Un fracaso de la Justicia

«Este procedimiento es un fracaso, un fracaso de la administración de Justicia, un fracaso total», afirmó el fiscal don Tomás Herranz en su informe oral ante el tribunal de la Sección 1ª de la Audiencia Provincial de Palma de Mallorca que ha juzgado el denominado caso Cursach. «Los acusados no han hecho nada delictivo», subrayó. Antes, el representante dijo que en la instrucción de la causa «se habían producido detenciones y se habían acordado prisiones en base a testimonios de testigos protegidos anónimos sin verificar la credibilidad de los mismos». Y concluyó: «el cambio de la Fiscalía al retirar su acusación obedece a un intento mínimo de reparar el daño».

Después de leer las informaciones publicadas, comprendo muy bien la postura del fiscal, como entiendo la reacción de los abogados defensores presentes en la sala. Sobre todo la del principal acusado, el empresario Bartolomé Cursach, que, además de soportar una instrucción que duró nueve años, estuvo en prisión preventiva 415 días. Se trata de un patente fiasco que, por desgracia, no es insólito. Sin necesidad de remontarnos a la terrible injusticia cometida en el proceso conocido por 'El crimen de Cuenca' (1910), en los anales recientes de «fallos judiciales» –las comillas son intencionadas–, están la absolución en 2018 de unos ciudadanos rusos acusados en la operación Tambosvkaya, algunos de los cuales pasaron en prisión provisional más de dos años, el caso que muchos lectores recordarán de Rafael Ricardi, aquel hombre inocente que permaneció trece años en la cárcel por una violación que no cometió o, por citar uno más cercano en el tiempo, el de Sandro Rosell, absuelto en 2019 por la Audiencia Nacional, tras casi dos años en prisión provisional. Igual que en los casos citados, cabe suponer que ante la sentencia absolutoria que, con seguridad, la Audiencia de Mallorca pronunciará, los abogados reclamarán responsabilidades e indemnizaciones por los daños patrimoniales y personales ocasionados a sus clientes, conforme regula el art. 294.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, reformado en virtud de la sentencia 85/2019, de 19 de junio, del TC.

Se viene discutiendo si la Justicia es un arte, una intuición, una casualidad. Opiniones hay para todos los gustos. Pascal sostenía que era un lujo que sólo estaba al alcance de unos privilegiados. Chesterton la identificaba con la desgracia y Giner de los Ríos hablaba de «la Justicia, de la cual huye amedrentado todo hombre sensato». Yo no albergo duda de que no es una ciencia exacta, sino contingente y discrepo de quienes piensan que impartir Justicia es tarea fácil. Es de humanos errar y todo hombre que aspire a algo se mueve en el error. Para mí tengo que la Justicia está constantemente expuesta al error y pienso que no es el error de buena fe sino la injusticia consciente lo que mata la Justicia.

En el libro 'Les erreures judiciaires et leurs causes' (1897), los abogados franceses Lailler y Vonoven afirman que la Justicia penal no tiene derecho a equivocarse. «No hay error que pueda cargarse en la cuenta exclusiva de la fatalidad», escriben. Ya se sabe por la historia que los franceses han sido siempre muy intransigentes con las decisiones judiciales injustas cuando de inocentes se trata. Recuérdese a Montaigne que en sus 'Ensayos' califica los errores judiciales de «condenas más criminales que el crimen mismo». O a Voltaire al escribir que la buena fe de los jueces no excusa para defender el error que manda a la cárcel a quien no es culpable de delito alguno. Él es el padre de la expresión 'cruelle bonne foi des juges'.

Según los estudios realizados, está demostrado que la causas más comunes y a la vez más profundas de las decisiones judiciales erróneas en materia penal son las cometidas por el uso indebido o excesivo de la prisión provisional o por la funesta propensión de algunos jueces al abuso de esa medida cautelar. Todo es preferible, antes que el error del encarcelamiento de un inocente. La sola posibilidad de que alguien pague por un delito que no ha cometido o purgue en prisión preventiva por unos hechos que luego, en el juicio, se demuestra que no es culpable, debería sobrecoger la conciencia de cualquiera. La pena, lo mismo que la prisión preventiva, solo se justifican si del juicio oral o de la instrucción resulta incontrovertible que el acusado es culpable o que los indicios racionales de criminalidad que existen en su contra son sólidos. En la legislación imperial se encarecía a los jueces que sólo condenasen o encarcelasen provisionalmente sobre la base de «pruebas indubitables y más claras que la luz».

Respecto a la postura del fiscal Herranz y que ha inspirado este comentario, me ratifico en lo que llevo diciendo. Que hoy ser fiscal es una profesión difícil y peliaguda y que en su cotidiana tarea no siempre un fiscal es riguroso, ni siquiera justo, pero conviene señalar que hay muchas veces que, en el ejercicio de su función, el fiscal sufre y que lo hace en soledad y hasta con rabia cuando contempla que necesita algo más de lo que tiene para responder a las ansias de justicia del prójimo. El de fiscal, además de oficio, es sacrificio y si alguien creyera que los fiscales están satisfechos de ellos mismos, se equivoca. Por eso, quien esto escribe defiende y elogia el modelo de fiscal acorde con el equilibrio entre poderes y sometido a la Constitución y al ordenamiento jurídico; o sea, el que actúa, por encima de cualquier otro principio, con sujeción a los de legalidad e imparcialidad, que es lo que dice el artículo 124.2 de nuestra Carta Magna.

Hagamos votos, pues, por un fiscal que, al igual que Herranz, cumpla y aplique la ley en todos los procesos en que intervenga con verdadero espíritu constitucional; por un fiscal que no persiga a investigados, denunciados, querellados, acusados o procesados con la obsesión de que ninguno se le escape de sus manos; por un fiscal que se esfuerce en impedir que se vulneren los derechos fundamentales de aquellos; por un fiscal que tenga como lema que no hay delincuentes presuntos sino inocentes amparados por la presunción constitucional de que lo son; por un fiscal protector de las reglas básicas del proceso y no vicario de funcionarios policiales, verdaderos artífices de la instrucción, sobre todo en las «causas complejas»; por un fiscal enemigo de aplicar la prisión preventiva con frivolidad y partidario de interesarla sólo en casos de absoluta necesidad, de forma provisional y proporcionada al fin perseguido y jamás a modo de elemento coactivo para lograr confesiones, delaciones o pactos; por un fiscal consciente de que para ser imparcial, antes hay que ser independiente y que nunca olvide que, en palabras de la Constitución y del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, no hay independencia sin responsabilidad.

Cuenta la historia que a raíz de que se descubrirse el atroz error judicial del caso Jean Calas, un grito de horror se produjo en toda Europa. Ante la situación, el Gobierno de Francia decidió llamar al presidente tribunal que condenó a Calas. Cuando el ministro de Justicia le pidió explicaciones, el presidente, excusándose, dijo:

–Señor ministro, no hay caballo, por bueno que sea, que no tropiece.

–Lo admito, pero esta vez ha tropezado toda la recua –respondió el ministro–, que era el cardenal Richelieu.

Ojalá que, siguiendo el ejemplo del fiscal Herranz, los buenos fiscales, que los hay y no son pocos, ayuden a los jueces a controlar sus pasos y a mirar por donde pisan.

Javier Gómez de Liaño es abogado.

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