilidad y promover reivindicaciones feministas.

A las militantes, tras la toma del poder, se nos demandaban horarios y jornadas de fines de semana que para nada tomaban en cuenta que la mayoría éramos madres. Durante la lucha armada, habíamos tenido que relegar a nuestros hijos prometiéndoles que el triunfo sería también, por fin, la ocasión anhelada para rehacer las familias y estar más tiempo con ellos. Sin embargo, cuando argumentábamos eso en los trabajos, se nos veía como si pidiésemos vacaciones o intentáramos evadir el trabajo, el único que contaba como tal para los hombres. Muchas nos rebelamos. Insistimos. Nuestros hijos empezaban a resentir la revolución.

Esa y otras experiencias en mi vida laboral me han hecho pensar en una pieza fundamental para el desarrollo de sociedades igualitarias: la necesidad de modificar sustancialmente el mundo laboral. Este es un terreno que poco se ha abordado en el área de las grandes reivindicaciones feministas. Hemos luchado por el derecho al aborto, hemos luchado contra la violencia, pero poco hemos conseguido para que el entorno del trabajo, al que las mujeres nos hemos sumado masivamente, cambie. Incorporarnos al trabajo significa, a menudo, enfrentar la disyuntiva de escoger entre la maternidad y la realización profesional. Está claro que el mundo del trabajo está organizado para hombres que tienen esposas; está organizado por ellos desde la mentalidad de proveedores exentos de obligaciones domésticas; jefes en hogares regentados por sus mujeres. La prevalencia de esta concepción hace que las mujeres, en general, hagamos una doble jornada o paguemos parte de nuestro sueldo para que otras mujeres, sin mejores alternativas que cuidar casas e hijos ajenos, suplan las tareas que nos han sido tradicionalmente asignadas. Se habla de corresponsabilidad. Creo que, en efecto, ahora hay muchos más hombres que ayudan en las tareas en el hogar. Las estadísticas, sin embargo, indican que el porcentaje más alto de las tareas domésticas siguen recayendo en las mujeres, trabajen fuera de casa o no.

La afectación sobre las mujeres de este modus operandi es palpable. En Europa la tasa de nacimientos decrece cada vez más. Una mujer educada, con perspectivas de realizarse en una profesión, sabe que escoger la maternidad limitará sus oportunidades de ascender; sabe que implicará mucho trabajo y cansancio. Este es un problema serio, un factor que restringe al 52% de la población del mundo de realizarse personalmente en su área de interés si decide ser madre.

En mi utopía feminista, la novela El país de las mujeres, el Estado es regido exclusivamente por mujeres (temporalmente, porque los hombres son enviados a descansar después de que el humo tóxico de un volcán afecta sus niveles de testosterona). Estas dirigentes ficticias toman algunas medidas que no sé por qué no figuran entre las reales reivindicaciones feministas: se proponen transformar el mundo del trabajo para adaptarlo a las necesidades de la vida cotidiana y evitar la separación tajante entre las obligaciones familiares y las laborales.

Es posible que esto suene a un sueño irrealizable, pero yo no lo creo así. Pienso que padecemos de una estructura discriminatoria que ha creado una división del trabajo sesgada que afecta sobre todo a las mujeres. Tras la celebración del 8-M, me atreveré a exponer propuestas que nos invitan a reflexionar sobre esta brecha. Se hace necesario renovar el pensamiento abordando lo que creo constituye un eje central de las diferencias entre hombres y mujeres: el cuidado de los hijos.

Avizoremos un estado de cosas diferente, donde los centros de trabajo de más de 100 personas cuenten con una guardería dirigida por personas bien pagadas y con credenciales pedagógicas suficientes para garantizar el cuidado adecuado de los hijos de los empleados. Imaginemos que el Estado brinda incentivos fiscales atractivos para las empresas que inviertan en estos centros. Con los hijos en el centro de trabajo, madres y padres podrían visitarles a la hora del café o del almuerzo. Las madres que amamanten recibirían un texto de la guardería para que se dirijan a la sala de lactancia donde le llevarían a su bebé o donde dispondrían de máquinas para extraerse la leche y dejarla para las tomas del crío. Imaginemos que existen cubículos especiales donde madre o padre trabajan mientras supervisan a su niño que está malito, o donde pueden recurrir a un médico, llamado por la empresa, para que lo atienda. Imaginemos, sobre todo, la profesionalización del personal encargado de los niños y niñas. Hombres y mujeres cuidadores formados en carreras cortas que, además, abrirían un sector de empleos bien remunerados, como corresponde a quienes tendrían la responsabilidad de atender los infantes que luego serán los jóvenes ciudadanos y ciudadanas del país.

Para quienes no trabajen en empresas de esa magnitud, imaginemos familias en los barrios que, a cambio de incentivos fiscales y un salario, habiliten casas-nido donde las mamás del vecindario recurran para que les cuiden a sus niños por un precio fijo reducido. No hay duda de que existen personas que tienen vocación maternal o paternal que se encarguen de cuidar a 10 o 20 niños mientras padres y madres van al trabajo o hacen teletrabajo. Hasta ahora esta alternativa existe, pero es muy costosa.

Un proverbio africano dice que se necesita un pueblo para criar un niño. Sin embargo, en nuestras sociedades occidentales, la crianza ha pasado de la familia ampliada a la familia cada vez más nuclear, y el 79% de esta responsabilidad recae, según las estadísticas europeas, sobre las mujeres.

Cierto que, en España, por ejemplo, existen guarderías públicas y privadas, madres de día, canguros y otras alternativas, pero las plazas son pocas. El año pasado en Madrid más de 8.000 familias no pudieron alcanzar plaza. Esta situación afecta sobre todo a las familias monoparentales, o sea a madres divorciadas o solteras, que no pueden pagar una niñera. Si se considera la posibilidad de los incentivos fiscales, se podrían expandir estos servicios.

Quiero creer que esta cultura que recarga a la mujer con las tareas domésticas y la responsabilidad de los hijos irá cambiando en la medida en que la igualdad vaya avanzando, pero temo que esto tomará aún buen tiempo. Mientras, creo que el feminismo debe ocuparse de luchar por que la mujer trabajadora tenga a su disposición sistemas de calidad que le permitan conciliar la maternidad con la realización personal.

Ciertas utopías feministas no tendrían que quedarse en el terreno de la ficción.

Gioconda Belli es novelista y poeta.

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