La experiencia terrible de los años 1930 debería recordarnos que las guerras comerciales y monetarias van de la mano como un caballo y un carro. Ahora que la administración del presidente norteamericano, Donald Trump, está implementando plenamente su agenda proteccionista de “Estados Unidos primero”, es sólo una cuestión de tiempo hasta que estalle un conflicto monetario.
No ha habido una guerra monetaria a gran escala en bastante tiempo, aunque el mundo estuvo cerca después de la crisis financiera de 2008, cuando el entonces ministro de Finanzas de Brasil Guido Mantega utilizó el término para describir las tasas de interés extraordinariamente bajas de Estados Unidos. Siguiendo los pasos de Estados Unidos, Japón y Europa parecieron adoptar estrategias similares de promoción de las exportaciones, y un tipo de cambio depreciado se convirtió en una característica poco reconocida pero central de la recuperación económica en las economías avanzadas.
De la misma manera, después de 2012, la crisis del euro empezó a dar señales de ser más manejable recién después de que el euro empezó a depreciarse frente al dólar. Y, como ya habían señalado muchos economistas en el Reino Unido, un tipo de cambio flexible le había dado al Reino Unido, a diferencia de los países de la eurozona, una herramienta singularmente eficaz para manejar las sacudidas del período.
En todo caso, los temores monetarios post-crisis pronto se desvanecieron, debido en gran medida a la búsqueda simultánea de un alivio cuantitativo (QE según su sigla en inglés) por parte de los principales bancos centrales, cosa que sucedió justamente para afectar los tipos de cambio. La primera guerra monetaria potencial del siglo XXI dio lugar a una tregua indecisa y frágil. Pero si alguna economía importante había de adoptar el proteccionismo para sacar ventaja sobre las demás, la cuestión monetaria volvería a salir a la luz.
Después de todo, en manos de responsables de políticas con esas intenciones, las monedas nacionales son un arma económica obvia. Es por eso que los 44 países que participaron en la Conferencia de Bretton Woods de 1944 acordaron un marco para garantizar tipos de cambio estables. Estados Unidos mantuvo la postura negociadora dominante y se comprometió a establecer un orden internacional abierto libre de aranceles y guerras comerciales. Los demás países no tenían opción real que la de aceptar un tipo de cambio que les permitiera mantener una cuenta externa más o menos equilibrada.
Desde entonces, la amenaza de una guerra comercial siempre ha implicado el retorno del debate monetario. En el conflicto creciente de hoy, era inevitable que Trump finalmente se concentrara en las políticas monetarias de otros países. Durante mucho tiempo ha acusado a China de subvaluar su moneda (inclusive cuando venía haciendo precisamente lo contrario). Y en respuesta al reciente anuncio de una nueva ronda de QE por parte del presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, Trump tuiteó: “Se vienen saliendo con la suya desde hace años, junto con China y otros”.
Como en los años 1930, la guerra monetaria es atractiva para quienes ven la geopolítica como un juego de suma cero. Los ataques de Trump al BCE giran, en parte, en torno al comercio, pero también están destinados a introducir una cuña entre los estados miembro de la UE. Como vienen quejándose desde hace tiempo los críticos del régimen monetario europeo, Alemania goza de un tipo de cambio externo más bajo con el euro de lo que habría tenido con el marco alemán. Y, a los ojos de Trump, Alemania mantiene una política mercantilista para favorecer a sus propios exportadores, aunque la orden del Bretton Woods liderado por Estados Unidos estaba destinada precisamente a impedir el mercantilismo y sus devaluaciones competitivas concomitantes.
Aun así, en la visión de John Maynard Keynes, uno de los arquitectos de Bretton Woods, el acuerdo de posguerra debería haber ido mucho más lejos e incluir controles institucionales para penalizar a los países con grandes excedentes o déficits. Penalizar los desequilibrios comerciales habría acompañado su plan para un nuevo sistema monetario global, que se habría basado en una moneda artificial universal llamada “bancor” (una palabra compuesta francesa para referirse a oro creado por los bancos).
Como señaló Draghi en el discurso que provocó la ira de Trump, el euro originariamente estaba pensado como un mecanismo para eliminar las devaluaciones competitivas. Desde Keynes, los esfuerzos por revivir la idea de una moneda general no nacional –como la del economista Robert A. Mundell en los años 1960- habían sido constantes y fútiles.
Pero ahora, la nueva tecnología ha generado la posibilidad de una moneda global al alcance de la mano. Apenas el mes pasado, Facebook reveló sus planes para crear una moneda digital, Libra, que estará asociada a una canasta de monedas emitidas por gobiernos. Según Facebook, la iniciativa está destinada a llegar a la gente más pobre del mundo, incluidos muchos de los 1.700 millones de personas que no tienen cuenta bancaria.
Una amplia base de usuarios es esencial para garantizar que Libra sirva principalmente como un medio de cambio, no como una herramienta de especulación financiera. Eso la convierte en la antítesis de las monedas blockchain de primera generación como Bitcoin, que es objeto de una escasez artificial mantenida a través del proceso de “minería”. Sin duda, la reacción abrumadoramente negativa ante el anuncio de Libra de Facebook ha sido desalentadora. Y, sin embargo, si fuera a adoptarse ampliamente una moneda alternativa basada en múltiples activos, no sería tan desestabilizadora como sugieren sus críticos.
Con una moneda verdaderamente universal, los usuarios comprarían y venderían bienes y servicios, inclusive mano de obra, lo que significa que los salarios tendrían que fijarse en una moneda no nacional. La nueva dispensación haría que la existencia de múltiples monedas en un territorio pareciera un retroceso al mundo pre-moderno, cuando las monedas de oro y de plata fluctuaban de valor entre sí. Y ése tal vez no sería un mal desenlace.
La fluctuación en el valor del oro y la plata, vale la pena recordar, permitió una mayor flexibilidad salarial y, por ende, menos desempleo. Y cuanto más amplio el uso de una moneda global (o múltiples monedas globales), menos viable se torna una guerra monetaria. La tecnología está reviviendo el sueño del siglo XX de un sistema monetario global libre de las alteraciones causadas por el nacionalismo económico. La clave para concretarlo es deshacer el vínculo –como ha empezado a hacer el euro- entre la moneda y el estado nación.
Harold James is Professor of History and International Affairs at Princeton University and a senior fellow at the Center for International Governance Innovation. A specialist on German economic history and on globalization, he is a co-author of the new book The Euro and The Battle of Ideas, and the author of The Creation and Destruction of Value: The Globalization Cycle, Krupp: A History of the Legendary German Firm, and Making the European Monetary Union.