Un garrote vil para Camilo José Cela

Camilo José Cela con 45 años
Camilo José Cela con 45 años

Era uno de esos días de lluvia fina, gris y pegajoso, de Madrid. Camilo José Cela entró en mi despacho puntual (lo era y mucho, ni un minuto antes ni uno después) a la hora convenida, las 10:30. Cela era cliente mío desde hacía ya algunos años y habíamos entablado una relación de amistad y confianza mutua.

Teníamos que estar a las 11:00 en el Tribunal Supremo pues su presidente, Pascual Sala, iba a hacernos entrega del último garrote vil que se había utilizado en España para ajusticiar a un condenado a muerte. La Fundación Camilo José Cela pretendía exhibirlo en su sede de Iria Flavia, en una sala que ya estaba preparada, con manuscritos, objetos y grabados de ajusticiados sobre Pascual Duarte, el personaje de su primera obra, con la que se dio a conocer y que le catapultó a la fama.

El macabro cometido no fue sencillo de llevar a cabo. Hubo que sortear varias etapas burocráticas hasta que, en los sótanos del Tribunal Supremo, localizaron tres juegos de hierros, de los cuales seleccionaron el que les pareció más moderno.

Entonces me llamaron de la secretaría del presidente y me dijeron que el secretario de la Sala debía hacer un informe y preparar el documento de depósito, por el que quedaba el artefacto en poder de la Fundación.

Al cabo de un mes, volvieron a llamarme y concertamos una cita. Cuando Cela entró en mi despacho, con su vozarrón inconfundible, me dijo “vamos allá Jorge”. Me advirtió que tendría que quedarme esa noche con el instrumento pues su mujer, Marina, no quería que pernoctase en Guadalajara.

Entonces tenía el despacho en el paseo de la Habana. Cuando salimos de la portería, arreciaba la lluvia. Le pedí que esperara y fui a la parada de taxis, adonde llegué bastante calado. Iba sin impermeable ni paraguas. No tuve suerte con el taxi. El único que había en espera era un Seat 1500 antiguo bastante sucio. Olía a tabaco reciente.

Le pedí que se aproximara al portal y le hice una seña a Camilo para que se acercara. “Carajo, qué mal huele” dijo al entrar. El taxista, que lo había reconocido por el retrovisor, se excusó diciendo que el anterior usuario había fumado bastante. A mí, el conductor me puso nervioso porque iba constantemente mirando por el retrovisor en lugar de atender a la complicada circulación de un día lluvioso.

Cela era un tipo especial, muy distinto a la imagen que él daba de sí mismo públicamente. Se había casado con Rosario Conde, 'Charo'. Habíamos viajado juntos a Israel. Pero el matrimonio de su hijo y su nuera se estaba deshaciendo.

Camilo y Charo eran personas encantadoras. Parecían muy unidos, aunque después de una tormentosa separación, Charo hizo unas explosivas declaraciones en la revista Interviú diciendo que nunca había estado enamorada de Camilo y que su gran amor había sido Caballero Bonald. "Bueno", pensé, "seguro que no es verdad y que lo que quiere es darle celos".

A Camilo le importó un rábano esa declaración. Lo cierto es que salía Rosario fotografiada acariciando una escultura de la mano de Camilo. "Hombre, para no estar enamorada…", pensé.

Poca gente sabía lo que de verdad había ocurrido. Camilo estuvo al borde de la muerte antes de que le concedieran el Premio Nobel. Había iniciado la vida con Marina Castaño recién salido de una operación intestinal en 1989. Estaba obeso y comía como un heliogábalo. Nadie se ocupaba de él.

En una ocasión me dijo, hablando de su hijo, que ya estaba harto de seguir siendo su armador. La pasión de Camilo hijo era la vela y codearse con el rey. A Camilo le operaron en la clínica Ruber y de ahí ya no volvió a su casa. Se fue a la de su amigo el escultor Otero Besteiro (Oterito, como le llamábamos cariñosamente sus amigos).

Otero tenía un chimpancé que le ayudaba en las labores domésticas. Cuando se hizo más violento, hubo que mandarlo al zoológico. Y cuando Oterito iba a visitarlo, se encaramaba a los barrotes llorando y chillando hasta que Otero lo tranquilizaba.

Camilo y Marina estaban profundamente enamorados y la pareja permaneció casi un mes junto al escultor y el chimpancé hasta que se trasladaron a un pequeño hotel de dos estrellas en un pueblecito, Horche, de la provincia de Guadalajara.

Habían decidido no vivir en Madrid por el alto precio de los alquileres. Por fin, después de varios intentos, encontraron un chalé amueblado en alquiler en la urbanización El Calvín. Sus únicos ingresos provenían de conferencias, artículos e intervenciones en televisión. Los derechos de autor por sus obras los tenía cedidos a una sociedad de la que Camilo sólo poseía la propiedad del 25%. El 75 % restante lo tenía su hijo. Que, además, era el administrador único. De ahí salía todo el dinero que "el armador" daba a su familia.

Siempre pensé lo fácil que era enredar a los escritores y artistas en cuestiones de dinero. Así empezó su nueva vida uno de los escritores de renombre internacional más importantes de España en el siglo XX.

¿Que cómo trabajaba en ese chalé alquilado? En un cuartucho con escasa iluminación exterior y sin ninguno de los lujos de los que había disfrutado hasta el momento en su casa de La Bonanova de Palma de Mallorca. Los bienes gananciales del matrimonio se repartieron por estrictas mitades. Y los que se quedó Camilo, porque le habían correspondido, los donó íntegramente a la Fundación. Ahí siguen, en Padrón.

La relación con Marina le trajo bienestar y suerte a Cela. Al verano siguiente de haber comenzado su relación, le otorgaron el Premio Nobel. Todos los periodistas que llegaron del exterior y los amigos que le visitaban se asombraban de la modestia con la que vivía. Era público que su casa de Palma había recibido premios de arquitectura y que tenía colgadas en sus paredes obras de Picasso, Miró, Zabaleta o Miralles.

Con el galardón, Cela remontó económicamente y la buena administración de Marina le dio a Cela la vida que él quería llevar. No lo aceptó su hijo, que hacía psicoanálisis de la salud mental de su padre. Al poco tiempo, Camilo y Marina encontraron la casa del Espinar, una mansión con varias hectáreas de terreno al costado del río Henares, donde vivieron años muy felices y adonde Marina le prohibió que llevase el garrote vil que nos iba a entregar el presidente del Tribunal Supremo.

Aguardamos unos cinco minutos en la recoleta sala de espera del presidente del Tribunal Supremo. “Seguro que no te has encontrado en otra igual”, me dijo varias veces Camilo esa mañana. Me lo repetía como un mantra. Estaba inquieto. No se recibe un garrote vil todos los días.

El presidente no se hizo esperar. Nos recibió con gran cordialidad. Contó la historia del garrote que se implantó en España en la época de Fernando VII como medida humanitaria, ya que la muerte se producía de modo inmediato si el verdugo tenía la muñeca experta y hacía bien su trabajo.

Cela añadió algunos apuntes, como el de los dos tipos de garrotes, el vil y el noble, ambos igual de eficaces. Antes del garrote, la muerte tardaba a veces varios minutos en llegarle a los reos, produciéndoles horribles sufrimientos y convulsiones.

España y sus métodos de ajusticiar, siempre asociados a la Inquisición (aunque esta nada tuviera que ver), tenían muy mala fama en los reinos de Europa. Se nos veía como salvajes, africanos e indomables. Y nada de eso era cierto. La furia española era proverbial, alimentada por los viajeros que dejaban constancia de la vida de los españoles en sus relatos.

Pascual Sala era un hombre afable y terminamos hablando de la película de Berlanga El verdugo y de la magistral interpretación de José Isbert en el papel de Amadeo. Cela comenzó a hablar del último verdugo que hubo en España, Antonio López Sierra, que a veces ejecutaba mal a los reos, pues solía acudir en estado etílico y no acertaba a ensamblar bien los hierros (con lo que la agonía del condenado, como ocurrió con Puig Antich, duraba varios minutos).

El último verdugo, nos contó Cela, había hecho la guerra con los nacionales y luego se había alistado en la División Azul. Tenía un verdadero palmarés de agarrotados, como la envenenadora de Valencia, Pilar Prades, o Jarabo, una de las más sonadas penas de muerte llevadas a cabo durante el franquismo porque el condenado estaba emparentado con una conocida familia de jueces y fiscales. Parece ser que el verdugo aceptó el trabajo porque de algo había que comer, decía. Cela firmó el recibí como depósito para la Fundación y yo recogí el paquete.

El taxi estaba esperándonos a la puerta del Tribunal Supremo. El trayecto de vuelta al despacho lo hicimos en silencio. Cela era bastante supersticioso y de vez en cuando hacía el signo de lagarto, lagarto, con los dedos índice y meñique de ambas manos.

El garrote se quedó en mi despacho y mis socios me pidieron encarecidamente que lo sacase de ahí, pero yo no tenía intención de llevarlo a casa. Lo bajé a la portería y lo guardamos en un trastero a la espera de que vinieran a recogerlo a la mañana siguiente. Al mensajero no le dije de qué se trataba, solamente se le indicó la dirección de la Fundación en Padrón. Por fin, al cabo de unas semanas, quedo instalada la sala sobre la novela de Cela, junto al manuscrito que también, después de un tortuoso recorrido, había podido ser rescatado. Cela era muy cuidadoso con sus cosas y, sobre todo, con el proceso de su escritura. Lo guardaba todo.

Poco después de que comenzaran las visitas a la Fundación, la familia de Puig Antich solicitó que fuera retirado el garrote con el que se había ajusticiado a Salvador. La Fundación no lo dudó y fue retirado inmediatamente. Creo que, por esas fechas, Camilo estaba terminando Madera de boj. Yo le preguntaba de vez en cuando por qué tardaba tanto en concluir esa obra que había empezado muchos años antes. “Porque el día que la termine me moriré”. La novela se publicó en 1999 y el escritor murió en 2002. Después de ella, ya no escribió prácticamente nada más.

En sus últimos años, Cela y Marina pasaban los veranos en Marbella. A veces, venían a cenar a casa de mis suegros en Sotogrande. Era un hombre muy cariñoso. Cogía en brazos a mi hija Eugenia y ella le zarandeaba la papada y le preguntaba qué era aquello. Se le veía feliz, rico y viviendo con el lujo al que siempre aspiró.

Le gustaban los automóviles. Había tenido un Morgan y viajado por la Alcarria en un Rolls-Royce conducido por una chófer negra. Sus desplazamientos al sur los hacía en un Jaguar que conducía Marina a gran velocidad, lo que entusiasmaba a Camilo. No podía pedirle más a la vida. Marina le dio la felicidad que Camilo quiso tener.

Su agonía fue corta. Murió en la Clínica CEMTRO, situada en el Ventisquero de la Condesa de Madrid. En tiempos de Felipe II, por ahí se situaba la fábrica de hielo de Madrid. Fui a verlo cuando ya estaba siendo tratado con cuidados paliativos a base de morfina. Respiraba con dificultad.

En el cuartito de al lado estaban Marina y Tomás Cavanna. Me dijeron que entrase a verlo. Parecía el rostro que había pintado Álvaro Delgado. No pasaron ni 48 horas y Cela había muerto. El entierro lo organizó Marina, con gaiteros y solemnidad. Fuimos hasta Iria Flavia con Guillermo Luca de Tena y, si mal no recuerdo, con Darío Villanueva. Comimos y brindamos por el escritor y amigo en un restaurante de Padrón. Está enterrado donde pasó sus últimos años y junto a la Fundación que con tanto cariño y generosidad había levantado.

A partir de entonces, se produjeron batallas judiciales intestinas con el hijo, que nunca asumió que su padre también tenía derecho a llevar su vida como él quisiera. Para Camilo hijo, cuando Cela se fue de Mallorca se acabó la vida de su padre como escritor.

Curiosa forma de entenderlo, pensaba yo, ya que una de las obras más excelentes de CEla, y más desconocidas, fue su última novela, Madera de boj, donde presagiaba su propia muerte. Empezó con La familia de Pascual Duarte y terminó con esta. El garrote y la Costa da Morte estuvieron siempre presentes en su vida.

Jorge Trias Sagnier es abogado y escritor. Fue diputado del PP entre 1996 y 2000.

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