Un fracaso colectivo

Juan Alberto Belloch, alcalde de Zaragoza y miembro del PSOE (LA RAZON, 05/05/04).

Nunca se insistirá bastante en la necesidad de preservar al ministro del Interior de toda descalificación política cuando de terrorismo se trata. El ministro debería gozar de una plena inmunidad pública, que no equivale a impunidad, sino a la extrema conveniencia de que el control democrático de su tarea se verifique en escenarios diferentes de aquellos en los que usualmente se lleva a cabo el debate político. No son la rueda de prensa ni el debate parlamentario abierto los lugares adecuados para corregir, criticar u obtener información del ministro en estos temas.

Otros son los escenarios correctos, desde la Comisión de Seguimiento del Pacto antiterrorista, a la Comisión de Secretos Oficiales, pasando por la conversación directa con el titular del Ministerio o con las autoridades responsables de la lucha antiterrorista. En esos marcos, la sinceridad y hasta la crudeza son tan indispensables como la discreción y prudencia cuando de comentar públicamente sus actuaciones o declaraciones se trata. Lo que en privado es imprescindible, en público es siempre equivocado en el sentido más radical del término. El ganador no puede ser ninguno de los contendientes, ni el agresor ni el agredido, ni quien hace una declaración desafortunada, ni quien la responde y hay siempre un perdedor seguro: la causa antiterrorista. Ninguna persona de buena fe informada puede alegrarse de una bronca entre el Gobierno y la oposición en este ámbito y no puede servir de consuelo dictaminar qué contendiente democrático pueda tener la responsabilidad política por lo acaecido. Es siempre un fracaso colectivo.

Durante muchos años, tristes años, pocos quisieron entender el mensaje. Tuve que sufrir en carne propia, como ministro del Interior, que tras el asesinato de mi admirado amigo y maestro Tomás y Valiente, expresidente del Tribunal Constitucional, y después de una inmensa manifestación ciudadana, el entonces líder de la oposición, señor Aznar, considerara oportuno afirmar que en ella no sólo se protestaba contra el inhumano atentado, sino también contra la ineficacia de la política antiterrorista del Gobierno. Nunca he sentido tanta rabia ¬justificada¬ en toda mi vida. Quiero pensar que el señor Aznar, con el paso de los años y tras haber ejercido durante ocho la Presidencia del Gobierno, se habrá arrepentido de tales palabras, pero la verdad es que me hubiera gustado una rectificación o una disculpa.

Ese momento terrible me hizo comprender el horror que supone mezclar terrorismo con debate político, aprovechar las tragedias para tratar de sacar ventaja, aplicar en definitiva a este ámbito las reglas habituales de la lógica partidaria. También me enseñó algo mucho más personal. Nunca en mi vida haría sufrir a un ministro del Interior el dolor profundo y airado que a mí me tocó padecer.

Después de la familia y de los seres queridos, la persona que más padece ante un atentado terrorista es el ministro del Interior. Llora junto a los padres, los hijos o los nietos de los asesinados y, además, contra toda lógica y sin ninguna justificación, en algún punto de su cerebro anida la idea de una cierta responsabilidad por lo ocurrido. Siempre piensas que se podía haber hecho algo más para evitar la tragedia. Y esto es algo irracional pues les aseguro que desde el ministro al último policía todos ponen toda su energía e inteligencia en la lucha contra el terror. Pero, al propio tiempo, es un pensamiento que resulta imposible borrar y que siempre deja una lacerante huella en la conciencia. Creo que la buena gente, la inmensa mayoría, sabe del sufrimiento de los ministros del Interior y por ello les ¬nos¬ dedica la extraordinaria recompensa de su afecto y consideración. Y normalmente, los que hemos sido ministros del ramo lo somos un poco para siempre. De ahí que respetemos a quien ejerce esa labor muchas veces más que desde un sillón, desde un potro de tortura.

En el anterior ciclo de la alternancia política, me tocó entregar los trastos del oficio al que sería el primer ministro del Interior del PP, Jaime Mayor Oreja, y les aseguro ¬así lo ha reconocido públicamente Mayor¬ que no sólo lo hice con lealtad y transparencia, sino que ambos concluimos que estábamos obligados a inaugurar una forma distinta de relación entre el ministro y el que fuera en cada caso responsable de estos temas en la oposición. Y lo pusimos en práctica. Mientras fui el responsable parlamentario del PSOE nunca critiqué públicamente ninguna decisión, opinión u operación relacionada con la política antiterrorista, una conducta que sigo manteniendo no ya por obligación, sino por decoro político. Mayor Oreja y yo estamos orgullosos de haber reinventado ese estilo que ya existiera en tiempos de UCD, y sería un deterioro de calidad de nuestra vida democrática el que volviera a perderse.

Por encima de cualquier razonamiento o sentimiento es obvio que el ministro saliente no puede olvidar, no olvidará nunca el atentado de Madrid. Éste es el dato decisivo a la hora de comprender su actual hipersensibilidad. No existe gran diferencia entre las expresiones del ministro entrante sobre una genérica imprevisión política en torno al terrorismo fundamentalista de origen islámico y las afirmaciones del señor Aznar sobre la posibilidad de «haber bajado la guardia» ante tal fenómeno por concentrar el esfuerzo en la lucha contra ETA. En el fondo ambos dicen lo mismo, y ninguno de ellos pretende reprochar nada al anterior titular del Ministerio.

En todo caso, Ángel Acebes y José Antonio Alonso, ambos amigos míos y el segundo, además, compañero de profesión y de ideas, deben hacer un esfuerzo para olvidar y superar lo ocurrido en estos primeros días de la segunda alternancia. Por el bien de España están obligados a reconocerse como colegas y cómplices leales en la lucha contra el terror. No sería justo ni inteligente persistir en el desencuentro. Es, ¿nada menos!, una cuestión de formas de formas democráticas.