Un futuro para las cajas de ahorros

En los meses pasados, la polémica abierta en torno a las cajas de ahorros conducía a pensar que nuestra crisis financiera se reducía a estas entidades, por la intervención pública de una de ellas que no era precisamente de las más importantes. Ahora, recién estrenado 2010, vuelve a producirse esa sensación, porque estos días los procesos de fusiones y alianzas entre cajas están teniendo una fuerte repercusión pública, hasta el punto de hacernos olvidar los auténticos problemas que tenemos: sobre todo, que nuestro sistema financiero tiene aún que devolver en los próximos meses una parte muy elevada de su cuantioso endeudamiento exterior, absorber su importante tasa efectiva de morosidad real, y mejorar su dotación de capital si los títulos preferentes quedan excluidos del cómputo a efectos de solvencia.

Los procesos de alianza y fusiones entre cajas de ahorros no son nuevos. A finales de los años 80 y principios de los 90 del siglo pasado, desaparecieron, por fusión o absorción entre ellas, más de una treintena de cajas sin escándalo alguno; y, sobre todo, sin que ello costara ni una peseta de las de entonces a los contribuyentes españoles. Quienes vivimos aquella época en primera línea del mundo de las cajas nos sentimos hoy orgullosos de la fuerte reconversión que experimentaron, sin apoyo público y sin necesidad de acudir a los recursos que habían acumulado previamente en su propio Fondo de Garantía de Depósitos, salvo con algún préstamo rápidamente devuelto.

Aquellos procesos de consolidación institucional lograron reducir costes, racionalizar plantillas y servicios y poner a las cajas en situación de poder continuar la brillante etapa que, iniciada en 1977, las terminó llevando a una posición de liderazgo en el sistema financiero español apoyadas por una clientela extraordinariamente fiel.

Durante aquel proceso no se puso en duda el importante papel que las cajas venían desempeñando a través de sus viejos objetivos fundacionales. Esos objetivos eran muy concretos. Primero, las cajas se crearon para fomentar el ahorro de las familias, lo que debía lograrse no por la mera captación de depósitos para financiar créditos, como ya lo venían haciendo desde siempre los prestamistas y banqueros, sino despertando la necesidad del ahorro y subrayando sus ventajas, al tiempo que incentivando a familias e individuos con la seguridad, rentabilidad y liquidez de sus productos. Una finalidad altruista que enlazaba con la necesidad que tenía el país de contar con recursos suficientes para impulsar su crecimiento y con el objetivo político de conseguir una sociedad estable, libre y claramente orientada hacia la laboriosidad y el progreso.

En segundo lugar, las cajas se crearon para extender los servicios financieros a todos los ciudadanos, tratando de llegar a aquéllos que ofrecían menos atractivo para otras entidades debido a su escasa capacidad económica. Se pretendía evitar así la exclusión financiera, no sólo personal sino también geográfica, impulsando la existencia de oficinas en lugares a los que no llegaban otras entidades y recibiendo como clientes a quienes quedaban habitualmente excluidos de tales servicios. Además, las cajas se crearon para evitar la usura que, si en épocas fundacionales constituía una auténtica plaga para los más débiles, hoy se oculta bajo precios y condiciones alejadas de las que resultarían en libre competencia. Y, finalmente, las cajas de ahorros también se crearon para favorecer el desarrollo económico de los territorios locales, provinciales o regionales en las que actuaban, pero no mediante la financiación de proyectos públicos o la cooperación con las autoridades en sus tareas de promoción económica, sino, simplemente, facilitando servicios financieros accesibles, baratos y de calidad a las personas de tales territorios, es decir, poniendo al alcance de toda la población los servicios financieros necesarios para hacer viables las iniciativas de individuos y empresas, sin olvidar en ningún momento la protección de los ahorros que administraban.

Esas finalidades seguían siendo válidas en la década de los 90, cuando la primera consolidación institucional. Y siguen teniendo vigencia en esta segunda ola de fusiones y alianzas. Nadie puede negar la importancia del ahorro interno en los procesos de desarrollo y menos España, que ha tenido que recurrir en exceso al ahorro exterior para financiar su formación de capital en los últimos años. Seguimos necesitando de entidades que fomenten y estabilicen el ahorro familiar que, si bien crece hasta tasas muy altas cuando la incertidumbre y el temor al paro amenazan a las familias, suele reducirse a cifras insignificantes en cuanto llegan los buenos tiempos.

Pero también necesitamos seguir luchando contra la exclusión financiera, que aumentaría hasta cotas insospechadas si desaparecieran las cajas de ahorros, como ha ocurrido recientemente en el Reino Unido y en otros países en los que estas entidades se han transformado en bancos. Y también tenemos que seguir luchando contra los precios y condiciones de oligopolio que surgirían rápidamente al desaparecer las cajas. Por eso muchos pensamos que siguen siendo necesarias, sin tener que recurrir para mantener esa opinión a su importante obra social, que tampoco debe olvidarse, pero que no es lo que las justifica hoy, como no las justificaba en la época en que fueron creadas. Quizá por eso la obra social no fue incluida por sus fundadores entre los objetivos de estas entidades.

Pero el problema actual es que, en esta segunda ola de fusiones y alianzas, las cajas no parecen estar bien vistas por algunas autoridades que, obstaculizadas por las competencias regionales que ellas mismas introdujeron entre las normas de la ley de 1985 y quizá deslumbradas por la simplista y cómoda idea de una completa homogeneización institucional, han dado pasos que pueden acabar transformando las cajas en bancos. Algunos, además, tenemos la sensación de que se pretende impulsar abiertamente esa transformación.

Bien cierto es que las cajas, como los bancos, van a tener que emitir capital para atender a los nuevos requerimientos de solvencia y que las diferencias de derechos entre acciones y cuotas participativas priva de casi todo atractivo a las cuotas, en opinión de sus potenciales adquirentes. Pero eso puede solucionarse equiparando las cuotas a las acciones y perdiendo el miedo a que sus representantes participen ponderadamente en los órganos de gobierno de las cajas lo que, de haberse hecho antes, quizá habría evitado algunos de sus más sonados problemas. Equiparar las cuotas a las acciones no impediría la naturaleza fundacional de las cajas ni el cumplimiento de sus funciones originales.

También es cierto que, pese a las cautelas y limitaciones que se introdujeron en 2002, la política ha seguido actuando en las cajas de ahorros. Por eso, el cambio normativo también debería poner claros límites a la presencia política y a los poderes autonómicos, que han de velar por el desarrollo de sus regiones pero no interferir el legítimo quehacer de las entidades financieras ni poner en riesgo los depósitos de sus ahorradores con la interesada orientación de sus inversiones.

Pero lo más importante sería que, si varias cajas quisieran aliarse, no tuvieran que hacerlo mediante la constitución de una sociedad anónima para colgar de ella redes de oficinas o nuevos recursos de capital, porque eso impulsaría su transformación en bancos. Cuando a finales de los años 20 del siglo pasado las cajas decidieron poner servicios y recursos en común, crearon la Confederación Española de Cajas de Ahorros, que es una auténtica caja de ahorros inscrita como tal en el pertinente registro, que no tiene la forma de sociedad anónima y que, además, se caracteriza porque en sus órganos de gobierno sólo participan las cajas confederadas, sin ninguna representación nacional, autonómica o local de las autoridades correspondientes. Ese modelo, adecuadamente puesto al día, podría servir muy bien para institucionalizar estas alianzas entre cajas, que son muy necesarias para racionalizar recursos y reducir costes pero que, sin el soporte institucional adecuado, pueden poner en grave riesgo la existencia de unas entidades que, a lo largo de casi doscientos años de servicio a sus finalidades fundacionales, han sabido ganarse la confianza de las familias españolas.

Por supuesto, existe otra salida posible. La de transformar, sin más, las cajas en bancos y terminar de una vez con su historia, aun a costa de crear otros muchos y graves problemas a la sociedad y a la economía española. Si eso es lo que realmente se desea, sométase ese objetivo al debate parlamentario y no se busquen subterfugios legales ni habilidades reglamentistas para alcanzarlo. La luz y los taquígrafos constituyen la esencia de la democracia, lo que nunca debería olvidar ningún demócrata.

Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO